sábado, 8 de febrero de 2014

IV.- La Filosofía en la Calle: Pecado, Inconformidad y Revolución XXXIV.- Curso de Antropología Filosófica Por Alberto Espinosa




34.0.- Tarea de la antropología filosófica es encontrar los principios de la esencia humana y sus cimientos eternos metafísicos, volviendo así a las fuentes del ser, de la ontología y de la vida -en una época tan amenazada por falsas filosofías y por ideologías de dominio. Hace falta, efectivamente, limpiar también nuestro sistema axiológico volviendo a la razón y al hombre... y enderezar el camino. Volver en una palabra a la filosofía, a la antropología filosófica, y levantar, en una reconstrucción ab integrum, la estructura entera,  vertical y alada, del ser humano. ¿Porqué de que nos sirve lo externo, lo mismo las fachadas relujadas que el hedonismo del consumo, si se pierde la forma humana, la idea misma de lo que somos por esencia los hombres, absorbidos por la existencia o por las olas del devenir, por lo que no tiene ninguna trascendencia metafísica? Porque el hombre contemporáneo ha llegado en su despliegue histórico al inmanentismo más extremo, olvidando por tanto la metafísica, sin idea de la estructura misma de su naturaleza y del alma humana, ignorante de su propio centro, y sin idea de Dios –encontrándose así severamente mutilado, manco del espíritu, mocho del alma, sujeto a una serie de doctrinas alrevesadas e hirsutas causantes de que la verdad sea llanamente desechada e incluso blasfemada.[1]
34.1.- El vulgo, la mayor parte de los hombres que practican la malicia, no tienen la ciencia ni el conocimiento por medio del cual el hombre recuerda las raíces negras el pecado, para menospreciar los vicios de todo lo que es materia y poner remedio a ello –menos aún recuerdan el Plan Divino de acuerdo al cual ha sido constituido el Universo. Es por ello que algunos hombres, separados e incluso adversos a la facultan de la intelección, a la facultad de intuición de lo divino (nous), se dejan engañar por sus deseos, siendo arrastrados en persecución de una vana ilusión, que engendra la malicia en las almas, pues el vicio, envidioso de la divinidad, se adhiere a los placeres radicados en la parte material del ser humano, rebajando al hombre a la naturaleza del demonio, de la bestia o del bruto.
   La malicia del vulgo es, pues, una carencia de sabiduría; en particular, una ignorancia respecto de lo que es el pecado –que es la palabra, acto o deseo contrarios a la ley eterna; implicando por tanto una desobediencia o rebelión contra Dios, una ofensa a Dios (Salmos 51.6), incluso una guerra contra todo lo que es espiritual o divino en el hombre. Ruptura, pues, con la ley regia, con la palabra de la Verdad –que es el conjunto de las revelaciones de Dios sobre el comportamiento humano y el destino del alma (Mt. 5. 17-19; 7. 24-27; Jn. 13.17).  Ley que prescribe no vivir según las concupiscencias  y pasiones humanas acostumbradas por los gentiles, en el libertinaje desbocado de desenfrenos, lujurias, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces, glotonerías y culto ilícito de los ídolos, sino vivir según la verdad de Dios, siendo sensatos y sobrios –teniendo como escenografía de fondo la Buena Nueva, que implica el juicio final de los vivos y de los muertos.
34.2.-   Así, la expresión más sólita de la ignorancia del vulgo es la vanidad, que es el amor de sí y el desprecio a las cosas del espíritu, y de las cosas de Dios. El pecado se manifiesta entonces en las obras de la carne, que va de la fornicación y el libertinaje a la pereza y la molicie, pero va corriendo hacia los pecados del espíritu –siendo el mayor de todos esa como exacerbación intelectual de la envidia llamada soberbia. El pecado mortal se reconoce así porque destruye la caridad en el corazón del hombre, mostrando con ello que no hay vida en aquella persona. El pecado puede verse entonces como un verdadero atentado a la solidaridad humana, siendo el fruto negro de la ignorancia un desorden o desequilibrio moral que implica una cierta desolidarización con los próximos y cercanos, una especie de pecado o falta social asociado a la complicidad con otros en el mal, que lleva a la ocultación de la mentira, a la violencia e imposición social o a los pactos de la concupiscencia.
   Ignorancia del pecado, es cierto, cuya naturaleza propia es la de estar premiado –pero ser castigo, pues es pérdida de la pureza, de la luz, mancha que encadena a la opacidad y a la luz negra de la desesperación, que es la entrada en la caverna platónica, donde no se ven las cosas, sino siluetas adormecidas de las cosas diluidas entre sombras. También pérdida de la gravedad del espíritu, insoportable levedad del ser, que al perder contacto, al romper las raíces con las formas y arquetipos que por medio del intelecto nos mantienen unidos al cielo –pues el hombre es como un árbol invertido, cuyas raíces se levantan hacia arriba-, queda suelto y a la deriva en el mundo de las cosas fugitivas.   
 34.3.-  Su camino, nadie lo ignora, es el del error, cuyo fruto amargo es la barbarie. Su síntoma inmediato: no reconocer la verdadera lengua (ser un mleccha: tartamudear en sánscrito), lo cual consiste no tanto en no tener Ley, sino en no entenderla, presentando por tanto como salvaje, como fiera, como incivilizado –en cierto modo como inhumano por carente de “religión”, de normas sagradas, siendo así su comparente no tanto carente de coherencia, sino de reflexión, pues el bárbaro, el vulgo en una palabra, no tiene entonces manera de representarse su actuar, que es otra manera de decir que no sabe vivir según los símbolos (aunque es cierto que tal ceguera para símbolos, y que tal sordera para las normas pudiera agregarse, puede deberse a un defecto de quien está ante el símbolo o la norma; puede deberse también a los defectos de los símbolos mismos, cuya causa estaría en los hombres que los instituyeron, deformándolos o pervirtiéndolos, es decir, por una especie de demencia social que ha enfermado a los símbolos, pues la civilización no sólo instituye los símbolos, sino que en parte también los pervierte, por caso en la civilización moderna por el afán desmedido de novedades). La barbarie pude verse así como una carencia o falta de tradición –lo que se expresa diciendo que una persona es incapaz de hablar la verdadera lengua, que no puede “conversar”, quedando por tanto fuera de la civilización, mientras que la lengua verdadera sería así el vehículo de la tradición y de la razón.[2]
34.4.-  La mayor barbarie es así la que por vía de una carencia radical de tradición deja intuir simple y claramente la vedad de Dios –también los mandatos divinos de la moralidad. Y es la ignorancia respecto de Dios la falta más notable de las ideologías modernas; ignorancia de Dios que es también una ignorancia respecto de las fuentes de la verdadera libertad. Porque la modernidad misma en su despliegue tiene que trastornar, neutralizando, el concepto mismo de la libertad para desprenderse de su raíz ahincada en la tradición y de la conciencia del pecado, de la falta moral –convirtiendo su concepto en un mero derecho de paso, que ni obliga al sujeto a una norma, ni lo hace responsable de nada, incubando en cambio en el sujeto moderno el chancro de la secresía, el frío corazón del cálculo y de la conveniencia social, y la anemia del confinamiento existencial. La exigencia de una vida más vida y de una libertad más libre son entonces así sus corolarios –donde los conceptos por tanto empiezan a girar sobre sí mismo para despedazarse o engendrar sus contrarios –en una intensidad existencial que, sin embargo, en su hybris o desmesura fáustica, quedando desligada de compromisos ontológicos con lo sobrenatural (metafísica), contrae sin saberlo compromisos de carácter meontológico (ya con la desesperación, con el ansia de la inexistencia, ya con la nada).
   El hombre de la modernidad resulta así como superpuesto al hombre medieval, caracterizado por una libertad más grave y responsable, dando cada vez más la apariencia de la ligereza, de la liviandad y en cuya densa capa tectónica se estratifican progresivamente, no sólo una razón autocontenida y solipsista, sino una vaciamiento de la tradición, cuya ruptura atrae la vida humana hacia las formas de la inconciencia, de la tendencia, del impulso, del mero instinto, en una especie de retrogradación hacia la animalidad o hacia lo demoniaco, lo cual se manifiesta en una angustia estructural, constitutiva del ser humano moderno, siendo en su autolegislación, pero pudiendo en cualquier momento dejar de ser y dejar de ser en lo absoluto. Sus conformaciones sociales son también modificadas y radicalmente, dicho negativamente no siendo ni pudiendo ser comunidades de fe trascendente.
34.5.- El hombre moderno es así el hombre rebelde, rebelde a la tradición, pero también al conocimiento de sí mismo, quien lejos de reconocer una naturaleza humana se da penamente al vértigo de la existencia: a la bonanza de la carne, a la codicia de la ambición materialista y aún a la idolatría.
   Rebeldía y revolución van de la mano: la búsqueda de una moral más permisiva es sólo el primer paso que conduce a la revolución, la cual es un producto de la inconformidad, de la ruptura con la tradición. Porque la inconformidad a fin de cuentas contra lo que lucha es contra la costumbre, contra la conformidad con la norma moral, por lo que hay también en ella un desacuerdo con el origen. Nada más revolucionario que ser hijo de la fortuna, que ser hijo de la ´técnica, que el hombre hijo de sus propias obras, el cual se presenta como un mercenario del cosmos –ajeno a toda legitimidad y aún a toda naturaleza. Pero lo que va contra la tradición, la novedad, la excentricidad, el extremismo, que saca a los hombres de su centro, en experiencias de fuga de sí, es el pecado, es decir, la obra del demonio. Siendo en cambio la auténtica comunidad de una fortaleza contra el demonio, un organismo natural de la conformidad con uno mismo y con la comunidad.
   La obra del demonio, en cambio, es la fascinación, la seducción: es el hechizo de la belleza aliada a la perversidad que hace desaparecer toda religión. La revoluciones, con lo que hay en ellas de histeria colectiva, de desmesura, de deseo ilimitado de poder o de placer, e incluso de soterrada lucha de clases, es lo menos angélico que uno se pueda imaginar. Ninguna revolución, en efecto, es angelical. Su método es el dialéctico; el de la negación y el de la negación de la negación, pues toda afirmación la pone en entredicho guiada por una demoniaca pasión por conocer, convirtiéndolo todo en problema y haciendo de todo un puro objeto intelectual. Su orientación es la de destruir un orden, una religión o una monarquía, las cuales al desplomarse sustituye inmediatamente por otras… de orden marcadamente inferior: a la monarquía sucede la dictadura del proletariado o el imperio de la mediocridad; a las místicas superiores y la metafísica las místicas inferiores, luciferinas, que son sólo simulación y fachada, que imitan vulgarmente la creación el espiritismo, o que rayan en la mistagogía, el misterio de la Atlántica o en el culto a la lucha de clases.  
   Su resultado: un mundo meramente inmanente en donde todo es pura fugacidad o ligera del ser y donde el sentido mismo de la realidad se pierde –pues el mundo del diablolismo, al entrar en la cruda irrealidad del mal, se despide necesariamente de toda realidad, de todo afecto y de toda seguridad. Porque el temperamento revolucionario, como el del espíritu vanguardista que es su correlato estético, es también el ámbito de la excepción y del peligro –donde se corre el peligro de disolver toda realidad y de caer preso en la deslealtad de los sentidos.




[1] Los modelos sociales que procuran la comunión ente los seres humanos quedan así pronto enfangados en un soterrado y oscuro paganismo –lo mismo en la crápula del socialismo oficial que hace del estado un nuevo ídolo (y un nuevo absolutismo), que en el socialismo del orbe estético, cuyos “performativos”, igual que en el socialismo del marketin y del toper were, o que en el agnosticismo perturbado de la pesudo tranza por mencionar sólo algunos ejemplos, realiza apenas una mímica enteramente desangelada de la participación –y de donde se derivaría el fenómeno profetizado para los tiempos últimos de la gran apostasía.
[2] Es importante hacer notar que Yahvé considera a un pueblo “como suyo”, el cual se identifica con Israel, siendo el pueblo elegido, destinado a levantarse sobre las turbulentas aguas del devenir universal y sobre la historia misma, trayendo al mundo justicia y amor; mientras que los otros pueblos, corruptos por el paganismo, vendrían a ser más bien “no-pueblos”, simplemente constituidos por hombres del mundo, es decir: muere; por lo contrario, Israel al tener su punto de apoyo fuera de la historia sería el único pueblo en no disolverse en la historia o en la vida, pues no participa por completo de tal devenir –pues aunque Yahvé amenaza y castiga continuamente al pueblo elegido, no lo abandona nunca, prometiéndole el mensaje divino y al Mesías. En México, por su parte, se registra también esa diferencia; por un lado el pueblo pacífico de los Toltecas, el pueblo de los cantos y las flores ofrecidas a la divinidad, consagrado al culto de Tláloc y Quetzalcóatl; por el otro los pueblos bárbaros o chichimecas, que no entiende la verdadera lengua. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario