II.-
La Filosofía en la Calle: Mística de la Luz… o de las Tinieblas
Por
Alberto Espinosa
32.1.- Principio de la
libertad es, pues, tener conciencia del pecado, de la falta, de la culpa,
dominando la parte del alma humana (alma inferior) que se dirige hacia la
muerte, en complicidad o engañada por la luz negra o por las formas
irracionales que la esclavizan, que la vencen o que la sumen en un estado de
letargo, y que son: el engaño de las falsas doctrinas, el error o la
ignorancia.[1]
32.2.- Es por ello que la conciencia
del pecado y la conciencia de sí resultan una acción liberadora –guiadas por
espíritu de la luz y de la vida, que es el amor; es decir, o por la búsqueda del espíritu inmortal o de
Dios; o de las formas inmateriales por medio de la inteligencia (nous) –reveladoras ambas el camino del
centro del alma humana. Sin embargo, al principio de conocimiento, de
conciencia, se opone un principio de ignorancia (ya de cuño positivista, ya ligado al ateísmo lo mismo que la indiferencia
en materia de religión), que o se aleja de las cosas divinas (asebia) o emprende una guerra soterrada
contra todo lo espiritual en el hombre.
32.3.- Tener intelecto,
conocerse a sí mismo, equivale por tanto a tener mente y a volver a la vida
–siendo así los hombres buenos, puros, honestos, compresivos y piadosos;
comportándose como tiernos hermanos y descubriendo al Padre (la Verdad
Absoluta), rindiéndole alabanzas, venerándolo y apaciguándolo con hermosos
himnos en acción de gracias. Refrenando con ello la naturaleza irracional del
hombre: la agresividad y las fantasías de los deseos, las obras de la carne y
las violencias del cuerpo. Porque las almas impías no puede ser sino insensatas,
malas, perversas, arrogantes, impías, envidiosas y asesinas. En efecto, la
naturaleza irracional del hombre conjuga la agresividad del deseo con la
industriosa para el mal, pariendo así el fraude, la ostentación del mundo o
ambición, la presuntuosa temeridad o la osadía profana, las ansias perversas de
riquezas y la tramposa mentira.
32.4.- El camino del
error no es así otro que sendero de la muerte y el de la convivencia con la
ignorancia o el sueño irracional, que hechiza a los hombres que van por la vida
sin reflexionar, o cuyo espíritu está vagando o que va dormido, quedando así lejos
del poder de la inmortalidad y del soplo de la verdad. Grande poder es el del
pecado, que encadena, pues como dice el Apóstol Pablo, nos fuerza a hacer lo
que no queremos, menguando en cambio la fuerza de hacer lo que queremos, que es
justamente la tentación, con lo que ella tiene de fascinación y de parálisis
(el nudo), de cuyo poder sólo puede ayudar a liberarnos, a desatarnos, la
fuerza divina.[2]
El pecado puede así definirse como la preferencia por las tinieblas y el
desprecio de la luz.[3]
El error consiste así en que cada uno es
tentado, atraído, cebado, arrastrado seducido por su propia concupiscencia que
una vez concebida pare el pecado que una vez consumado o cumplido engendra la
muerte. Mientras que por lo contrario, la libertad engendrada por la ley
perfecta, dada por la ley regia (ley de la libertad), de perseverar en ella,
abole la esclavitud del pecado: haciendo buenas obras, guardándose sin mancha
del mundo, visitando a las viudas y a los huérfanos en sus tribulaciones y no
engañando al corazón (la religión pura). Así, la
tentación del pecado es vista también como una prueba, pues el pecado procede
del interior del hombre, coronando su estado con la muerte el que se deja
arrastrar por el mal; siendo en cambio feliz el hombre que soporta la prueba.
La imagen, así, de la libertad ascendente, es la de una ascensión difícil y
peligrosa por los peligros que enfrenta el alma en su pelea con los deseos del
cuerpo y las fantasías de la mente, fuentes de posibles males y peligros. La ley
regia es así la Palabra de la Verdad, el conjunto de mandamientos y de revelaciones
por medio de las cuales, con atención firme, podemos liberarnos de pecado. Alcanzar
la ley perfecta de la libertad aplicándola, cumpliéndola, practícandola, pues, huyendo
de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia y de la ceguera de
los hombres olvidados de la purificación por sus antiguos pecados, liberándonos
así del pecado para ser felices –pues en la Palabra nos vemos como en un
espejo, sin olvidarnos de cómo somos, poniendo freno a la propia lengua y sin
engañar al propio corazón (Mt. 5.17; Jn. 13.17).[4] Pero
la ley es rigurosa, pues quien falta a un precepto se hace reo de todos o inmisericorde;
mientras que la verdadera sabiduría, que viene de lo alto, se caracteriza por
ser mansa, indulgente, pura, pacífica, dócil, llena de misericordia y de buenos
frutos, imparcial, sin hipocresía y sobreabundante en paz.[5]
32.5.- No queda así
sino volver al examen de la doble naturaleza del hombre y de su razón, por la
que tradicionalmente se le ha definido. Porque en el hombre se da una doble naturaleza:
mortal y espiritual o divina. Mezcla de un cuerpo material y mortal y de un
espíritu etéreo que tiende hacia Dios, pues el hombre está unido Él por
vínculos de parentesco.
De acuerdo con el hermetismo clásico, la
materia (hylé) al ser capaz de
engendrarlo todo, es capaz también de engendrar el mal. El hombre del pecado,
al estar atado a la parte inferior del alma, se infectaría así de las partes
males de la materia o de sus impulsos y tendencias concupiscentes y pecaminosas,
hinchándose de venenos e hiriendo al alma con pecados imborrables que al alargarse
por mucho tiempo adquieren más fuerza cada vez –alejándose así de la razón, de
la ciencia y del intelecto (nous o pneuma), ya sea por ignorancia, ya sea
por impericia, ligando así a los hombres a la vulgaridad, a la gran mayoría de
hombres donde reina la malicia. Siendo el remedio al pecado la ciencia y el
conocimiento del bien (ética): contemplar el plan divino, de acuerdo al cual ha
creado el mundo y al inteligencia, menospreciado los vicios de todo lo que es
materia, y poner remedio a ellos por vía de la humildad de su reconocimiento,
del arrepentimiento y su muchas veces dolorosa expiación; también mediante el
adorar piadosamente a Dios en la santidad de su espíritu –para que así los
dioses velen en lo alto con piadoso amor sobre los asuntos humanos, teniéndolos
bajo su custodia.
La explicación tradicional de todo ello es
que el hombre fue creado de la parte no pura de la naturaleza, estando los
vicios de la materia firmemente arraigados en los cuerpos de los hombres –por
lo que también se dice que el hombre está hecho de mala madera-, a lo que
habría que agregar los vicios propios del alimento y las bebidas. Así, los
bajos deseos de la concupiscencia y demás vicios del alma, encontrarían su
depósito o reservorio en el corazón humano, que es de donde nace la avaricia,
la mezquindad, la envidia, los celos, la hipocresía y la malicia. Así, el
corazón humano es representado como una higuera que no produce higos, como una
vid que no produce uvas, como un olivo que no da aceitunas; que da una agua
amarga o que es salada, producto de la sabiduría natural, tenebrosa y
demoniaca, o de la envidia, que miente contra la verdad, o de la jactanciosa
ambición, que engendra las fanfarronerías y las balandronadas y donde hay
descontento y toda clase de maldad. Corazones negros, pues, que no pueden sino
engendrar guerras, contiendas discordias, deseos de placeres luchando contra si
en los miembros; codicias por no poseer; envidas por no poder; adulterios por
su amistad con el mundo; soberbia por su enemistad con Dios.
Reconociendo que el hombre es radicalmente
pecador (Rm. 1. 16-18; Ga. 3.22), hay que asentar también que los grandes
engaños o errores del alma en la vida serían los vicios, los placeres
perjudiciales, la envidia, el resentimiento que invierte los valores,
prohijados por no reconocer la parte divina que hay en el hombre en su nuda
esistenciariedad, o al tomar su esencia como pura historicidad, como pura
temporalidad vaciada de esencia; es decir; postulando al hombre como un ser
para la muerte.
32.6.- La parte
positiva del conocimiento de la verdad radica, por su parte, en el elemento
espiritual, sobrenatural y divino, cuya ciencia consiste en el desarrollo del
logos (palabra, razón) y de la inteligencia (del nous o soplo), gracias a los cuales el hombre pude rechazar lejos
de sí los vicios inherentes al cuerpo –guiado por la buena voluntad y el
impulso ascendente de tender hacia las regiones celes del alma. En tal ciencia
se registra, necesariamente, un proceso de purificación, cuyo fin es el logro
del alma piadosa que sólo se logra rechazando las tinieblas del cuerpo y
purificando la luz del espíritu para elegir la vida mejor que la muerte. Porque
el hombre, luego de experimentar el pecado, tiene el poder de arrojar de su
alma las tinieblas del error y adquirir la luz de la verdad –donde radica la
firme esperanza de la inmortalidad.
32.7.- Más allá del
problema de si el origen del mal se debe a las impurezas inherentes de la
materia o a la intervención de un demiurgo malvado, toca ahora hablar del
problema que plantea el libre albedrío en su relación a la Gracia divina. Puede
decirse que, superando la antigua querella, el libre albedrio se corresponde
enteramente con la Gracia divina. La Gracia consiste, efectivamente, en que
Dios escoge a los suyos, es decir, que elige a los hombres que desean la
salvación –pues es la Gracia la virtud divina potente para dar la vida, la
salvación, la eternidad a los hombres –o de retirarla, dando con ello la
muerte, la condenación eterna y la perdición. Sin embargo, no quiere decir ello
que el libre albedrio se oponga a la Gracia; sino, como repito, que se
corresponde a ella, pues Dios no está solo para escoger entre los hombres, sino
que el hombre también escoge libremente entre la vida eterna y la muerte,
escogiendo así la suerte que desea para su alma. Lo sorprendente en todo caso
así no es que Dios pueda decidir sobre la eternidad de unos y la perdición de
otros sino que haya hombres que libremente disponen de sí para elegir la
muerte.
[1] La
doctrina moderna del amor libre o e la “biofilia”, es sólo libre de responsabilidad,
por lo que es menos libre de todos y el
más engañoso, pues es sostenida por hombres que prometiendo libertad son
esclavos de pecado, dejando arrastra a las almas débiles por la concupiscencia
o por la tentación no de los cuerpos, dando como resultado las triste figuras conjugadas
del engañador y del libertino, del adúltero o del fornicario, cuyos corazones están
ejercitados en la codicia (2a Epístola de Pedro. 2.19 y sig.). Hijos de
maldición, pues, cuya felicidad es la oscuridad de las tinieblas, siendo por
tanto herejes, infames, disolutos, impíos, entretenidos en obras inicuas. Ver
Números 22.5. Engañadores que introducen encubiertamente herejías de perdición
y por tanto herejes, pues, en una palabra, que llevando los ojos llenos de
adulterio, contumaces de inmundicia, prometen una falsa libertad para liberarse de
la ley moral y de sus exigencias, siendo por tanto esclavos de corrupción, pues
quedan esclavos de aquello que los vence, atrapados por la impureza del mundo.
[2] Se
trataría así del conocimiento del verdadero valor del alma y de los misterios
de Dios –Padre y poder supremo que en su plenitud se deja conocer y es conocido
por los suyos, que es Padre de la totalidad, cuya voluntad se cumple en sus
propias potencias, que fundó a todas las criaturas por su nombre, cuya imagen
se nos ofrece en la entera naturaleza (aunque esa misma naturaleza no puede
reproducir su forma), poderosísimo más que todas las potencias, superior a
cualquier superexcelencia y mejor que todas las alabanzas; santo, santo, santo
e indefinible, incomprensible, nombrado sólo por el silencio reverente. Dios ha
sido así comparado por el hermetismo como el sol en el cielo, dispensador de
todos los bienes.
[3] En efecto,
está prescrito que quienes perseveren en el pecado no heredarán el reino de Dios.
Porque el pecado pude verse como rebelión y desobediencia de Dios, es decir,
como una ofensa a Dios (Salmo 51.6)o como vanidad: como amor de sí y desprecio
de Dios. Por lo quienes insisten en las obras de la carne no heredarán el reino
de Dios: es decir, la fornicación, la impureza, el libertinaje, la idolatría,
la hechicería, los odios, las discordias, los celos, las iras, las rencillas,
las divisiones, las disensiones y envidias, las embriagueces y las orgías (Ga.
5.19; Rm. 1.28; ICo. 6,9; Ef. 5.3; Col. 3.5: ITm. 1.9; 2Tm. 3.2). El pecado
puede definirse así como la palabra, acto o deseo contrarios a la ley de Dios. .
[4] Respecto a la lengua se ha dicho que es como el gobernalle de un barco,
difícil de controlar, pues todos caemos muchas veces al hablar por no refrenar
la lengua que gobierna al cuerpo; porque la lengua es como el fuego donde se
aloja un mundo de iniquidad y contamina todo el cuerpo al ser encendida por el
Gehena, pudiendo prender fuego a la rueda de la vida (al mundo creado). Nadie
ha podido domar la lengua, se dice también, pues es un mal turbulento lleno de
veneno mortífero. También que de lo que mana el corazón habla la lengua.
[5] Las virtudes
de la fe serían así la creencia, la templanza, el temor de Dios, el amor
fraterno y la caridad.
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