Hoy en día se tacha con furor a cualquier seguidor de lay
regia, de la ley de la libertad, de homófobo. Es un error. Un lamentable error.
Lo único cierto es que el cristiano considera que las relaciones degeneradas
son una torpeza, que el infractor se aleja del espíritu santo, que es movido
por el espíritu de la mundanidad, por esa sabiduría del mundo que tan
frecuentemente resulta demoníaca. O, dicho llanamente, que los homosexuales no irán
al cielo, que ofenden con su comportamiento al Eterno, que tal comportamiento
es pecaminoso. Por temores ya bimilenarios los afeminados, los homosexuales y
demás yerbas de olor han pasado en nuestro tiempo a la ofensiva, arguyendo una
modernidad, un laicismo, una secularización que no los exhibirá del juicio,
reprobatorio, por su conducta disoluta, o al menos permisiva, libertina. Dígase
lo que se diga, pero no misa, porque la Biblia es absolutamente clara a ese
respecto: por no adorar al Creador y adorar al hombre su corazón será
entenebrecido y recibirán en sus mismos cuerpos el castigo por sus desvaríos
-porque la desesperación de la condenación eterna, o de la aniquilación ab
integrum les prenderá una chispa, una chispa de inquietud, de temor
escatológico, hasta finalmente consumirse en las llamas de su propios deseos
invertidos, de sus propias malas acciones, y seducidos por el maligno,
dejándose llevar por el mal espíritu, correrán la suerte del siniestro,
ardiendo de ira, probablemente, y consumidos finalmente por la atroz
desesperación. Dígase, pues, lo que se quiera, pero las llaves de Pedro
seguramente no les abrirá las puertas del paraíso a los rebeldes.
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