martes, 20 de noviembre de 2012

Alberto Espinosa Viajemos…




   Viajar es necesario. Pero de hecho no solo se viaja en el espacio, sino también en el tiempo, en la historia, en el pasado registrado por la memoria humana: se puede viajar, por ejemplo, a la caída de la gran Tenochtitlán y asistir al momento grandioso en que Tezcatlipoca y su hediondo refrigerador de hígados pestilentes fue sustituido con las imágenes de la Virgen y San Cristóbal. Esta el viaje inane del turista, pero hay también los viajes de exploración, de cultura, de aventura, siendo excepcionales los viajes románticos tanto como los viajes de peregrinación -este importantísimo, sujeto a determinadas reglas, porque debe haber coincidencia entre la peregrinación exterior y la peregrinación que se lleva por dentro en un impulso auténtico de la persona de buscar el centro.
   Los viajes tienen un medio de trasporte y un fin; el medio de trasporte puede ser el libro, el viaje en el tiempo, el viaje psicológico a las regiones del alma humana, por caso en la ficción, que marcha en un cohete a estrellas lejanas, o por la lectura a la interioridad más recóndita de la persona -como sucede en el viaje al submundo mexicano de Juan Rulfo.
   El fin presupone el propósito del viajero: el de quien viaja por placer, para salir de sí y romper con la monotonía del trabajo de larvas, como en las costumbres mecanizadas de los europeos, que han instituido con holgura económica “el veranear”, pero que acaba o que se reduce igualmente a la figura del turista, degradada hasta coincidir con el lamentable spreen braker: el viaje para perderse, para disiparse. El fin puede ser, sin embargo, otro: el del conocimiento mismo: ir a la Madre Patria, para conocerse mejor a uno mismo, para ver ese fondo español que tenemos los mexicanos y que nos anima.
   Un viaje interesantísimo es el del exilado, el del exilado por motivos políticos, individual o colectivo, viajar para salvar el pellejo como quien dice, para buscar la verdadera patria, que es en mucho una patria interior, que es el caso del desterrado y el de las migraciones masivas –viaje que cambia la vida y afecta irremediable el destino.
  Otro tipo de viaje es el viaje familiar, el viaje a los orígenes, cuando alguien viaja a las tierra de los padres, que resulta algo incomparable,  porque entonces hay una serie de recuerdos, una especie de memoria que se reanima. Cuando viajo a Zacatecas, en lo personal me sucede eso; por ser de familia zacatecana, pues entonces reviva una parte de la memoria familiar y colectiva... los modos de hablar lejanos, el “pos puesn” que amarra un poco y tensa los músculos faciales;  o la visión de tal o cual callejón, tan español, tan pueblerino, o la sorpresa ante la figura de aquella dama que, no se sabe si la entrevimos en un sueño, o en otra vida en aquel balcón que se asoma; o el fantasma del poeta que pasa y que quisiera hablar, al que quisiéramos decirle algo, que estamos en la tasa de oro, que no ha muerto la otrora civilizadora del norte.
   Todo viaje se caracteriza por tener un trayecto y una meta. La duración del trayecto se puede casi   anular con los vehículos de trasporte modernos, cada vez vertiginosos, ir a Europa en dos meses por barco no puede ser lo mismo que hacerlo en avión en 12 horas, en 10,en 8, en 4, en 2 horas… pues el viaje queda así prácticamente anulado en cuanto trayecto, o la experiencia misma del trayecto se vuelve algo insustancial, como en todo lo moderno, definido si por algo por su aceleración. Pero puede aniquilarse también la meta, es el viajar por viajar, es el tomar el carro, y luego el avión y el carro y de nuevo el avión, como un satélite disparado donde se anulado taquicárdicamente tanto el viaje como la meta. Error todo ello, porque se viaja no solo para la meta, sino que en el canino, como en la vida, está la esencia del viajar; viajar por tren, por ejemplo, en un gabinete solipsista, que deja muchas horas para el recuerdo, para la meditación, para el examen de conciencia, de manera lenta, distinguida, donde se puede fumar un cigarrillo entre dos vagones sintiendo el frio de la madrugada y el viento, donde se va al restaurante movible del tren y con un filete mingón con setas  se puede leer parsimoniosamente las noticias periódicas del día anterior, donde al pasar por Aguascalientes dos hombres platican, sin poder escucharlos, revelando de modo silente la esencia de la conversación, de lo humano mismo, del logos que diferencia al animal humano, hasta llegar por fin a divisar el crestón de la meseta, la corona encallada, el corcel que se encabrita… y llegar al destino final: a las dos estaciones que tiene Zacatecas:  la del frio salubre e invernal que aprieta las mandíbulas y la de trenes -porque en Zacatecas sólo hay esas dos estaciones.   



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