Viajar es
necesario. Pero de hecho no solo se viaja en el espacio, sino también en el
tiempo, en la historia, en el pasado registrado por la memoria humana: se puede
viajar, por ejemplo, a la caída de la gran Tenochtitlán y asistir al momento
grandioso en que Tezcatlipoca y su hediondo refrigerador de hígados pestilentes
fue sustituido con las imágenes de la Virgen y San Cristóbal. Esta el viaje
inane del turista, pero hay también los viajes de exploración, de cultura, de
aventura, siendo excepcionales los viajes románticos tanto como los viajes de
peregrinación -este importantísimo, sujeto a determinadas reglas, porque debe
haber coincidencia entre la peregrinación exterior y la peregrinación que se
lleva por dentro en un impulso auténtico de la persona de buscar el centro.
Los viajes tienen un medio de trasporte y un
fin; el medio de trasporte puede ser el libro, el viaje en el tiempo, el viaje
psicológico a las regiones del alma humana, por caso en la ficción, que marcha
en un cohete a estrellas lejanas, o por la lectura a la interioridad más
recóndita de la persona -como sucede en el viaje al submundo mexicano de Juan
Rulfo.
El fin presupone el propósito del viajero:
el de quien viaja por placer, para salir de sí y romper con la monotonía del
trabajo de larvas, como en las costumbres mecanizadas de los europeos, que han
instituido con holgura económica “el veranear”, pero que acaba o que se reduce
igualmente a la figura del turista, degradada hasta coincidir con el lamentable
spreen braker: el viaje para perderse, para disiparse. El fin puede ser, sin
embargo, otro: el del conocimiento mismo: ir a la Madre Patria, para conocerse
mejor a uno mismo, para ver ese fondo español que tenemos los mexicanos y que
nos anima.
Un viaje
interesantísimo es el del exilado, el del exilado por motivos políticos,
individual o colectivo, viajar para salvar el pellejo como quien dice, para
buscar la verdadera patria, que es en mucho una patria interior, que es el caso
del desterrado y el de las migraciones masivas –viaje que cambia la vida y
afecta irremediable el destino.
Otro tipo de viaje es el viaje familiar, el viaje a los orígenes, cuando
alguien viaja a las tierra de los padres, que resulta algo incomparable, porque entonces hay una serie de recuerdos,
una especie de memoria que se reanima. Cuando viajo a Zacatecas, en lo personal
me sucede eso; por ser de familia zacatecana, pues entonces reviva una parte de
la memoria familiar y colectiva... los modos de hablar lejanos, el “pos puesn”
que amarra un poco y tensa los músculos faciales; o la visión de tal o cual callejón, tan
español, tan pueblerino, o la sorpresa ante la figura de aquella dama que, no
se sabe si la entrevimos en un sueño, o en otra vida en aquel balcón que se
asoma; o el fantasma del poeta que pasa y que quisiera hablar, al que quisiéramos
decirle algo, que estamos en la tasa de oro, que no ha muerto la otrora
civilizadora del norte.
Todo viaje se caracteriza por tener un trayecto y una meta. La duración
del trayecto se puede casi anular con
los vehículos de trasporte modernos, cada vez vertiginosos, ir a Europa en dos
meses por barco no puede ser lo mismo que hacerlo en avión en 12 horas, en
10,en 8, en 4, en 2 horas… pues el viaje queda así prácticamente anulado en
cuanto trayecto, o la experiencia misma del trayecto se vuelve algo insustancial,
como en todo lo moderno, definido si por algo por su aceleración. Pero puede
aniquilarse también la meta, es el viajar por viajar, es el tomar el carro, y
luego el avión y el carro y de nuevo el avión, como un satélite disparado donde
se anulado taquicárdicamente tanto el viaje como la meta. Error todo ello,
porque se viaja no solo para la meta, sino que en el canino, como en la vida,
está la esencia del viajar; viajar por tren, por ejemplo, en un gabinete
solipsista, que deja muchas horas para el recuerdo, para la meditación, para el
examen de conciencia, de manera lenta, distinguida, donde se puede fumar un
cigarrillo entre dos vagones sintiendo el frio de la madrugada y el viento,
donde se va al restaurante movible del tren y con un filete mingón con setas se puede leer parsimoniosamente las noticias
periódicas del día anterior, donde al pasar por Aguascalientes dos hombres
platican, sin poder escucharlos, revelando de modo silente la esencia de la
conversación, de lo humano mismo, del logos que diferencia al animal humano,
hasta llegar por fin a divisar el crestón de la meseta, la corona encallada, el
corcel que se encabrita… y llegar al destino final: a las dos estaciones que
tiene Zacatecas: la del frio salubre e
invernal que aprieta las mandíbulas y la de trenes -porque en Zacatecas sólo
hay esas dos estaciones.
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