El egoísmo empieza a ser pernicioso cuando
empieza a envidiar, aunque todavía no odie, o cuando se siente seguro en su
terreno y empieza a ser arrogante y quiere hacerse “visible” para figurar, o
cuando se autoconfiere en una categoría absoluta que lo pone en un sitio
aparte, concibiéndose a si mismo como un “elegido” o como un ser de excepción.
Porque es desde esas posiciones que se empiezan a desear cosas para las que no
hay motivo que le sean dadas o conferidas, y cuando consecuentemente se
empiezan a codiciar los méritos, categorías o dones de otros; es también el
lugar desde donde se empieza a odiar con rencor corrosivo a quienes tienen esas
cosas que envidia, porque justamente no le son conferidas o no son suyas.
La jerarquía, signo distintivo del mundo del
valor, se borra entonces para dar lugar a la desmesura y a la indistinción,
para las cuales las magnitudes son relativas al sujeto, medida de todas las cosas,
quien pasa así a obliterarlas, cayendo de barriga en la resbaladilla jabonosa
del subjetivismo, haciendo depender entonces el bien y el mal de factores
personales o contingentes. Como cuando el amante dice; si me amas, eres el
bien; si no me amas, eres el mal. Sociológicamente, políticamente, se reproduce
esa parcialidad del subjetivismo en la famosa “cargada”, que le apuesta a un
político por razón directa de cálculos salariales y posiciones de poder, y para
la cual el contrincante, el adversario es el encarnación misma de los males del
mundo, mientras que la figura influyente en tal psicología se convierte prácticamente
en un ser sobrenatural o en un santón preclaro y repleto de méritos, llámese
Perón, el General Cárdenas, López Obrador o el demagogo en turno. Así, se hace
depender de factores enteramente subjetivos no sólo el bien y el mal, sino
también el amor y el odio.
Se trata de un simpe paso, pero de un salto
mortal, de quien no se conforma con el propio escenario, con el propio papel de
espectador y quiere de improviso quiere también subir de alguna manera al foro
para ser aplaudido, aunque lo haga trastabillando y tartamudee al tomar la
palabra, que si la tomara la tomará toda para sí dejando en la mudez a sus
hermanos; es también el espectador que aplaude a la primera estrella cuando lo
mira y se fija en él, pero cuando no lo mira deja, ufano, de aplaudir; o de
quien se tira al ruedo para gritarle al público taurófilo que no, que se
equivocan, que el torero es un asesino vestido de homosexual perpetuando una
costumbre bárbara: es también el caso de quien se siente fuerte en su propio
terreno, seguro de si mismo en su mullido sillón, y desde ahí se pone a
descalificarlo todo y ofender a medio mundo; o, por último, el que se lanza a
la bartola para dragonearla de “poeta” por el mundo, sin saber una palabra de
prosodia o de versificación y sin el menor oficio, o de quien se hace llamar “filósofo”
en su oficina, tal vez porque de joven leía a Nietzsche junto con Herman Hesse en el astroso local oscuro que los porros habían negociado con el director de la preparatoria, sin tener luego la menor idea de su historia, ni de los misterios más
elementales de la esquiva disciplina.
Error todo ello, porque no es lo mismo el
que desea, que el codicia algo; como no es igual ser escuchado para ser
comprendido que ser escuchado para ser obedecido; ni la misma cosa hablar para
decir algo a alguien, que hablar para que los demás se callen. Porque son
posiciones radicalmente distantes la de quien quiere la verdad y es por ello el
guardián de su sitio, que quien la espía para tomar su puesto o para darle
caza.
Los hombres que dicen: ¿Y por qué no yo,
porque no también yo?, están generalmente equivocados. Frecuentemente obtendrán
lo que desean, pero estará muerto o no será nada –que es el castigo que reciben
todos los ambiciosos. Porque en el arte buscarán no el valor de la
participación, sino el del éxito; buscarán tener la verdad, pero aprisionándola
mediante algún dogma establecido o una puerilidad cínica y desafiante. Tendrán
entonces el puesto de aquello que codician, pero no podrán expresarlo, siendo
por ello insatisfechos crónicos que a lo que aspiran en realidad es a la muerte
–mudos, irresponsables, que como los artistas vanguardistas apuestan por
aquello que nos tiene, que nos tienta, volviéndose huérfanos de aquello de
donde somos y a lo que no pueden hablar, no pudiendo, en general, responder de frente
a nada.
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