I
El
tema fabuloso axiológico del valor no es otro en su médula que el del reconocimiento
de su existencia ideal –y por tanto el de su encarnación e instrumentación en
los bienes que conllevan a la plena
realización de las potencialidades del hombre y por tanto de su felicidad.
Porque si alguna cosa hay que aprender en la casa del espíritu, es que la
humanidad se forja a partir del levantamiento, de la superación de los rasgos
que nos hacen participar de lo zoológico. Porque en el logos, que es diálogo y voluntad de entendimiento, se encuentra el plano
superior que execra los sitios donde impera la voluntad de hostilidad viciada
por los intereses, donde el hombre se aliena en la triste posibilidad de ser el
enemigo, más o menos encubierto, del hombre y por lo tanto de si mismo. La investigación del mundo ideal del valor y
de su realización cabal tiene como condición de posibilidad el liberalismo: el
deber de preservar el derecho a la libre de expresión, investigación y
pensamiento, que son las bases del propio perfeccionamiento, ensanchando el
diálogo entendido en lo que tiene, no de adoctrinamiento, de reducción de la
mentalidad del otro a la de uno, sino de intercambio de ideas, limitándose así
a combatir la idea sólo con la idea y abriendo la puerta a la realización de
los valores.
II
El reino de los valores se extienden a lo
largo y ancho del alma humana y de sus acciones más fecundas, estableciendo con
ellos tres poderosas corrientes de la comunicación humana para destacar la
carga de interés de lo real, del reconocimiento de su ser sustancialmente interesante.
La deseabilidad de lo real, su carga de
interés, encuentra un primer estrato de valor
en la riqueza, que es el plano donde se establece una comunicación con el mundo
exterior. Pero el valor económico no agota el mundo del valor, pues no todo
deseo es deseo de apropiación –o de desapropiación o enajenación, pues no todos los bienes son bienes de
consumo.
Por lo contrario, en los intercambios de la
comunicación humana los bienes más importantes y deseables son los que realizan
los valores que podemos llamar de “participación”.
El hombre tiene también un interés fundamental en el Eros, entendido como el
deseo de comunicación con los otros seres humanos en todo tipo de alianzas,
complicidades, amistades, fraternidades, simpatías y afectos.
Pero hay algo más, que es lo enteramente exclusivo
del hombre: el valor del espíritu, pues sólo al hombre se le ha otorgado la
posibilidad de comunicarse más allá de los coetáneos, con los disetáneos o
distante, con los ancestros y antepasados, con lo muertos venerables y. al
través de ellos con la especie en cuanto tal. Se trata entonces de una comunicación con el ser humano
visto bajo el lente del espíritu, como especie o humanidad, justamente por
medio del lenguaje y de la historia.
Eros, riqueza y espíritu constituyen efectivamente
las tres grandes vertientes de la comunicación humana y al hacer constituyen
también el orbe expresivo del hombre como un mundo moral –porque el valor de lo
real es para el hombre su significación moral, entendiendo “mores” en lo que
tiene para el ser humano de habitante del mundo y morador de un espacio
compartido.
El espíritu, inextricablemente unido a los
lenguajes y a la historia, concentra y decanta la significación moral, por el a
priori mismo de su existencia, que es en un sentido rigurosísimo la instancia
ante la cual ha de justificarse. El hombre, el ser menesteroso de
justificación, encuentra así en toda comunicación humana, sea económica,
erótica o espiritual, una comunicación histórica que es lenguaje y cifra en el
tiempo, es decir, valoración espiritual (el tribunal de la historia visto como
testigo de lo humano).
III
Los valores aparecen realizados en objetos o
acciones a los que llamamos bienes: belleza, sabiduría, progreso, justicia,
buena vecindad, fraternidad. Porque los valores son fuente y manantial del
sentido de lo humano, aros que guían nuestras acciones para al saltar por en
medio de ellos realizar los anhelos sociales e individuales de la especie bajo
el cristal iluminante del espíritu. Es por ello que el valor aparece siempre
como sentido constituyente, como evidencia: fuente que brinda la posibilidad
interminable e indeterminada de volver al manantial y recuperar con ello el
sentido de los bienes para rearticular su contenido.
La vida aparece entonces como un campo de
valores y como un horizonte que permite en su realización recuperar el sentido.
Porque sólo una vida que se desarrolla en un campo de valores tiene sentido, inscribiéndose
en el fluido manantial de lo humano, de la humanidad.
Porque de lo que se trata, en efecto, es de
algo más: del amor entusiasta y del respeto por todo espíritu, por toda
criatura, tratándola como un fin en si misma y no como medio; se trata del goce
por la pluralidad del mundo y por la simple existencia ajena, también del amor
y del respeto por el torbellino envolvente en que ideas e ideales encarnan en la
persona; se trata del superávit de besos
y de la ganga de de afectos con que la vida se regala,
Así, lejos del valor colectivo reducido a
masa que se inclina por la pendiente de la voluntad de poder y dominación, el
cual exige no la identificación de uno con los otros, sino de los demás a uno
–subterfugio por el cual el hombre de dominación se sobrepone a los demás, empobreciendo
con tal identificación la realidad humana y en general-, queda la tarea de siempre
enarbolar el valor del liberalismo absoluto en el orden del espíritu,
respetando con ello todas las diferencias y divergencias ideológicas entre los
hombres, entre los pueblos y las culturas, superando con ello el espíritu adversario
y el del dogma y abriendo las puertas a la ciudad humana, al sitio del
humanismo visto en lo que tiene de especial refinamiento de la especie que
tiende a la espiritualidad pura, angélica, suprazoológica, y cuya expresión de
respeto al prójimo dialécticamente presupone solidariamente el respeto del
prójimo, así como el amor y el deseo del otro es a la vez deseo de amor y ser
deseado.
El valor del espíritu es así el interés de la historia del hombre, de sus lenguajes y de su entendimiento. Porque el hombre, lejos de luchar por alcanzar sólo el progreso material o el valor económico (derivado de la apremiante necesidad del hombre o de lo que le falta), se afana también por conservar lo que tiene, su tradición y la fidelidad a su pueblo, a su pertenencia a la tierra, de donde se deriva también la grandeza de sus orígenes –por ello esa tarea de la tradición consiste en mucho en preservar y rescatar lo que alguna vez fue suyo o lo que tuvo, al través del recuerdo, del recuento o la nostalgia, pues aún en el exilio de los años o en la desgracia del camino lleva con él los harapos de su señorío y no olvida la ley por la que fuimos hechos.
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