II.- La Revuelta de las Ideologías: Romanticismo y
Vanguardia
(Segunda Parte)
“Nadie atrás, nadie adelante.
Se ha cerrado el
camino
que abrieron los
antiguos.
Y el otro, ancho
y fácil, de todos,
no va a ninguna
parte.
Estoy solo y me
abro paso.”
Dharmakirti (La
Tradición)
IV
Una cultura viva no es otra cosa que una sucesión temporal de temas,
mayores y menores, y de problemas centrales que las generaciones de un grupo
humano van decantando para lograrlos articular jerárquicamente, al ir ocupando
repetidamente su atención y sus preocupaciones. El papel de Octavio Paz como
pensador independiente, nada complaciente con el poder en turno, fue en mucho
dar relieve, poner en claro e insistir en esos temas y problemas, arrojando
sobre ellos una mirada crítica y lúcida, la cual no está carente de su grano de
sal –grano que no dejó de irritar e incuso de disolver a algunos seres que
medran por lo bajo, entre las tupidas enredaderas de la academia y de la burocracia oficial. Para entender la aguda crisis de la modernidad por la que
atravesó el mismo como hombre y a nuestra cultura, el poeta y diplomático
universal se sirvió, como sus herramientas hermenéuticas privilegiadas, del
arte y de la literatura no menos que de la reflexión sobre su experiencia viva,
para ayudar con ello a que creciéramos los mexicanos como sociedad. Sus temas,
variados, obedecen sin embargo a una preocupación central: la de la paradójica
confección histórica del hombre moderno, pues sobre los adelantos del progreso
que lo encumbran, pesa y gravita todo el tiempo una severa decadencia y deuda
moral que, en algunas ocasiones, urgió al poeta, hasta hacerlo expresar
convencido: “el tiempo es el error”.
“El tiempo es el mal
el instante es la caída
amar es despeñarse
caer interminablemente
nuestra pareja es nuestro abismo
el abrazo: jeroglífico de la duración
lascivia: máscara de la muerte”
(Fragmento. “Cantata a Solas”)
V
Vivimos una extraña época: la del ocaso de una visión del mundo y el
hombre llamada ambiguamente “modernidad”. En ella hemos asistido a lo que no
sin razón se ha llamado la “revuelta del futuro”, que al desarrollar las semillas que llevaba en su
seno se han revelado como preñadas de agitación, de desarreglo y de desorden,
pues su desarrollo infausto se ha manifestado como una especie de descenso al
caos, caracterizado por la confusión de las clases y de los valores, también
por la disolución de todas las distinciones, lo mismo en la masa informe que en
el pensamiento y la filosofía. Paso, pues, y paso mortal, a la barbarie y a la
salvajería sin ley, donde la civilización explora muestra su reverso: no la
institución de las jerarquías, creadora de las necesarias jerarquías entre los
hombres, sino el retorno al estado de confusión originaria de lo indistinto, de
lo relativo y de lo particular –y todo ello en nombre de la naturaleza e
incluso de la igualdad.
Ante tal panorama ha surgido como impulso generoso en el hombre el de la
resistencia, ante un estado de cosas no solamente injusto, sino más
dolorosamente aún, confuso , incluso degradado, que por muy existencialista que
sea, meramente de hecho, ha perdido sin embargo su razón de ser. La resistencia
a una visión errada de la realidad no siempre ha dado el paso necesario que
debe seguir a la negación, que es la conciencia, para abrirse a la recuperación
de los valores, motores de la acción sensata, o al rescate del sentido: a la
contemplación del momento detenido en el que se da la reconciliación de lo
eterno con la existencia; a la aceptación del amor y de la fraternidad; a la
actitud activa de verdadero interés social por el otro; o ponerse de acuerdo de
una buena vez con uno mismo y con los otros en el levantamiento de una
auténtica comunidad de fe trascendente -en la que sea posible distanciarse de
lo que está cercano; percibir la hipocresía de los afectos y la premeditación
de lo espontáneo como lo que en realidad son: la excepción, es decir, la
particularidad: o mejor, lo que está distante de la vida; donde poder sentir la
miseria de lo alto y la dignidad de lo que está caído y poder también amar a
nuestro enemigo, resistiendo sin aspavientos a los engaños de la ilusión.
No siempre, decía, ha sido así. Porque muchas veces ha faltado a los
hombres de nuestra época la reflexión profunda, para poder someter a ley el
particularismo y la excepción, que es lo único que podría enseñarnos a ver no
sólo las micelaneas tentaciones del tiempo moderno sino, sobre todo, la más
devastadora de todas ellas: el hecho de que el hombre lleva dentro de sí al
enemigo del hombre, al lobo del hombre y al demonio de sí mismo. Percibir,
pues, el fenómeno de la doblez y de la escisión del hombre, donde se fragua la
desintegración del individuo en la triple ruptura: del hombre moderno con el
cosmos, con los otros y consigo mismo.
Uno de los rasgos más pronunciados de lo moderno ha sido su incurable
amor por la apariencia; al grado de rendir culto a los dobles, mágicos, de las
cosas; no la fidelidad a la religión y a sus preceptos, sino la fascinación por
las místicas inferiores, degradadas; no el amor por el arte, sino por algunas
de sus subformas híbridas, a partir de las cuales se puede creer que cualquiera
puede ser artista o que el arte puede ser descubierto por el alma de
cualquiera; no el cumplimiento de una libertad responsable, ascendente, que nos
obliga, sino la creencia en la dignidad y la libertad de todo el mundo:
indistinción populista, pues, que llanamente afirma que todas las opiniones son
igualmente respetables, anulando con ello el concepto, junto con aquellas
actitudes que se siguen ante un hombre superior y elevado, digno por ello de
veneración; también creencia en una libertad que es tan sólo un simple derecho
de paso y no el esfuerzo por conquistar y poseer un valor, al que se obedece y
que por tanto por eso mismo se defiende.
La modernidad puede verse así como la historia de un inmensa frivolidad
conducente a error descomunal: el del amor a las formas y a las ideas mezcladas
inextricablemente de tiempo, con el tiempo (razón histórica), para hacer
descender las más altas emociones –de libertad, de heroísmo, de belleza, de
justicia y amor-, a los niveles más bajos de la existencia, hasta convertir la
misma dignidad y naturaleza propia del hombre en no más que primera naturaleza
dada, encadenado a la más instintiva espontaneidad o a las más primitivas de
las reacciones (razón vital);
transformando por consiguiente el orden en ciega obediencia a la materia
o a la tiranía de las pasiones; en todo lo cual puede verse una retrogradación
en el hombre hacia la participación con los niveles más bajos y gregarios de la
animalidad. Porque nota inequívoca de la modernidad triunfante y tecnológica es
comparar lo humano con todo aquello que le es inferior, derivando el espíritu
de la materia y las más nobles emociones de los más bajos instintos y
tendencias.
VI
Lo que se requiere así es entonces una “razón demetérica”, que sería
mejor llamar “romántica”, potente para criticar tanto a la razón vital como a
la razón histórica; o si se prefiere, una razón impregnada del espíritu de lo
clásico para ahondarlo, pues lo clásico, que es siempre una crítica radical,
una crítica a fondo y que por ello llega a los fundamentos, no se basa nunca en
la novedad, sino en la necesidad de la renovación del espíritu. Me explico:
habría así un clasicismo moderno, y tal es el verdadero romanticismo –aunque el
romanticismo, puede doblarse, falsificarse, habiendo por ello una dualidad en
el arte –derivada, a fin de cuentas, de la dualidad que hay en lo humano.
Falsamente se ha identificado lo romántico con lo moderno y hasta con lo
revolucionario, creándose en tal mezcla con la historia, el tiempo y el
presente extraños compromisos más que ontológicos (con el ser), meontológicos
(con la nada).
Un primer equívoco está en ligar el romanticismo a los sentimientos
históricos inmediatos, intentando fundarlo en el concepto moderno de
“originalidad”, es decir, en una idea del progreso y del determinismo
histórico, para las cuales a cada tiempo lo acompaña una expresión necesaria,
fatal, de su espíritu histórico, la cual corresponde a un desenvolvimiento
mecánico, gradual y sucesivo, en una escala supuestamente ascendente. Tal
concepción desembocó en la frivolidad de las vanguardias: en una serie ininterrumpida
de revoluciones que se iban anulando a sí mismas, que o iban dejando de serlo
para ser sustituidas por otras, o que simplemente a su vez se convertían en
tradición. Tal es el destino del arte histórico (las vanguardias) y de la razón
histórica misma: ser aquello lógicamente posterior cronológicamente en la
historia del pensamiento o del arte; y ser a la vez lo que mejor expresa a lo
presente en su presente (presentismo). Razón y arte cuyo valor de
“originalidad” radica en ponerse a “la altura del tiempo”, siguiendo su paso
acelerado, su velocidad vertiginosa –precipitándose así insensiblemente en la
caída (Picasso, Sartre).
Al pensamiento romántico también se le ha querido defraudar, falsificándolo
por medio de empujones para sacarlo de
su propio centro, al interpretarlo como un movimiento fundamentalmente
irracional, que da prioridad al sentimiento sobre el pensamiento, volviéndolo
así apenas una elaboración sofisticada del vitalismo vulgar o del sentimiento
huero de lo cursi, como una falsa vindicación de lo raro o de lo particular
(cinismo, hedonismo). Así, su destino no puede ser otro que el de la traición
de la vida o el de la traición a la vida: ya renunciado al arte recurriendo
orgullosamente solo al significante, a lo meramente artístico (esteticismo,
arte abstracto), sin preocuparse por el contenido; ya soliviantando un arte
social y comprometido con el tiempo, absorbido por sus valores pasajeros, es
decir, por lo que perece y cambia (ilustración). En ambos casos, el pensamiento
y el arte aparecen como parciales, fragmentarios, pero, sobre todo, como
parcos, concluyendo en un balbuceo falto de desarrollo.
Por lo contrario, el verdadero romanticismo se presenta más bien como un
clasicismo moderno; que ni busca la novedad en sí, sino en dado caso la
excepción, lo otro, lo raro, ya para que forme parte de la ley cuando puede ser
reivindicado; ya para encontrar, si no su norma, cuando no puede ser sometido a
valor universal, cuando menos sus ritmos poderosos y orgánicos, que explicarían
así la otra cara, tentadora y fascinante, del sacrifico: la autodestrucción de
la humillación o de la frustración, pasando revista entonces a los impulsos que llevan a las almas a perderse en
un absoluto o en un paraíso artificiales de naturaleza esencialmente tóxica
(que van de las utopías históricas a las doctrinas tecnológicas, y de ahí a los
barbitúricos). Porque en dado caso lo
que define al hombre romántico y al moderno espíritu del clasicismo es el rigor
de la crítica, al estar interesado como su tema central en la interioridad
infinita de la persona –de ahí la recurrencia en los temas, mayores y menores,
que vuelven siempre en el arte y el pensamiento moderno verdadero, como son la preocupación
por el símbolo y por la hermenéutica de la analogía.
La época moderna, llevada y manipulada por los delgados hilos de la
novedad, se ha perdido así en las apariencias, en las ilusiones que pronto se
marchitan o en los desfiladeros de los deseos abismados por sus fantasías.
Presa de la rivalidad interna que tiene su cita dentro del hombre mismo, han
prevalecido los poderes oscuros del alma inferior sobre los luminosos, más
reposados, sociales y espirituales, del alma superior –pues el impuso, el
instinto, la tendencia, según piensan, es lo menos valioso pero la más potente,
mientras que por más que sea el espíritu lo más valioso resulta lo más
vulnerable y lo más débil. Es por ello que la actitud del más fuerte siempre ha
sido la de no hablar, la de no dar razones de sus actos, renuente siempre a la
debilidad del diálogo y a la fisura de la comunicación; erguido en su ser
compacto y sin fisuras, el ídolo moderno puede dar así el denso espectáculo de
la fuerza, no puede en cambio darnos la fuerza misma, sino solo fundar sobre el
silencio la desgracia de los que se arrojan a sus pies para adorarlo.
Cada época se desmaya de amor por su apariencia –sobre todo la nuestra,
por ser acaso la más alejada de la verdad y, por tanto, de la reflexión y de la
ética. Nuestro tiempo, en efecto, está marcado por gustos cada vez más pasajeros
y superficiales, y cada vez más instantáneos; el sentimiento de la verdad, si
no ha desaparecido, en el mejor de los casos se ha vuelto ligero y, cuando no,
decididamente desfavorable –ya se refugie en la locura gregaria del
convencionalismo, ya se apertreche en las fingidas certidumbres de la ciencia,
no fundadas en razón, sino en el deseo de acallar a otras voces, para
convertirlas en el silencio en sus esclavas.