III.- La Revuelta de las Ideologías: Enajenación e
Ideología
(Tercera Parte)
“No saben por donde es camina a la paz;
tortuosos son
sus caminos;
van por sederos
extraviados,
y quienquiera
que va por ahí
no encuentra la
paz.”
Isaías 59. 8
VI
Carácter dominante de la edad contemporánea y nuestra es el estar la
vida de los seres humanos dominada por el alma inferior, determinada por sus
impulsos, instintos y tendencias, ajena y sin poder participar, sin poder
propiamente entrar, en la vida del espíritu -a la que incluso se le desdeña en
alardes de lumpen-proletario, celebrados tanto por el vulgo como la
institución. Estado que revela mejor que nada el peligro del ser humano, que es
dejar de ser, en el cultivo de los oficios y las humanidades, de dejar de ser
un “ser que hacerse” en el desarrollo y refinamiento de su esencia, para
convertirse, ayuno de tradición, en animal de “ser dado”, en mona de seda o en
orangután parlante. Ser abierto a la posibilidad, el hombre, al ir en su marcha
histórica hacia un extremo de las posibilidades del ser que lo constituye, el
de la rebeldía y la excentricidad de la libertad descendente, ha probado el
amargo fruto de la escisión de su ser, contaminado de nihilismo, de sórdido
vacío y de abrazada muerte. A todo ello hay que sumar el agudo fenómeno, tanto
por su intención como por su extensión, de la enajenación –que es el dato más
sobresaliente tocado por la filosofía de nuestra edad, llámese igual anarquía
de la voluntad que neurosis o endiablamiento.
Uno de los rasgos sobresalientes de ese síndrome, de ese síntoma de
nuestra altura histórica, es la ciega pasión por lo indefinido, por lo
indeterminado (apeirón), relacionada con una actitud nominalista, donde el
signo flota suelto y sin participación para ser usado de manera caprichosa, en
una especie de parálisis de los signos en rotación y de las significaciones,
que giran solos en ausencia del mundo, y que convencionalmente validan el no
comprometerse, el no ser responsable, donde se clausura la acción concreta, en
un desear condicionado por los subjuntivos que se resuelve en un mero
“desearía” de brazos caídos, en un mero poder hacer –pero que no se hace-, que
frecuentemente toma la forma de un muy adelgazado esteticismo a-práctico.
Para ver en qué momento la gravedad del
espíritu es sustituida por la ligereza de la vanidad, de la frivolidad, del
capricho o de la conveniencia personal -incohantes de la exclusión, el
resentimiento o el odio-, el pensamiento actual se ha servido a grandes
cucharadas de la voz “ideología”; concepto empleado como herramienta útil para
dar cuenta tanto de un fondo nativo de vagas creencias que determinan las
actitudes prácticas de la persona, como del fenómeno sólito y tan actual de la
enajenación. Es a partir de ese segundo concepto de ideología, que va de la
mano del concepto de enajenación, que se ha desarrollado lo que puede llamarse
la “razón daemetérica”: consistente en el dar razón de lo irracional que hay en
el hombre, no tanto por razones de la razón pura, sino por el análisis de los
motivos subyacentes de la voluntad –enmarcados en una especie de “neurosis”
social e históricamente condicionada, descrita por Kierkegaard como una doble
presión, histórica y generacional, causada por la acumulación de la
pecaminosidad, es decir, por el peso y el pesar del tiempo, que vende al hombre
por la fatiga misma de los años, y cuyos efectos no serían otros que los de una
especie de enfermedad del espíritu, propia de las edades de decadencia moral,
consistente en la pérdida ya psico-somática, ya pneumática, de la libertad.
Características todas ellas que han llevado en nuestro tiempo a la elección
masiva de pobres filosofías, de baja estofa, proletarizantes del espíritu,
positivistas, materialistas, pues dependiendo del hombre que se es, la
filosofía que se elige -poniendo de manifiesto por su lado más negativo que las
filosofías, a fin de cuentas, no se eligen o dejan de elegir sino por motivos
irracionales de la voluntad.
Mundo, pues, de rebeldes aplaudidos, donde se solicita la excepción de
la norma y se aplaude la disidencia, que ha desembocado en un universal “non serviam” guiado por el imperativo
“original” de no ser como los demás, pero ha terminado a fin de cuentas por
establecer un redil compuesto todo él de ovejas negras.
VII
Lo que mejor caracteriza entonces a tales ideologías es, en principio,
no ser del todo conscientes de si, con lo que bien a bien no pueden ser del
todo filosofías; en segundo lugar, su tendencia a repetir ciertos filosofemas,
agnósticos, descreídos del espíritu, muy particularmente existencialistas,
potenciando con ello un exacerbado subjetivismo de la posibilidad y también de
la desesperación, de la angustia, de la inquietud ontológica del ser humano
inmerso ya en las redes meontológicas del anhelo egoísta de una “vida más vida”
o del “ser para la muerte”.
Así, ante la ideología, no queda sin buscar su razón de ser, su “razón
demetérica”, que lleva a la enajenación, a la ausencia de ser, a la insensata
cerrazón, a la escisión de si, de la comunidad y del universo. Tal razón no
puede entonces sino buscarse en la misma causa que produce el mal: en renegar
de Dios, en alejarse de sus caminos y ser infieles, siendo por tanto entregados
a sus pasiones más bajas, en una clara retrogradación del home haca la
animalidad, que lo despoja de vida íntima, dejándolo vacío y si verdadera
intimidad alguna. Hombres insensatos,
pues, que se burlan y sacan la lengua a los valores, que confían en naderías
dándole el pomposo nombre de “futuro”, destilando sus labios falsedad y su boa
perfidia; falsificando la palabra, que entonces deja de ser puente para
convertirse pozo, en trampa, en jaula
inversa que intenta encontrar siempre en falta al hombre.
Ideología ella misma rebelde, pues, que hace concebir palabras de mentiras
y ennegrecen los corazones, que falsifican la palabra trufándola de vulgaridad
soez o conspiración bellaca, agresión y guerra –infectando las leguas oprimidas
de quejidos de oso o de gemidos de pichones. Su “razón demetérica”, así, no
puede ser otra que la del pecado; pues sus fechorías los acusan en la misma
medida en que ellos son conscientes y saben de sus culpas e iniquidades
insensatas, carentes de valor, despojando a los otros de la aplicación del
derecho, o neutrales ante la injusticia e indiferentes todos a la acción
sensata.
Rechazo, pues, no sólo al racionalismo tradicional por desafección a la
razón, al logos salvador y a las esencias, que se pone del lado de las
filosofías irracionales, vitalistas o nihilistas, para quedar prendados del
devenir de tiempo, del viejo padre Cronos, que en la dialéctica de su devenir
todo lo devora, hasta quedar presos de las utopías cronológicas y sus
inmanentes promesas incumplibles de un paraíso puramente terrenal,
confinadamente egoísta y mezquinamente hedónico, donde incuso el “heroísmo”
queda achaparrado al tamaño de cualquiera.
Dos ídolos pueblan entonces el corazón de apostasía: por un lado, no la
idealidad, sino la idolatría del ego, resuelto en voraz narcisismo que reclama
todo para sí; forma particularmente aguda de solipsismo y del confinamiento,
presa en las redes del espejo abstracto del propio pensamiento que, a su vez,
deriva en un nuevo y trmible gregarismo (noscentrimo), de sociedades trabadas
por la oscura red de complicidades y beneficios materiales mutuos
(componendas). Por el otro, la idolatría por el tiempo que pasa, que va del
efímero instante y el ahora a la historia; no la voluntad contemplativa de lo
eterno derramada como la gota de agua en la diminuta cascada de la fuente o en
el tobogán de la hoja que la amaca, sino el tiempo sometido, súbdito del
capricho o de la particular voluntad hedonista; sobre todo, adoración al tiempo
histórico, donde la misma historia de la razón se convierte en la razón de la
historia –en una muy contradictoria “razón histórica”, pues, guiada por la
ciega voluntad de poderío, de hegemonía y expansión totalitaria, y cuyo único método tartamudo es el de la
negación, el de la dialéctica, en el despliegue de sus inacabables hibridismos
e interminables mutaciones de punta.
Dialéctica del rebelde, pues, que no puede hacer de la ideología una
filosofía o un pensamiento reflexivo y plenamente creativo, al carecer de
conciencia, reduciéndose a repetir un pequeño corpus de filosofemas, a manera
de consignas mecánicas, adoctrinadoras, como hace el activista social de
nulificada voz proyectando sus sobadas rimas mendicantes y la vez pagadas de sì
mismas mediante el embudo del aparato altoparlante.
Dialéctica del devenir, en efecto, que transforma la protesta del rebelde
en premiado conformismo convencional; rebelde vuelto revuelto, volteado que no
va de vuelta, sinop que va ya con la corriente rasurado de uñas y despojado de
dientes, prendido como un tierno mamón a las hinchadas ubres presupuestales:
engullido, asimilado, amaestrado, neutralizado. Porque el rebelde entonces, al
no aceptar su culpa, no puede reconocer por la autocrítica al enemigo interno
que lo sojuzga y esclaviza, impotente
por tanto para someter a su propio animal o a su demonio –por lo que
mejor se inventa n enemigo, fuer de sí, una ficción abstracta contra la cual
fingir el combate: una nación, una era histórica, una clase social a la que
acusar, volviéndose entonces adversario, negando también con ello la
fraternidad a los hermanos. Momento de enajenación ya destructiva consistente
en la posibilidad de volverse el enemigo.
El nuevo dios: el paganismo personalista de la propia existencia –en la
que cada rebelde, en la que cada demonio dice al otro: “non serviam” (no seré siervo) Su única verdad: lo que es de hecho…
pero sin razón de ser. Orbe de la tóxica desesperación íntima, de la
despersonalización gregaria también, donde de hecho lo que se vive es la
angustiosa separación de Dios y de todo lo sagrado, donde en la intermitente
distracción o en la tozuda negligencia se sufre su abandono.
VIII
Falsa virtud, pues, consistente
en descreer de lo sobrenatural, de resistir a su “tentación”, de perder el
temor de Dios, que no puede llevar sino a una infausta semejanza, a una
metàfora, de la que se deriva una simbólica invertida: el vivir "como
si" Dios no existiera -lo que conlleva la perversión del deseo y la
adulteración del lenguaje, al separarse de la conciencia y de la luz (que es
Dios), por la mancha de la culpa y la herrumbre del pecado. Porque, como
recuerda Octavio Paz, el hombre no puede renunciar a lo sobrenatural, ni mucho
menos a la metafísica, habrá que agregar, so pena de desbarrancarse en una
“mística inferior”. Del mismo modo que sucede en a iconoclastía, como en el
apóstata, que no puede sino sustituir unas imágenes por otras, que vuelven
siempre, por más que sean las de los dioses paganos, sujetos a los terribles
estragos del tiempo, alcanzado las formas más lamentables y degradadas de la
corrupción; de la misma forma, decía, el descreído no puede, en sus frustradas
intentonas, sino sustituir lo sobrenatural con sucedáneos ideológicos, ya sean
políticos o pseudo-filosóficos –que es lo peor que nos puede pasar, pues entraña un tan complejo como irresuelto
sistema de superposiciones y de desplazamientos, donde se reemplaza la
esperanza trascendente por la imagen de un paraíso terrestre, puramente
inmanente y sin trascendencia alguna, donde insensiblemente el rebelde pasa a
tomar la posición de la autoridad, pero sin haber sido él mismo antes redimido.
Todo lo cual más bien delata el “hoyo en la conciencia” del que habla el
clarividente poeta mexicano, un hueco, que luego se ha pretendido llenar con
toda clase de sueños, de ilusiones vanas del deseo y de tornasoladas quimeras,
trufadas de traiciones, de olvidos, de hechicerías, herejías, falsificaciones y
adulterios, que no pueden hacer otra cosa que convocar abiertamente al caos.
Porque no son entonces los justos, los piadosos, los hombres de bien los
que ocupan la palestra, sino los hijos de rebelión: uno, montado en su criminal
codicia; el otro exhibiendo la crápula de sus andanzas, como exhibe el bastardo
el gargajo en la solapa -guiados todos por su capricho, medrando todos en sus
propia ventaja, desechando con burla seguir el camino recto: el pastor
convertido en perro mudo, voraz e insaciable, incapaz de hallar satisfacción o
de llenase; videntes ciegos, guardianes dormidos o vigías egoístas usados, un
poco más allá, por el malvado tumultuoso, que arroja a su camino cieno y limo,
enfangado en sus placeres impuros y poniendo tropezadero a los hijo de la luz.
Mundo de la rebeldía, pues, agasajada, institucionalizada, premiada,
pero que hace vivir la experiencia del estigma del hombre moderno: caer en el
golfo de lo indefinido, de lo indeterminado, de lo no esencial, del azar y de
la contingencia, fácilmente saciado en su vanidad por los hechos nudos,
inmanentes, o bailando sobre la delgada película de lo mensurable o sobre el
vacío –fanático de su propio ser corroído por la nada, con indisimulable sed de
no dejar de ser y la vez con hambre insaciable al no querer dejar que los otros
sean. Mundo del rebelde, pues, debatido entre las dos posibilidades últimas que
constituyen el fondo nativo y mismo de lo humano: entregar el alma Dios …o vendérsela al diablo.
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