“Patria
de luz y polvo.”
Octavio Paz
I
El primer rasgo que salta a la vista en los
oficios artesanales es su carácter tradicional. En efecto, el sentido de sus
prácticas es siempre heredado, no siendo la práctica la aplicación de una
teoría sino la práctica de un uso, de una costumbre, cuyos cambios se producen
siempre remitiéndose a un pasado –siendo así los oficios no sólo parte esencial
de lo que realiza históricamente una cultura, sino la parte que más la
caracteriza e individualiza, la que aporta sus símbolos más caros y las claves
de su estilo de vida.
La significación de los oficios es así una
significación práctica, que funciona sobre el trasfondo de otras significaciones. Ese segundo rasgo de los
oficios da cuenta de que su tradiconalidad
pertenece a una serie de cosas que la cultura realiza en la historia
real como memoria, como significación en el tiempo, como pasado histórico y
orientación del sentido que le da un sentido al tiempo que a la vez funciona
como fundamento de lo social.
Sin embargo, frecuentemente, tras la
conciencia moderna de trabajar abnegadamente por lo “social” y de las
convicciones antiindividualistas y antiidealistas que afirman el carácter
social del hombre y la determinación de todo lo humano por estructuras
históricas, se deslizan sibilinamente actitudes que acaban por negar el valor
de lo social en su fuente y raíz misma, terminando por soñar en fundar al
hombre en una verdad absoluta, a la vez suprasocial y suprahistórica, sustentada por una necesidad causal y
material que en su totalitarismo ciego no puede sino fundar el reino de la
impiedad.
. Una de sus expresiones más
habituales es la que condena a la tradición como traba del progreso,
oscurantismo y opresión de la libertad –idea, por otra parte, compartida con
aplauso por las mentes más individualistas, burguesas y reaccionarias, que tras
el vanguardista rostro socialista muerden con furor y bizarro estrépito
cualquier manifestación desinteresada del espíritu. Porque lo que asecha detrás
de todo ello es la tentativa de querer comenzar la significación de la nada, de
una vez y para siempre, escapando así a la indeterminación del mundo real.
Partir, pues, de un pasado sin memoria o de una pasado “teórico”, rebanando
arbitrariamente esa propiedad del tiempo o dimensión suya de la memoria que es
tiempo ella misma. Querer comenzar una cultura partiendo de la nada es como
querer asistir al propio nacimiento; es también querer escapar de la historia
real a la tradicionalidad del significar, creando una memoria teórica,
arbitraria y artificial que borre la
memoria real –con la intención de reabsorber la realidad en la mecánica cósmica
de la fuerza y de del apetito, es decir, de la voluntad de poder, cuya
insignificancia repetitiva constituye claramente la barbarie.
Equívoco todo ello del que es mejor
despertar a tiempo, pues lo primero que
hay que comprender en el campo de las humanidades es que su esencia está en que
sus movimientos no son hijos de la causalidad mecánica, sino reflejos de la
significación, y que la sustantividad misma de lo social es la tradición, la
cual en su plano más general es sinónimo de histórico. En efecto, a diferencia
de la sociedad animal, la sociedad humana se distingue en que el tiempo en que
se desenvuelve no es repetitivo y mecánico, sino un tiempo orientado por la
tradición –donde cada nueva generación es heredera de la anterior y no sólo su
sustituto y donde la memoria social estructurada por la tradición es la que hace posible todo
cambio y toda evolución –piénsese si no en el largo trecho que va de la
sexualidad de la amebas a la sexualidad tradicional. En efecto, la
tradicionalidad, contra lo que suele pensarse, es el fundamento radical de la
sociedad, pues es a la vez memoria
social, historicidad y profundo
ejercicio de racionalidad.
Así, lo que nuestros incomprendidos
ancestros y obliterados antecesores defienden con vehemencia en su
conservadurismo, lejos de ser la trasnochada nostalgia del rezagado o del falto
de información, es el hecho de que una sociedad funda su sentido necesariamente
en el tiempo –fundando con ello reversiblemente un sentido del tiempo, una
orientación del sentido. Es por ello también que su decir o sus prácticas
aspiran a la autenticidad de lo que quedó dicho y hecho o representado,
repitiéndolo en círculos concéntricos para encontrar en la repetición con sus
vueltas y revueltas la plenitud del decir, la verdad del lenguaje, su justicia
y su belleza –desconfiando a la vez de la novedad que desarraigada y lisonjera,
exploradora perdida de golondrina sin verano, viaja desamparada trayendo bajo
el ala idólatra el chancro del error, el enmohecimiento de la fealdad y
esterilidad la injusticia, siendo en última instancia formas de la impiedad –y
que cuando hacen de la tradicionalidad un tradicionalismo no es sino para robar
al pasado, estableciendo una forma fija de tradición para excluir otras de sus
formas capaces de fertilizarla; también para robar al futuro, estableciendo a
la generación siguiente un programa para que lo siga. Casticismo oscurantista,
pues, que hace de la vanguardia un academicismo más y de la herencia una
práctica fanática para heredárselo todo
ellos mismos… al precio de dejar a sus hijos en cueros.
II
Plato de lentejas metafísicas, claro está,
cocinado por la exacerbación de una actitud automatizada y maquinal ella misma,
que aplicada a la literatura, resulta hija de una vacua oratoria, oportunista y
sin verdadero contenido intelectual o filosófico, que emplea recursos técnicos
en el discurso público para “convencer” de manera perfectamente amoral y
fraudulenta, hasta el extremo de persuadir por medio de la repetición extravíca
de una mentira hasta volverla venenosa verdad –croar de ranas de suástica que
canta alegremente en la ciénaga, saltando alegres por la fe cerril en la mera eficacia de la técnica y
en cuyo balancín de monos sabios y autosatisfechos desgastan al serruchar la rama sobre la que se columpian. Se trata también del empleo de recursos
literarios, críticos o narrativos, festinados por la académica cultura oficial,
que embozados tras el vanguardismo de sus maneras y la rebeldía de sus
consignas instrumentan el automatismo de la técnica y añadiendo el ilusionismo
de la ideología –evitando ambos pasos incorporar la carnalidad del oficio.
Su manifestación más burda e inmediata esta
en describir los sentimientos en la materia en bruto de su origen, empleando
palabras violentas y vulgares, desligándose así tanto del proceso temperado y
continuo del pensamiento cuanto de las formas poéticas o de los auténticos
raptos místicos. Tal procedimiento muestra la cercanía del sentimiento y de las
sensaciones, es verdad, pero al precio de su chatura, que oscurece al sentimiento hasta el extremo de volverlo
irreflexivo y desconocido para sí mismo, siendo por tanto congénitamente infiel
e infecundo estéticamente al estar viciado por su carácter chantajista por
intenta disponer del deseo del otro y así apropiárselo, resultando constitutivamente destinado a la
frustración de la propia libertad. Utilitarismo, pues, que factura empero la
malversación de las sensaciones al presentarlas en toda el atropello de su
accidentalidad, dando cuenta con ello de su original barbarie.
Ingeniería literaria de las emociones a que
se agrega, como en una receta o una fórmula mágica, el ansia imperfecta y
oscura de mejoramiento social, plagada de confusos ideales revolucionarios,
cuya orientación no es otra es la idea vaga y simplista del valor universal de
la felicidad general del hombre confundida
con el bienestar material, el consumo y el progreso y que al pretender
realizar al hombre sin fundarlo ejerce una influencia política oscurantista que
no pueden sino verterse en acciones azarosas y malogradas resultando
impermeables a la esfera pública -para finalmente justificarse utilizando
argumentos contrarios a sus razones, haciendo pasar los caros anhelos de
justicia social por la barba de los privilegios inmerecidos de un grupo
autocontenido, excluyente y cuya
estructura gregaria y reaccionaria se muestra como una adherencia ciega y sin
fidelidad al conglomerado, que en esencia carece de principios unitivos por
estar huérfano de alma a la cual pertenecer, estando siempre por tanto lejos de
los otros
Se trata, en efecto, de la frivolidad
insoportable de la ideología retórica, cuya técnica se destila en el matraz de
una especie de manierismo imitativo, que en sus gestos y mímicas se acoge a un
modo meramente adjetival de tratar con el mundo, sobresaliendo así sólo su
carácter superficial y ayuno de verdadera perspectiva esencial. Técnica, pues,
que vive de estampar epítetos como quien ensarta mariposas, no por motivación y
participación con el objeto, sino de manera arbitraria al estar movida sólo por
los intereses transitorios del sujeto. Manipulación técnica de la realidad que
cuando emplea la crítica para ponderar la obra de arte no lo hace de acuerdo
con un criterio estético y según las categorías directrices del gusto y la
experiencia personal sino arreglado a un orden eclesiástico establecido y que
inquisitorialmente juzga el sentido artístico, creyendo pontificalmente que la crítica
consiste en ensalzar o condenar sin mayor argumento de por medio que la
desmesurada hipérbole.
Doble mutilación de la realidad, pues, que
no puede sino culminar en la esclavitud de la parodia, cuya falta de libertad
se expresa bajo la forma de una opereta de farsea bufa que rasura la realidad
por dogmatismo en litotes de irracional proyección diminutiva, que quisiera
hacerse ojo de hormiga ante su
conciencia confesional culpígena que termina por odiar su objeto de deseo, ya
sea por corrupción y contra versión consigo misma, ya por el dogmatismo con que
trasquila el cordero de la realidad para extraer de él sólo las blanduras
níveas de sus rentables algodones. También doble oscilación o desequilibrio,
donde el sujeto pasa del extremo de la caricatura, suprimiendo el carácter
general del hombre a favor de lo particular sin universalidad posible, a la
excentricidad de diluir en la insignificancia el carácter individual por el
predominio de lo general y blandengue –en ambos casos excluyendo la posibilidad
de encarnar la dignidad del individuo con una significación personal propia.
III
Tal es el resultado de aplicar al campote la
significación y de lo humano
procedimientos y métodos sólo justificables regionalmente, en áreas
ajenas a la cultura y cuyas prácticas sirven a otros fines. Porque la técnica,
en efecto, concibe a su objeto según sus límites enteramente artificiales y sus
fines prácticos –pragmatismo cuyo aspecto cínico relaciona por estrictas
mediaciones utilitarias o sociológicas a
un máximo de automatización de procedimientos un mínimo de significación y a un
mínimo de esfuerzo un máximo de provecho (doble fórmula de la eficiencia
motivada por el doble interés técnico y económico)
Se trata así de una elaboración concreta de
la experiencia, cuya esfera por definición tiene una existencia limitada al estar atenazada por la pinza que
determina el alcance de la experiencia que elabora.
Así, la acción tecnológica limita
extraordinariamente la experiencia, pues se interesa por sujetar y modificar un
solo perfil, una delgada película de la experiencia –oponiéndose en sus
aproximaciones y cálculos al espíritu científico y filosófico, que concibe su
objeto de acuerdo a su infinitud natural y a sus fines desinteresados y
eternos, pues su interés no es otro que el conocimiento mismo y su método el
más rico posible para articular sistemáticamente la experiencia en toda su
extensión, salvaguardando que no se reduzca la profundidad de la experiencia.
La filosofía, en efecto, aspira a conocer en la pureza de la teoría, tomando
por ello distancia y siendo en cierto modo aséptico con su objeto de
conocimiento –a diferencia de la técnica, que le impone tener un ser diferente,
sometiéndolo a una especie particular de voluntad y sentimiento.
La técnica así desconoce el
alcance natural de la experiencia obligada por la condición de convertirla en
otra (práctica, utilitaria, eficiente), estando por principio impelida por el
deseo de que la realidad sea como ella quiere, impidiendo tal pasión conocer la
experiencia como realmente es, reduciendo su saber a aquel que permite
modificar el universo a su conveniencia, no atendiendo a la esencia de las
cosas o de las personas sino al modo de manipularlas –creando para ello
fábricas, centros de producción o férreas doctrinas literarias y eclesiásticas
que fundamentan la tecnocracia moderna.
Así, se presenta la técnica como el paso
directo de una ciencia o un saber practico a sus aplicaciones sin referencia a
ningún oficio, al cual sustituye –llegando en su umbral más alto a la
aplicación tecnológica, que soslaya todo contacto con la carne, pasando
directamente de la teoría a la máquina.
Pero si la técnica es la sistematización y regulación de una práctica,
para limpiarla de toda dependencia a la significación individual, empero en sus
zonas de contacto con la persona impone a la carne reversiblemente una
automatización que la tecnifica, que la libera de su fluctuación y contingencia
individual, es cierto, pero a costa de hacerla equivalente a una máquina. Porque
su interés es el poder disponer los medios de acción que rebasen la fuerza de
que el hombre dispone por sí mismo para dar rienda suelta a su voluntad sin fin
–siendo empero a la vez estructuralmente impotente para logar su objetivo, al
imponer más de lo que puede exigir, afectando su desarrollo por locura
fundamental de trastocar medios y fines. De tal manera no sólo la experiencia,
sino la misma existencia social se ve amenaza por el problema del poder, que
toma el centro de la vida colectiva al usurpar sus focos de significación,
engullendo en una rueda de molino a opresores y oprimidos como meros
instrumentos de dominación, deformado también las relaciones hombre-naturaleza
por la religión de la producción y de la propaganda que termina falseando todas
las relaciones sociales.
IV
La técnica es la tentativa de lograr lo
que el oficio, pero con plena autonomía respecto de la significación de la
carne, independizando de su limitación individual, de su fluctuación,
imprevisiblidad y contingencia individual, pero aislando del sentido del alma
que le imprime el corazón de la persona.
La técnica resulta entonces un procedimiento
codificable repetible por el conocimiento –pero sin las virtudes de la
iniciación y el aprendizaje –capaces de incuso de viajar encapsulados por
siglos, aislados de vehículos carnales, y ser redescubiertos al entrar en
contacto con una personalidad y por un ejercicio corporal de la técnica que en
el oficio recupera la significaión de la carne. El oficio recupera la técnica al
volver a hacer un uso carnal de los procedimientos automatizaos y al tomar como
valor inestimable en el uso corporal de la técnica por el talento personal, el
saber hacer y la gracia infusa o el don personal.
El oficio escapa siempre al conocimiento
formal y sistemático por ser indesarraigable de la experiencia, cuyo reino es
el del tiempo, de la carne y la memoria. El triunfalismo de la razón
instrumental y técnica se cifra en poder captarlo todo codificándolo y
subsumirlo bajo la automatización de los procedimientos, todo… menos la
experiencia, que es el mundo real, del tiempo y de la carne. Los oficios, antes
de ser suplantados por la tecnología, son antes que nada prácticas en la que la
técnica vulva a ser una experiencia corporal, en la que acaba reabsorbiéndose y
en la que toma su sentido –y sin la cual dejan de tener sentido.
De esta manera, los oficio del grabador o
del poeta, pero también del fabricante de algodón de azúcar del trabajador del papier mache o del piñatero popular,
representan sin embargo para la cultura más que la técnica, porque
constitutivamente y por sí mismos limitan tanto al automatismo de los
procedimientos cuanto al uso retórico de las fórmulas y los abusos ilusionistas
de la ideología, por esponjar en el uso corporal y en la encarnación
individualizada de la significación los profundos vínculo de parentesco,
afinidad y comunicación con la tradición y su simbolismo, ligados
irrecusablemente a una visión completa del mundo o una filosofía de la vida.
Así, todo oficio es un uso carnal, pero también tradicional, de de una técnica,
alcanzando por ello las expresiones de la cultura vernácula las bases de la
educación anímica de una cultura. Humildes semillas que sin embargo son potentes
para despertar los contenidos simbólicos de la conciencia y hacer germinar en
el humus de la memoria colectiva las formas eternas, cristalizadas en el tiempo
sin tiempo del espíritu. Alacena de las emociones, pues, que se abre al
espíritu por virtud del uso corporal y en cuya significación la carne despierta
a la luz para refractar los mil colores de los recuerdos y los sueños, para
revelar también las iluminaciones y las esperanzas en el corazón del hombre.
Por ello, ante el entusiasmo tecnológico de
la producción en masa y el consumismo, ante un arte que es mercancía o que es
sólo adjetivalmente creativo cuando copia los rasgos artísticos de las
artesanías como si fueran aislables y reproducibles una vez objetivados, frente
a los procedimientos burocráticos que incautan el sentido de lo social para apropiárselo, pequeñas comunidades al
margen del progreso nos muestran a la vuelta de la equina que el valor
artesanal es también uno de los fundamentos de lo social.
Porque la actitud del trabajador artesanal
muestra también su dignidad al tamizar las dos caras opuestas del trabajo; por
un lado al aceptar lo que hay en él de producción, de transformación de la
materia de nuestra herencia natural en un mundo de bienes útiles y consumibles
–pero a la vez pone el acento lo que hay en el trabajo de raíz humana,
suspendiendo lo que ese mundo tiene de apetitito irracional, de apropiación,
destrucción y desperdicio.
Porque por su manera de trabajar el artesano
pone entre paréntesis lo que en los bienes económicos hay de objeto y de
mercado, desactivando así los circuitos
económicos, que crean al alejarse de su raíz y cerrarse autárquicamente en si
mismos el orden de la injusticia y la explotación -pero compensando esa actitud
con el valor de la hechura, de esa lucha amorosa con la materia cuyo contacto
corporal y manual sabe de su peso como nunca el intelecto podrá hacerlo,
tratando con la materialidad del mundo y dialogando directamente con su
resistencia y temporalidad, abriendo así un espacio a los signos que responden
a la carne cuando ella corresponde humanamente a la naturaleza.
V
La labor artesanal entrega no sólo un bien
de consumo y desechable, sino un servicio que subraya no lo que en el objeto
hay para la satisfacción de la necesidad y el apetito, sino lo que tiene de
bien precioso, de objeto para la contemplación, que nos habla también de un
contenido histórico, abriendo con ello un lugar sagrado, un templum
para preservar el alma de una cultura y donde el espíritu pueda recogerse
entero.
El cuerpo de la cultura, concebida como un
animal orgánico o como una entidad articulada y que respira por ser un ser
vivo, toma toda su savia de la sustantividad de los oficios y todo su oxígeno
de la respiración tradicional y sus prácticas y costumbres –sin los cuales o
duerme en la piedra de los usos girando sin sentido alrededor del automatismo
técnico o se dispara todas direcciones por la aplicación arbitraria de la
retórica de las reglas.
Tal es el sentido histórico del espíritu:
permitirnos comunicar con la especie en cuanto tal, siendo la instancia de lo
específicamente humano, en cuya exclusiva histórica y temporal el espíritu se
manifiesta como memoria cultural y a la vez como la significación moral más alta
de la realidad, pues nos afirma en el suelo de una tradición al afirmarnos no
en las leyes hacemos los humanos sino que nos hace humanos, que a la vez al
abrir nuestro deseo a lo realmente deseable nos permite participar en el reino
del sentido al contemplar la vida como un campo de valores y a la tierra como
el lugar de lo habitable.
La humanidad, en efecto, es un legado, y es
por ello tradicional e histórica. El hombre vive, en efecto, en la humanidad
como se vive en una morada y la humanidad vive en el hombre como mundo humano.
Ser hombre, ser hijo de hombre es aceptar vivir en ese mundo histórico y es
entrar en posesión de él por medio la cultura –pero no como un lugar al que se
posee o que se consume, sino como un sitio al que se entra. Mundo que puede ser
ajeno al hombre por vivir fuera de sí o enajenado… o porque no se alcanza, porque no existe por falta de oportunidades.
Si las dos relaciones fundamentales del
hombre con el mundo son la propiedad y el diálogo, la propiedad entendida por
la tecnológica resulta proveedora de una felicidad muerta y sin sentido,
poseída como un objeto y apropiada como
una colonia. El trabajo artesanal en cambio nos seduce por ser a la vez un
diálogo con la materia y con la tradición, logrados en base a la significación
impresa por el uso corporal y por la impregnación amorosa de la carne. Así, en
una primera vertiente de la comunicación humana, las relaciones que el artesano
establece con el mundo exterior una relación económica sui generis, que no es
la riqueza de lo explotado y apropiado, sino el lujo de dialogar desde el
origen con la materia misma de las cosas, estableciendo a la vez una relación
directa con los seres humanos. Relación de seducción, es verdad, que amalgama
así los bienes utilitarios y de consumo a los poderes eróticos que a la vez
despierte y participa del goce producido en los otros, dando así aire
oxigenante a los pulmones y alas a la libertad irreducible que habita en el
individuo.
Los artesanos, muchas veces más que los
artistas mismos, son los únicos que realmente trabajan para nosotros en un
tercer sentido: pues no sólo comunican con su trabajo con el mundo exterior y
en el dialogo que establecen con la materia con los otros hombres, sino que
también abren la posibilidad de comunicar con la humanidad en general, con la
historia y con los lenguajes. Instancia del espíritu que nos redime al hacernos
pertenecer al alma de un pueblo y vibrar con sus ritmos históricos y expresivos
-.abriendo con ello la posibilidad interminable de volver a la fuente, de
recuperar el contenido, de volver ha hacer germinar a una cultura en la
experiencia al ser infinitamente interpretable.
Porque la pertenencia al espíritu de la
humildad es una verdad libre como el viento y eternamente inapresable -que se
vuelve monstruosidad y mentira cuando alguien la retiene intentando apresarla
en su verdad o en la literalidad de la teoría. El carácter indecible de la
verdad de un pueblo se expresa así en cambio en su tradición, pero no en sí
misma, sino a través de sus manifestaciones concretas e individuales, detrás de
las cuales vive la verdad de la tradición como conjunto de gestos y creencias
en el despliegue histórico de su gesta cultural. La crítica de la tradición y
el arte crítico de la tradición son así necesarios, pero no para derrotar a la tradición, sino
para mostrar la verdad de su verdadero sentido es tradición.
En los oficios artesanales, a medio camino
de la profesión y el oficio, entre la técnica y el conocimiento personal, entre
el saber hacer y el don, .arraigados en
el santo seno de la provincia mexicana,. se encuentra preservada el alma
nacional y es a través de ellos que puede exaltarse el sentimiento de la
patria, el estilo colectivo de vida que con características regionales propias
resiste conservando el núcleo de nuestra pertenencia.
Porque tras la apariencia externa del grado
de civilización alcanzado por la nación y al borde de ser engullida por el
vacío de pueblos improvisados y a la deriva, gravita todavía, al fondo de la
difusa atmósfera creada por las eficaces técnicas de comunicación en masa, el
sentimientos de ser herederos de un pasado histórico fecundo.
Porque una nación es un organismo vital que
se mide de frente a la historia por su fecundidad creadora -no por su mera
repetición tradicionalista, sino por su crecimiento, por su posibilidad de
crear .un mundo donde realizar las mejores condiciones de vida para el hombre,
tomando el paisaje en torno con todo el peso rugoso de su extrañeza y opacidad
y la historia en todo el caudal de su sentido.
Porque la visión artesanal es también la del
morador, la de quien busca entre los elementos un espacio habitable en el cual
construir y en el campo temporal una estancia del espíritu en la cual poder
edificar –para ser de nuevo así hijo legitimo del hombre y poder pertenecer a
la vez de verdad a una tierra cultivable.