martes, 23 de febrero de 2016

Dar Razón: Fenomenología de la Justificación Por José Gaos y González Pola

Dar Razón: Fenomenología de la Justificación [1]
Por José Gaos y González Pola



   El concepto de "justificación" es uno de los más importantes de todos los conceptos. No es "injustificado" llegar a decir que, en cierto sentido o respecto, es el más importante de todos. Es lo que, presuponiéndolo, "justificaría" el que empecemos haciendo una pequeña fenomenología de la justificación, que acabará justificando la importancia del concepto y con ello justificándose a sí misma.
   Toda justificación es de algo ante algo, por o para algo y con o mediante algo. El "de algo" indica los "objetos" de la justificación. El "ante algo" se reduce a los "sujetos" de ella. El "por o para algo" mienta la "Razón de ser" de la justificación. El "con o mediante algo" significa el "instrumento" de ella. O "lo justificando", "el juez de la justificación", "la razón de la justificación", "lo justificante" o "justificador". La razón y el instrumento contienen más propiamente la "esencia" de la justificación. Pero de los cuatro ingredientes que se acaba de distinguir en el fenómeno, es aquel del que hay que partir el sujeto o el juez: es el haber sujetos ante los cuales hay razón para que se justifiquen con o mediante algo objetos, la razón radical de la existencia del fenómeno; no el haber objetos que por alguna razón hayan de justificarse con algo ante sujetos; ni el haber razones para que objetos se justifiquen ante sujetos; ni el haber instrumentos de justificación, aunque esto, que parece lo más obvio, sea lo más discutible...
   Mas entre los jueces humanos de la justificación representa una distinción fenomenológicamente muy importante la de uno mismo, para sí, y los otros o todos los demás, como confirmará cuanto va a seguir.
   Es, en efecto, ante cada uno mismo, ante quien, ante todo, deben, esto es, por una razón, justificarse objetos con o mediante instrumentos justificantes; ante cada uno mismo deben justificarse incluso las justificaciones ante otros.[2] Pero, en cambio, no ante cada sujeto humano hay razones para que se justifiquen los mismos objetos. Quizá ante los más de todos los seres humanos no se justifiquen sino unos objetos, que, por muchos que sean, serán pocos, comparados con la totalidad de los objetos, que ha de justificarse ante algunos sujetos humanos, sean éstos algunos hombres religiosos, los santos, o los filósofos, o algunos de éstos, algunos hombres por su naturaleza personal especialmente constituidos en jueces de justificación universal. Todos los humanos son igualmente racionales en esencia; pero no en las "propiedades" y "accidentes" de esta esencia. Quizá, incluso, la jerarquía más radical existente entre los humanos todos sea la sentada por los grados de las "exigencias" y "capacidades" de su razón pura y práctica relativamente a su justificación.
   Y ¿con qué suplir la deficiencia o remediar la carencia? Con la razón postulada, dando razón de que cada sér exista y tal cual es -forzosamente, por medio de otro o de uno, siquiera, por él mismo... La teología (teodicea) justifica a Dios por su propia naturaleza o esencia.
   Pero ¿por qué tan universal necesidad de justificación? Porque todo se presenta menesteroso de justificación -de razón de ser, para la razón humana en el ápice de la mentada jerarquía: o por que para esta razón todo se presenta -se presenta, por lo pronto, carente o deficiente de razón, irracional, en su ser como es y en su existir mismo; y por su parte, tal carencia o deficiencia dice postulación de razón, de racionalidad. El por qué o para qué de la justificación, la razón de la justificación, se revela así de una peculiar dualidad de contrarias razones: razón de la necesidad de la justificación o de ésta misma es una falta de razón -que postula la razón que falta.[3]
   Lo que no tiene justificación, lo que se presenta como no teniéndola, se presenta desde luego como inexplicable e incomprensible y últimamente como no teniendo derecho a la existencia, como sin razón de ser ni teórica ni efectiva, o está perdido.
   Ante unos humanos no tiene que justificarse, ni ante ellos mismos ni ante otros, más objetos quizá que algunos actos propios o ajenos.[4] Pero ante otros humanos tiene que justificarse, ante ellos mismos, todo: todo lo humano, ajeno y propio, y todo lo infrahumano, y todo lo sobrehumano, incluso Dios; y no solas las acciones de los seres sino las omisiones y los seres mismos en su integridad, o su índole toda y su existencia, o los seres (sustancias) y las cosas de los seres (modos). Si ante quien tiene que justificarse todo, incluso, o principalmente, uno mismo, es Dios, es porque Éste y la justificación ante Él resultan justificadas ante uno mismo.
   La necesidad de justificación es una de las características, de las exclusivas más radicales del hombre, por no decir la más radical -sin justificación. Podría definirse también al hombre como el animal menesteroso de justificación. Hombre = razón = justificación. Pero hay que puntualizar en qué sentido.
   Singularmente, el hombre ha menester de justificarse -de ninguna justificación ha menester tanto como de la de sí mismo- ante otros seres, su padre o su hijo, su jefe o su subordinado, su amante o su enemigo, Dios -ante Este tanto como muestran las religiones, obra exclusiva del homo religiosus, y obra qué radical también -y, quizá lo más radicalmente, ante sí mismo -cualquiera que sean las relaciones entre la justificación ante sí mismo y la justificación ante otros seres. Y si la justificación ante él se extiende a todo lo habido y por haber, la justificación de él ante otros seres o ante sí mismo se extiende a cada una de las acciones específicamente humanas; a toda su manera de ser, su carácter, su personalidad; a su misma existencia. La justificación puede ser teórica, como parte de la de todo, y práctica en estos términos: el hombre ni necesita ni puede justificar prácticamente más que los efectos de y por (con) las causas propios, unos y otras, del dinamismo de su naturaleza.
   De Dios no puede decirse que haya menester de que se justifique ante Él nada y menos que nada Él mismo. En Él serían la imposibilidad y la innecesidad de ella una misma cosa - ante sí y menos ante ningún otro sér. Ante sí, es en sí y para sí. Lo que hay que decir es más bien que ante Él necesita justificarse y se justifica de hecho todo, hasta el mal, hasta la nada, menos Él mismo. Su creación entera se justifica ante Él por su gloria.
   Ente el hombre y Dios hay, pues, la diferencia consistente en que Dios no ha menester de justificación ante nadie, ni ante sí mismo, mientras que el hombre ha menester de justificación ante otros seres, ante Dios y ante sí mismo. La diferencia basta para -justificar la definición del hombre por la menesterosidad de justificación.[5]
   El hombre en general, ha menester de justificación teórica de todo, de todo lo habido y por haber de que tiene noción o noticia o simplemente sospecha. Y parece en principio que todo puede tener tal justificación. La filosofía sería el esfuerzo del hombre para justificar teóricamente ante sí todo, desde la existencia y naturaleza de la inanimada hasta le existencia y esencia de Dios[6], pasando por su propia existencia y naturaleza. Otra cosa es que el esfuerzo se revele frustráneo, revele que no puede dar razón de la existencia de Dios o de la existencia de un sér de la naturaleza de él mismo, del hombre en la Naturaleza; o más radicalmente, que no puede darse razón indefinidamente o de las razones últimas de todo lo demás: si se da de la existencia de Dios por su esencia, de ésta no puede darse más que por ella misma (causa sui).
   Sujetos ante los cuales sea posible la justificación no pueden ser a su vez más que los seres humanos o seres "sobrehumanos", singularmente Dios.[7] La posibilidad de ser juez de justificación tiene por condición la de ser racional.[8] En rigor, no es ante el sujeto humano en su integridad ante quien se justifica algo, por algo, con algo, sino sólo ante su razón -pura o práctica. Las justificaciones ante el sentimiento, los instintos o impulsos, o la voluntad, no lo son sino en la medida en que sentimiento, instintos o impulsos resultan por su parte justificados ante la razón, y la voluntad, o es racional, o no es voluntad, sino una moción irracional, si no infrarracional, de lo que es válido lo que se acaba de decir de instintos e impulsos. Únicamente ante un sujeto que fuese pura razón sería posible justificación ante él en su integridad.
   Pero ¿no es tal razón una razón puramente teórica, una "razón pura", y no hay "razones prácticas" y hasta una "razón práctica"? Sin duda. La razón con que se justifique puede ser teórica o práctica. Ejemplos: la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos, porque la suma de los ángulos adyacentes formados alrededor de un punto a un solo lado de una recta es igual a dos rectos; se come porque se siente hambre o apetito. La justificación por una razón pura o práctica puede llamarse ella misma pura o práctica. La justificación teórica es la fundamentación o el dar razón teórica es la fundamentación. El dar razón práctica es la justificación. La justificación práctica puede cifrarse en el término "utilidad", servicio, finalidad, si se lo entiende con suficiente amplitud. Pedir la justificación de algo se expresa muy corriente y propiamente en la pregunta: "¿a qué, tal o cuál?", es decir "¿a qué fin?" o "¿para qué sirve?" Desde luego, hay razones irreductibles a este sentido ni con un tropo: como decir que la razón de la suma de los ángulos es la utilidad de los ángulos adyacentes, ni a la inversa -ya Aristóteles enseña que en la Geometría no hay razones de tal índole.
   La justificación teórica puede ser, por razones puras, de todo, pero, por razones prácticas, sólo de algunas cosas, pues no todas son susceptibles de estas razones: de la suma de los ángulos de un triángulo no puede darse razón práctica, aunque pueda darse razón práctica de la Geometría entera como actividad de la Razón pura. Pero cabe dar razón práctica hasta de la teoría, de la Filosofía: de todo lo real, a diferencia de lo ideal.
   Pero, en cambio, la extensión de la razón utilitaria pudiera ser mucho mayor de lo que quizá parece a primera vista, o que sean razones prácticas muchas que parecerían teóricas, simplemente por dadas por la Razón pura: así en la justificación teológica, no secundariamente del resto de la creación por su utilidad para el hombre, sino primariamente de la creación entera por la gloria de Dios: ¿no es por su servicio a o para ella? Cuando la filosofía vino a negar todo servicio semejante de la naturaleza, redujo ésta a una pura facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica. Pero aquí se topa con sus complicaciones. Las razones practicas, por ejemplo, las de utilidad, han de parecerle tales a la razón pura, y ello sería un primado de la razón pura, si no fuera que ésta acaba por tener que reconocer su propio límite en la imposibilidad de dar razón de sí misma más que por la razón practica y de que ésta dé de la pura y de sí misma más que una razón -práctica.
   Una razón teórica, como la geométrica del ejemplo, no puede darla más que, o no puede darse más que con, la Razón pura. Una Razón práctica, como la psico-fisiológica del ejemplo la da ante todo la Razón práctica en la práctica misma: el hambre o el apetito hacen comer, prescindiendo de toda razón teórica. Una causa como el hambre o el apetito, de un efecto como el comer, puede llamarse razón práctica, y Razón práctica a la facultad o al conjunto de semejantes razones prácticas.[9] Pero éstas pueden ser conocidas, reconocidas, y dadas por la Razón pura, como se acaba de hacer al poner el ejemplo. De suerte que las razones teóricas no pueden ser dadas más que por la Razón pura, o en el dominio del conocimiento; pero las razones prácticas pueden ser dadas, en este dominio, por la Razón pura, después de ser dadas por la Razón práctica en su propio dominio.[10] Lo que es posible, es que, además de dar la Razón pura razón teórica o práctica de la Razón práctica, ésta la de práctica, porque no puede dar razones teóricas de la Razón pura. Pudiera ser que el hombre tuviese y actuase una Razón pura movido por razones irracionales: irracionales en el sentido de la Razón pura, razones en el de la Razón práctica. Y la Razón pura podría conocer, o reconocer tales razones de ella misma y dar de sí misma razón práctica y hasta necesita dársela, si todo lo humano necesita justificación práctica, o darse una teórica, por ejemplo, ser una potencia don de Dios y actuada por la iluminación de Éste. La razón de bien.
   La Filosofía es un intento de justificación teórica o de dar razón teórica de todo, y singularmente de sí misma: teóricamente por una práctica: su aplicación o utilidad ética o eudemonológica, justificada teóricamente por la Antropología: el hombre como juez racional teórico y práctico: cierre del círculo.
   La "justificación" en sentido religioso no es sino un caso especial, aunque de relieve singular, que ilustrará lo indicado, confirmándolo. El hombre religioso se siente menesteroso de justificación ante Dios, en el sentido de sentirse menesteroso de que Éste, no lo juzgue digno de salvación, sino, indigno y todo, lo salve. La salvación del Verbo encarnado para ello. La razón de la justificación en este sentido es, por un lado de la dualidad indicada, la pecaminosidad humana, la falta de merecimiento de la salud, de la bienaventuranza, y por el otro lado, la divina justicia, o misericordia, o bondad -o libérrimamente arbitraria e incomprensible voluntad. Los premios y las penas eternas se justifican, por (con) la justicia, ante Dios para el creyente.









    [1] Archivo José Gaos del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. CARPETA 31. folio: 4657 (7 Hojas).
Curso de Antropología, Antropología y Eudemonología. Lección de introducción al segundo semestre del curso. Colegidas de las dadas, con variantes, en años sucesivos (1957). [El título es del editor, porque se encontraba como sinónimo de la expresión "justificación" en la primera línea del ensayo y es, en realidad, el tema central de todo el escrito -para nota del editor].
    [2] La caída de los ángeles se justifica, por su rebeldía, ante Dios, eventualmente para el creyente. La limosna se justifica por la caridad ante el caritativo que la da para el que comprende la acción de éste. El fumar se justifica por el placer ante el fumador para el que comprende a éste aunque él no lo sea. La compression supone cierta comunidad. La creación se justifica por la gloria de Dios ante Dios para el hombre. La existencia y la esencia de Dios se justifican ante el hombre. ¿La existencia y la esencia de Dios se justifican ante Dios? El hombre justifica ante sí el Sér que ni puede ni necesita justificarse ante sí.
    [3] Dar y recibir razón. Sentir (se) menesteroso de justificación para sentir (se) o ser justificado. Posibilidad y necesidad: de qué, con qué...: subordinadas a los factores anteriores.
    [4] Aquello de que haya justificación depende de aquel ante quien la haya. No hay justificación de todo ni de todos, sino de unas cosas o unos sujetos ante unos sujetos y de otras cosas u otros sujetos ante otros sujetos: si los acusados tienen que justificarse ante el juez, ni ellos tienen que justificarse ante el tendero, ni los no acusados tienen que justificarse ante el juez.
    [5] Para el hombre: ante Dios, de todo incluso de él. Ante el hombre para sí: de todo incluso de Dios y de sí. Para él con Dios: ¿de todo? ¿menos de sí? ¿Si pura o práctica? ¿para Dios?
    [6] O ¿de su justicia? en la teodicea.
    [7] Los seres "infrahumanos" no son capases de dar ni recibir aquello con lo que justifica. Los seres sobrehumanos quizá sean susceptibles de que ante ellos haya justificaciones por lo que tengan de humanos o de divinos o por lo que deban a los seres humanos. Pero entre el hombre y Dios impone una gran diferencia aquello de que es menester que hay justificación ante ellos. Y si los seres intermedios entre el sumo Sér y los seres humanos necesitan o necesitaron justificación y pueden o pudieron tenerla, quizá sea por lo que tengan de los humanos o a éstos deban.
    [8] Aquello con lo que se justifica es una razón. La justificación es, en este respecto, un dar razón -de algo por algo a alguien. Dar razón en general o dar razón de bien. Equívoco o ambigüedad: la justificación del mal...
    [9] Una razón ¿práctica? puede ser un ser o una acción de él, como Cristo o su pasión y muerte.
    [10] 1) Razón pura dada por la pura: razón de un teorema matemático.
       2) Razón pura dada por la práctica: imposible.
       3) Razón práctica dada por la pura: la utilidad de la creación, los postulados kantianos! La crítica de la razón práctica es en rigor una crítica racional pura de la razón práctica.
       4) Razón práctica dada por la práctica: la efectiva utilidad de algo para un hombre. Difícil que sea absolutamente independiente de 3).
   La razón pura puede dar razón pura de sí y de la práctica (en realidad no puede darla de sí pura, sino práctica, y no puede darla ni pura ni práctica de la practica). La razón práctica no puede dar razón pura de nada, pero puede darla práctica de todo, incluso de la pura y de sí.
Razón pura -pura                    -teórica -de todo<de sí
                 }< de la práctica   <práctica de lo humano y                                         sobrehumano
Razón pura -práctica                    -prácticamente lo
                                         humano de lo humano y                                                 sobrehumano
Razón práctica -dada teóricamente.
Razón práctica -dada prácticamente< de la pura con sus razones.
   Hay que esforzarse por dar con la razón pura de las razones pura y práctica por esta última.
   Las razones puras, internas a prácticas...
   O las prácticas a las puras?
   La razón pura objetiva la práctica: razón y modificación }
   La razón práctica motiva la pura: razón y significación      
                         Razón-objetivación-razón

lunes, 1 de febrero de 2016

De la Falta de Verdad o De la Verdad en Falta Por Alberto Espinosa

De la Falta de Verdad o De la Verdad en Falta
Por Alberto Espinosa


    Hoy en día la juventud, y la juventud eterna también, se preguntan que les falta por ver, por tomar, por amar, en un mundo erosionado por la vanidad, por el individualismo y roído por el consumo, en donde sin embargo todos andan acongojados, remojados en sus propias yagas -desechando así e irreflexivamene la cuestión vertebral apuntada por Schopenhauer y a su zaga por Nietzsche: que somos seres en falta, en deuda, con una cuenta ontológica, mejor dicho onto-axiológica, que saldar.
   Porque el hombre al ingresar al mundo, por los poderes conferidos de su racionalidad, puede hermosear al mundo, proyectando en él su animación, solidarizándose con la naturaleza al impregnarla de su humanidad; puede, sin embargo, por razón del pecado origina, también proyectar a sus demonios y pervertir a la naturaleza misma, demonizarla, o desnaturalizarla al atender a la voluntad de dominio, manipulando la transformación de la materia para su irracional explotación, desentendiéndose entonces de los ritmos cósmicos de los que el hombre mismos forma parte y con los que debería participar de forma armónica. 
   El intento, fallido, de querer que nos pertenezca la ley por la cual pertenecemos, ha dejado al mundo al desnudo, y al hombre como huérfano de la tierra y expósito del cosmos; fallido intento de llenar de experiencias la vida, las vísceras de emociones y las entrañas de desechos tóxicos, mientras van vacíando al tiempo de toda significación y a las personas de toda intimidad e incluso de toda calidad humana, de toda calidez e inteligencia. Como si el hombre fuera hijo de sí mismo y sólo a sí mismo se amara.
   Falta grave, de superficialidad y ligereza, en un mundo caracterizado por la ausencia de los segundos planos metafísicos e incluso metafóricos, simbólicos, que indefectiblemente lleva al pesar psíquico y al sufrimiento de la materia, dada la prepoderancia del alma inferior apetitiva, que termina por hundir en la herrumbre del pecado y precipita la caída. Falta, también, de toda gravedad, que es el rasgo dominante de todo aquello que tiene que ver con lo sagrado y con el espíritu -del que no somos más que una débil chispa que, bajo el frío metálico del materialismo en boga y los gélidos ventarrones del mundo histórico en torno, poco a poco se humedece y apaga.


domingo, 31 de enero de 2016

El Nuevo Capital Por Alberto Espinosa

El Nuevo Capital
Por Alberto Espinosa


   El "nuevo capital" es la consecuencia directa y final de un mundo dominado por la ambición económica y materialista, cuyos valores no son otros que los de la libertad irrestricta (el proyecto de vida de los existencialistas) y el logro del poder económico y social. La teoría de C. Marx del capital y la filosofía del materialismo histórico que acuñó con F. Engels, ese empresario de hilanderías, representa la expresión más cumplida del protestantismo alemán, luterano, de la moral del trabajo sin segundos planos metafísicos, cuyo único horizonte, ya depredado de la estorbosa flora de la religión y su universal simbolismo, no puede ser otro que la ilusión del progreso técnico, metálico, de automatización productiva, industrial, en cuyo robotizado mundo de bienes de consumo solo resta el tiempo libre suficiente para consumir las tan codiciadas sustancias de este mundo, siendo su espíritu mismo el de la mecánica tecnológica la aceleración de la velocidad,por medio del transporte de objetos, personas y energía, para alcanzar en esta vida, a delectarlos, lo que conlleva de suyo por tanto la aceleración del tiempo individual... y de la historia. La teoría marxista se vuelve así una inmensa petición de principio, autoritaria, dogmática, totalitaria, cuyo único fin es la instauración a escala global de ese reino de la "religión inmanentista" -en abierto combate, por consecuencia estrictamente lógica, con la filosofía, entendida en su sentido cabal y sistemático, como la ciencia de los primeros principios o teoría de las esencias puras, cuyo objetivo es mostrarnos, como a su manera hace el mito con un lenguaje alegórico, el lugar del hombre y del individuo en el cosmos.
   Por más que se rebusque en la teoría económica de los nuevos socialistas, en cierto modo por lo mismo retardatarios, no se encontrará jamás un desarrollo sistemático de la ética o, cuando menos, de un arte de la vida como en Schopenhauer (Parerga y Paralipomena), ni mucho menos una estética bien parada (como la de Nicolai Hartmann), sino una obsesiva vanidad rayana en la soberbia de genial propagandista del pensamiento propio, de la propia personalidad, expresión que es el rasgo más notable de su socialismo teutón o su inextricable hegelianismo: el rampante individualismo sordo, autoritario, dogmático, que se sirve de lo que sea, del obrerismo, de la injusticia contra los huérfanos y las viudas, de la religión misma de ser posible, para a sí mismo ensalzarse. Inmune a toda crítica, impune, la teoría marxista lleva en su seno los gérmenes de su propio personalismo autodestructor, al erigirse en verdad revelada, intocable, tachando de insolencia cualquier corrección o reforma a su temario, sintiendo sus prosélitos toda discrepancia teórica como un ataque a su propia persona, que conmueve el edificio de su propia pirámide, que mina la amalgama broncínea de su propia efigie, diciendo, como el infausto D.A. Siqueiros en su día: "No hay más ruta que la nuestra" -por más que esa ruta sea la de la ruptura con la tradición cultural y la oscura alianza entre empresarios y demagogos por sistema, y por sistema de la burocracia oficial. 
   Así, en la base misma del obrerismo economicista de Marx, lo que en realidad late no es el afán de justicia, ya abandonado el camino de rectitud de la piedad cristiana, sino el mezquino culto a la propia personalidad -rémora de toda praxis subsecuente de su teoría económica elevada a conciencia de clase de partido hegemónico reinante. Su modelo, la sociedad cerrada de bebedores de cerveza encerrados en el gueto alemán de Londres, que al plegarse sobre sí misma engendra el orden mismo de la enajenación y la injusticia (como efectivamente engendró una hija del mismo Marx con una desentendida criada dedicada a limpiar de los gigantes tarrones teutónicos la baba inculta de aquellos bárbaros del protestantismo laico, guiados por el espíritu de Odín, de la dominación y de la guerra, de la contradicción y del conflicto y del odio de clases morales).
   Los valores perseguidos por la izquierda y la derecha modernas, como se ve ahora en las alianzas contra-natura que los reúnen, corresponden a la lógica tiránica de los engranajes económicos del materialismo, ya purgados de la retórica ociosa del bien común y del desvelo por el bien del prójimo (valores de feo tufo cristiano: de autonegación personal, sacrificio personal y caridad). Dándose la mano desde ha mucho detrás de los telones, en el contubernio entre la retórica obrerista y el economicismo pragmático de los emprendedores, salen hoy día desvergonzadamente a la palestra pública para anunciar su enlace próximo, ensalzados a sí mismos en sus posiciones extremistas, besándose tan pública como impúdicamente en sus espejos personalistas de irredentos narcisos progresistas, desdeñando abiertamente toda posición central, o el camino del centro que lleva al núcleo íntimo de la persona.
   Pragmáticos sin reflexión alguna que han confundido las perlas de la política, que es su centro anhelo de servicio y de mejoramiento de las costumbres, y afán de justicia, con el lodo de sus intereses personales de grandeza económica y poder material a una, instalados en medio de un mecanicismo tecnocrático vertiginoso, cuya frenética aceleración los hace romper los hilos que los unían con su propia sombra, disparados a la estratosfera de las especulaciones mercantiles, para usufructuar las grandes estructuras desmanteladas que se desprenden a pedazos, en grandes moles de servicios privatizados, desgajados del proyecto del estado benefactor, hoy completamente en ruinas y totalmente desmantelado por esa dupla de los tan eminentes como grises retóricos de la contingencia y los astutos predadores de la plusvalía materialista. 



domingo, 29 de marzo de 2015

Pueblo Quieto era mi Pueblo Por Alberto Espinosa

Pueblo Quieto era mi Pueblo
Por Alberto Espinosa

Al augusto abogado Agustín de Pavia 




Pueblo callado y tranquilo es el pueblo donde vivo,
aunque allende el horizonte hay otro pueblo tranquilo
que es cayado y tan antiguo y por ello lleva el nombre
que debía tener mi pueblo; Pueblo Quieto se reclama
y así clama a quien lo llama por su nombre muy antiguo, 
nombre de pueblo tranquilo que me recuerda a mi pueblo.

Aquí el cielo es dorado, que se siente de tan cerca
que dan ganas de tocarlo y se incendia en cada tanto´
cuando alzando los ojos todos vamos a mirarlo;
allá es el cielo lejano que no lo alcanza la mano,
una gran comba es el cielo en ese remoto pueblo
tan parecido a mi pueblo, cielo enorme veo su cielo,
que dan ganas de pintarlo, tan alejado del hombre
que surcan nubes distantes que tocan los horizontes.






sábado, 28 de marzo de 2015

Civilización o Barbarie: Cultura o Historia Por Alberto Espinosa


Civilización o Barbarie: Cultura o Historia
Por Alberto Espinosa


I
Todo lo que puede ser dicho, pude ser dicho claramente; lo que no puede ser dicho con claridad, más vale callarlo - decía, poco o más o menos, el gran pensador austriaco del siglo pasado (no me refiero, perdón por la obviedad, a Adolfo Hitler, sino a su condiscípulo de pupitre y compañero de banca en los párvulos vicenses, al ingeniero, enfermero, jardinero y excéntrico millonario Ludwig Wittgenstein). Se trata en el fondo de la reformulación de la gran enseñanza del clasicismo, de la gran lección clásica: cumplir con la norma, con la obligación de entender y dar a entender al otro la forma de vida y de pensamiento que uno procura, que uno cultiva. Sóren Kierkegaard, el maestro sutilísimo, agregaba el requisito moderno de no sólo entender conscientemente lo que uno dice al decirlo, sino también entenderse a uno mismo en lo decible.
En efecto, el misterio de la serenidad clásica difícilmente podría entenderse sin ese afán de transparencia, sin el valor de la claridad: único ámbito en el que pueden fundirse los espíritus en la moderadamente cálida y animada temperatura de la conversación, para así acogerse y comprenderse mutuamente. De acuerdo con esa augusta tradición todo lo que no puede ser formulado prístinamente queda excluido por pedestre y sin-sentido, por ajeno a la vida y su desarrollo - demeritado ya por ser un juego ocioso de trogloditas, ya por ser un interdicto, quedando excluido al caer fuera de la norma básica del arte de la conversación, de la sana convivencia inter-pares.
La guía, empero, es rigurosa y estricta: quien no entiende la formulación, quien de plano no "comprende" de que se esta hablando, quedando excluido de las expresiones verbales por su impotencia de articular su voz en ellas, cae inmediatamente fuera de la civilización, de la cultura del ciudadano que comparte una constelación o un corpus orgánico de valores, siendo por ello considerado como un bárbaro: como un hombre que propiamente no habla, que tartamudea, que balbucea, que mascusa pobremente las palabras , como si fuera un extranjero, un turista recién llegado. Es el hombre cuya pauperización cultural lo ha llevado a no entender ni una coma de lo que se dice; es el hombre oscurecido por la ceguera positiva y su soberbio imperio de la noche abstracta que, por lo tanto, no puede ver la luz del espíritu.
Las expresiones verbales no son otra cosa, bien miradas, que órganos de la vida. Su característica sustantiva es la de articular situaciones de convivencia inter-vivos con objetos representados; la de convivir, pues, con figuras del mundo - que llevadas a su extremo filosófico pueden ser las figuras del mundo mismo en su totalidad. Así, por virtud de la expresión verbal podemos articular nuestra convivencia no solo con objetos distantes en el espacio y en el tiempo, sino incluso con personalidades históricas a tiempo ausentes; por ejemplo, aquella que actualiza el entretenido lector con el Timeo o el Simposio platónico, el cual por otra parte ondula un área del espacio de las significaciones hace dos mil cuatrocientos años. Conversamos con Platón, o mejor dicho volvemos a reverberar con su enseñanza.
Por el contrario, el bárbaro es quien se cierra a ese espacio de significaciones, quien decididamente no quiere navegar en las ondas de la tradición, pensando con redundante barbarie que el mundo empezó y terminará con él y que su acción histórica es el puro desenvolvimiento de un programa genético sin drama y sin libertad (Edipo). Capítulo de la antropología negativa, en el que el hombre contrae intencionalmente su órgano verbal, articulando mínimas situaciones de convivencia, cuyo mezquino radio alcanza apenas a cubrir las noticias de su achatada y roma aldea. Es el hombre que más bien decide no entender, el que prefiere ignorar al otro enturbiando la trasparencia que serviría de medio para comunicarlo con el otro y con lo otro. Esa falta de amor a la comunicación traslucida, cuyo madriguera es igual k chanza gratuita que el manido ninguneo, es falta de amor también a la tradición y por tanto a la cultura.
El ser humano para formarse plenamente requiere de una segunda "gestación". Es la gestación más compleja y lenta conocida por cualquier especie animada, pues tiene como propósito la sobrevivencia en el mundo sociocultural - el cual esta permeado por todas partes por el lenguaje y sus instancias simbólicas. En esa segunda matriz donde acaba de gestarse el animal racional no sólo requiere sobrevivir: radicalmente requiere hacerse humano - porque lo humano no esta ya dado, sino que es una tarea. El ser humano, en efecto, es el ser que se humaniza, que adquiere, que recobra su ser por el camino de los lenguajes y su cultivo: el ser humano es el ser que se forma en humano para ser el mismo, para llegar y coincidir consigo mismo. También esta segunda gestación conoce sus abortos.
Bárbaro es así no solo el hombre telegráfico o el que traspantoja el lenguaje hablando incorrectamente; sobre todo es el que e incapaz de hablar la “verdadera lengua", el que no pude seguir la cadena de oro, el que no sabe como navegar en el ancho río de la tradición y de la razón. El bárbaro habla una lengua -qué duda cabe, siendo animal de razón, de palabra. Pero su lengua es vehículo tan solo de su minúscula vida ya no digamos sentimental, sino meramente instintiva: expresión de sus necesidades más apremiantes y demandantes, de sus rudimentarias y burdas emociones elementales. El bárbaro naufraga en conversaciones meramente relaciónales e inútiles o insustanciales, perdiéndose en diatribas de lavanderas, en proyectiles verduleros, o en su refinado extremo en el fino encaje consistente en tejer la telaraña, a vuelta y vuelta — como quien remacha maniáticamente un clavo ya clavado.





II
El lenguaje bárbaro, bajo sus innumerables manifestaciones, ha sido catalogado por algunos eruditos en el casillero de la cultura vernácula, debido a ser depositario de las emociones y de la circunstancia inmediata y más apremiante del hablante. Otros, en cambio, prefieren inventariarlo en el cajón de la cultura histórica por ser su contenido meramente situacional, o relacional, en cualquier caso inmediato. Quizás sería mejor subsumirlo, como hace Mircea Eliade, en el baúl de la cultura onírica, aquel arcón preferido por la gente dormida de k caverna platónica — a estas alturas de la marea histórica, saturada por la gente apesadumbrada y mortificante.
A tal cultura onírica (coloreada de tonos locales y de historia regional) se opone por naturaleza la verdadera cultura: la cultura universal. El rasgo definitorio de la verdadera cultura no es sólo ser una cultura de verdad (formadora del hombre) sino ser una cultura de la verdad: una cultura objetiva que participa de una misma realidad, de una misma jerarquía, ecuménica, única y universal.
Si la cultura onírica da como resultado seres oscuros e introvertidos, retorcidos o macilentos, cerrados y vocados al vacío del tedio y el aburrimiento, la cultura universal por lo contrario forma seres extrovertidos, de mirada abierta que observan la misma luz y por ello comparten los mismos valores, las mismas costumbres, que viven las mismas cosas y obedecen la misma ley.
En el espectro de la totalidad de la cultura, tanto la alta cultura como la cultura artesanal representan las puntas estabilizadoras de una campana de Gahus imaginaria, siendo ellas las constituyentes de las comunidades sapienciales por excelencia. La prueba de su continuidad está dada por la comunicación profunda y personal que se da entre los dos gremios: el poeta que se delecta oyendo la voz del pueblo; el artesano contemplando catedrales de roca o de vapores de agua.
En medio se encuentran las masas indiferenciadas de los hombres dormidos -que sin embargo van pugnando en el proceso educativo por despertar, por adecentarse, por civilizarse. Cuando no, estallan mirando oscuramente dentro de sí mismos para imponer por la fuerza su abigarrado e ininteligible mundo personal en ruinas y sus mezquinos intereses y tendencias particulares. Organismos aislados e impenetrables, en el fondo dominados por su vida orgánica y sus impulsos o instintos, por sus necesidades fisiológicas y angustias más apremiantes, los cuales juzgan la realidad de acuerdo a criterios oníricos, vernáculos o históricos. Vida embrionaria separada de la conciencia y de la escucha, donde la libertad y el pecado no existen y cuyo estado aparentemente paradisíaco de bestias edénicas, es el envés de un revés marcado por la imaginación pervertida y tos proyectos insensatos -en ambos casos por la esterilidad espiritual.
No el sueño de la nube aventurera, sino de la roca fuerte que, sin embargo, esta en su precipitación rodando muerta. No el recogimiento de sí que pide la autonomía para la creación de la gente despierta, sino k dispersión de quien ajeno a la verdad fríamente sueña la muerte. Porque el olvido de la tradición es también la desatención del peso de la realidad, de la gravedad del hombre. La cultura onírica quisiera así borrar el hilo que sutura a la historia -para inventar otra historia: su historia onírica. Pero esa historia estaría inevitablemente roída de olvido, queso gruyer donde quisieran rodear de espeso lácteo sus horas inconfesas.
Se trata de la aldea global, en el que cada uno de ellos es rey, genio, Premio Novel, gobernador ensoñado en su rincón -a costa de no contrastar su pobre embeleco con una imagen fiel del mundo, con la realidad ecuménica, con la cultura universal.
La humanidad a atravesado en otras horas periodos de oscuridad y de tiniebla por ese fenómeno de relativismo cultural, donde las cosas empiezan a dejar de valer por ser valiosas, preciosas, perfectas o finas y empiezan a valer por ser "mías": por ser mis poemas, mis cuentos, mis historias, mi tierra, mis “cuates”. Es decir, donde empieza a valer lo que no vale, donde se valora lo execrable, o lo puramente existencial: mis sentimientos, mi oficina, mi secretaria, mi champo, mi sopa.
La cultura onírica está condenada a ser regional: a no trascender, a ser conformista. Amenazada de parkinsonismo o de Alzheimer ese tipo de cultura, tan presta para olvidar lo, que no le conviene, es en el fondo la cultura de la conveniencia- -tan inconveniente generalmente a la sana convivencia. El problema radical estriba en que sus convenientes convenciones deforman los símbolos, los enferman y pervierten para que encajen en la contrahechura de sus estrechas mentes. El bárbaro, en efecto, básicamente es el hombre incapacitado para entender la ley, impotente para armonizarse con el cosmos, escindido de natura, de si mismo o de los otros.

Solo resta una pregunta: ¿cómo es que la civilización moderna acabó por olvidar su proyecto universalista?; ¿cómo es que ahora el esperpéntico hermanote, el cocodrilo metido a redentor, el meloso alacrán, el burro pedagogo tomaron el lugar occidental que habían llamado para ser ocupado por el padre de los pueblos?; ¿cómo fue que se penetró tan terrible disminución, tan repelente litote? O mejor ¿cómo volver a la cultura universal?



sábado, 28 de febrero de 2015

Sobre la Atención Por Alberto Espinosa

Sobre la Atención
Por Alberto Espinosa

   El propósito central de la educación, de la formación humana, radica  en estabilizar la atención para que pueda ser un suelo firme como el suelo, para que pueda ser una tierra fértil cultivable y fecunda para el espíritu. Combatir la oscuridad caleidoscópica de la distracción, disolver el alma inferior, evitar el vagabundeo del espíritu, no consiste en otra cosa que en controlar el río de la conciencia, en cierto modo interrumpiéndolo de su flujo irreflexivo que va en dirección siempre descendente. Como el agua que no encuentra un continente donde ser retenida, donde ser espejo. Evitar, en una palabra, el estéril vagabundeo de la conciencia que a fin del día deja al espíritu como embotado y deprimido.
   A partir de la tierra así fertilizada, es posible refinar y completar el alma superior del espíritu, preservado por la noción del respeto. Porque justamente el hombre atento experimenta una especie de liberación de las ataduras y presiones del cuerpo por la elevación de los ojos -porque si la tensión aclara la mirada para ver y describir, el respeto esclarece la escucha para poder oír nítidamente, ya fundida la escoria y las tensiones de lo oscuro, de la opacidad sensual que afecta al temperamento y se dirige hacia la muerte, restaurando de tal manera las potencias creativas del ser humano en la concentración del espíritu, en la energía luminosa y clara del pensamiento puro.
   La atención corrige inmediatamente dos vicios educativos: pensar sin aprender, que es peligroso; y aprender sin pensar, que es tiempo perdido. El hombre atento, por el contrario al atender tiende su oído hacia algo, y esa tensión a lo que tiende es a escuchar un contenido, por decirlo así, condensado de la cultura, que por ello se presenta, aparentemente, ininteligible, denso, inexpugnable, plegado, sirviendo la atención par desplegarlo y así, al desenvolverlo poder comprender –implicando por ello una contienda y hasta una contención.
   Por un lado, la atención es un contener el río de la conciencia del desatento, que es también el tipo del distraído, que es llevado y traído de un lugar a otro, por las ideas o imágenes que desfilan por su conciencia, distrayéndose con los ojos no menos que con los pasos, que igualmente lo llevan de un lugar a otro como si no tuviese un destino fijo –siendo finalmente el descuidado, el que a cada hora sale y anda de aquí para allá, como fugándose de cada persona a la que en lugar de atender y recibir, en sus caso extremo más bien repele o excluye al otro…. o se auto-despide del otro con las casi soeces y amenazadoras, cuando no insidiosas y hasta insolentes expresiones verbales de la vulgata que rezan: “órale”, “ándale”, “sale”.
   Por el otro lado, es la atención un contender contra las distracciones para poder prestar atención y atender al desciframiento del sentido, es decir, para poder entender –que es también un poder extender, poder desarrollar. Seguir, prestar atención con la mente, oír, comprender, que es también una “intentio”: un dirigirse hacia algo. Porque prestar atención (intendere animi in aliquid) es a la vez un proponerse algo (intrendere animo aliquid).
   En un segundo sentido la voz atender se refiere a una norma de la civitas, de la urbanidad, de la cultura: el atender en el sentido de estar al servicio, a las órdenes de una causa o de una persona, tal y como sucede con el atento tendero.
   La atención así puede verse como una virtud horizontal donde el conocimiento a la vez se extiende para una escucha que al recibirlo lo extiende en la mente para hacerlo, a su vez, extensivo a otros –echando abajo las intenciones de aquellos otros pretenciosos que dan como excusa su desatención para en avanzada tender por delante en una tensión que crea todo tipo de malentendidos.
   Así, el agua de la vida educativa mana cuando a la actitud del respeto y de atención para toda forma de vida se suma la memoria que se honra. Como se honra la jerarquía que se alza en el templo, despertando por consiguiente la emoción estética y moral del fuego vivificante del espíritu. Todo ello puede cifrarse, en efecto, en el principio intelectualista y voluntarista de la educación, pues de acuerdo a la idea que nos hagamos, que desarrollemos, que levantemos y que trasmitamos del mundo, así será nuestro comportamiento en la vida.