domingo, 25 de mayo de 2014

La Revuelta de las Ideologías: la Religión Inmanentista Por Alberto Espinosa

VII.- La Revuelta de las Ideologías: la Religión Inmanentista
Por Alberto Espinosa



XVII
   La rebeldía resulta, pues, un carácter constitutivo del hombre moderno, cuyo alejamiento de la religión no ha hecho sino exacerbar su naturaleza caída (pecado original), aunando al surgimiento de las ideologías por las naciones hegemónicas, que usan de la filosofía para dominar a las conciencias, o sirviéndose lo mismo de la publicidad que de la tecnocracia. Su resultado ha sido el no poder distinguir la luz de las tinieblas, estando el hombre moderno in partibus infideliun, sin un criterio moral fijo al que atenerse,  guiando su acción práctica por un concepto lábil de la libertad, como un mero derecho de paso, y por una vaga idea de igualdad, que lleva a la indistinción entre los hombres y a la imposición de absurdas jerarquías –caminando cada cual según sus propios intereses particulares, carentes de espíritu, en una especie de secularización desviada (Habermas), despeñados en un oscuro paganismo, viviendo como si Dios no existiera o sustituyendo las creencias en lo sobrenatural por grandes síntesis totalizadoras que escapan a los límites de la razón.
   La religión está, sin embargo, en el origen de la filosofía, estando marcada por su constitución, desde el principio, como instrumentación conceptual de la religión (Diltey) –o de la irreligión. Cuando el hombre griego sintió desconfianza en la religión, tambaleándose su mundo en torno, se ocurrió razonar la religión y nació la filosofía como lo que siempre ha sido: racionalismo, confianza en la razón. Cabe recurrir a la razón para razonar la religión, como en el caso del creyente que no quiere dejar de creer, para recuperarla del todo; cabe también, acaso más sólitamente, para sin razonarla por quien ha dejado de creer en parte y quiera dejar de creer del todo. Sin embargo, lo cierto es que creer o dejar de creer no se produce por puras razones, por razones y críticas, sino por motivos prerracionales. Motivo de la religión la voluntad del ascetismo; de la irreligión la voluntad hedónica y crática.
   Todas las religiones sin excepción son ascéticas, limitantes de la voluntad espontánea de sujeto mediante abstenciones, mortificaciones y sacrificios. El ascetismo tiene así la doble dimensión de una limitación del poder y de una oposición al placer, cuya función es la de refrenar el alma inferior del ser humano, para acceder con ello al alma superior y al espíritu. Pero atentando con ello contra la libertad intrínseca del ser humano de hacer lo que se le pegue la gana, su regalada gana.  Pero hay en el hombre también esto otro: el impulso al placer y la voluntad de poder, constituyente de la naturaleza humana no menos que la voluntad, instinto o impulso que lo lleva al ascetismo. Es evidente que en el poder hay el placer de la expansión de la propia voluntad; por su parte el placer necesita del poder para realizarse en plenitud, tomando en cuenta lo bien constituida que está la naturaleza humana para los goces materiales del cuerpo. Desde la perspectiva religiosa tales tendencias pueden verse como un impulso de perdición y otro de salvación del alma, de venderle el alma al diablo de entregársela a Dios –entendida no como realidad psico-mental, sino como entidad ontológica. Desde el plano estrictamente ético constituyen el gran fenómeno de la dualidad moral del ser humano, el  a priori del ser humano, el misterio mismo de hombre o su condición de posibilidad.
   Mas que el ateo, que siente que Dios le oprime y reprime y que lo niega para liberarse de él, el verdadero irreligioso es el indiferente quien no le preocupa Dios, ni se acuerda de Él, que es propiamente aquel sobre el cual la irreligión ha triunfado sobre la religión. Posición extrema cercana a la del positivismo, para el que lo metafísico es lo insensato, de lo que nadie en su juicio debe ocuparse. En materia de religión, sin embargo, el racionalismo o confianza de la razón en sí misma, no tiene todos sus poderes, pues es incapaz tanto de razonar como de sin razonar la fe, de mantenerse en sus límites, que son los estrictamente científicos, donde no entran los objetos de la fe religiosa.
   La fuente y autoridad de los fines fundamentales del hombre tampoco pueden cimentarse solamente en la razón –pues es la moral la que determina el objetivo de la acción práctica, teniendo la ciencia exclusivamente el papel de establecer los medios para llevarlo a cabo (razón instrumental, pues el conocimiento de lo que es no lleva directamente al conocimiento de lo que debería ser o la meta de las aspiraciones humanas). En efecto, la mera actividad racional no puede proporcionar el sentido de los fines últimos y fundamentales. Los valores morales, por lo contrario, se edifican y tienen su fuente más bien en poderosas tradiciones que influyen en las aspiraciones y juicios de los individuos –so siendo necesario buscar una justificación racional de su existencia, pues su razón de ser se adquiere a través, no del juicio racional, sino de la revelación intuitiva y por intermedio de personalidades extraordinarias –pero que a la vez pueden aclararse recurriendo a los fundamentos emotivos del pensamiento humano, pues los axiomas éticos, arbitrarios desde un punto de vista lógico, no lo son desde la perspectiva psicológica, estando los sentimientos religiosos liberados de los deseos egoístas, de la servidumbre de los anhelos y aspiraciones egoístas, teniendo sus aspiraciones un valor suprapersonal , imponiéndose sus pensamientos y sentimientos por la fuerza misma de contenido y significación irresistible. 
   Por su parte, el impulso irreligioso del hedonismo o impulso de placer en general, entra en un complejo que empuja hacia el esteticismo por un lado, y hacia el ciencismo por otro, oscilando la personalidad irreligiosa hacia gustos estéticos, a los que cede, y a rigores intelectuales, a los que no renuncia. Fabuloso complejo, decía, que lleva al espíritu revolucionario, entendido como aquel que va contra la tradición, contra la costumbre, y que empuja hacia la tentación idolátrica del progreso y el futuro y el pecado de la expansión de la propia voluntad o ambición de poder, que es la obra del demonio. La revolución, en efecto, es lo que va contra la conformidad, es el producto de lo inconforme, por lo que va también contra la naturaleza –pues la naturaleza es lo cíclico, lo que no cambia, lo que no es inconforme (por lo que todo naturalismo es en realidad un conformismo). La revolución es lo que a favor del cambio y ninguna revolución es angélica.Al querer dominar el socialismo, por el medio de la organización del obrerismo y de la burocracia de partido, encuentra a su enemigo natural en el socialismo de la caridad: la Iglesia, esa organización de la conformidad, natural, fortificada contra el demonio -penetrada hoy en día también por el humo de Satanás. 
   El demonio es el tentador y ha hecho al comunismo sensible al pecado, pero también al arte, concibiéndolo como obra del hechizo y la fascinación, como arte nada más que arte,  postulando la autonomía de los valores artísticos, de lo poético, de lo artístico, de lo bello en sí, desligados de la verdad eterna, como lo que v con el cambio y contra las costumbres, que gusta de la alteridad (originalidad) y de lo extravagante, aliando a la bella la perversidad en un arte impuro que no violenta al azar o en el hastío de las vanguardias, tediosas y superficiales, saturadas de imágenes vanas o extravagantes donde el sentido de la realidad se pierde un una pura fugacidad -detrás de la cual asecha el diablo, desprendiéndose de todo afecto y de toda realidad.    
   El arte inventa así en la época moderna la “belleza convulsiva”, donde cabe lo bizarro, lo grotesco, lo extraño, lo irregular, oponiéndose por tanto a las normas clásicas y a la eternidad cristiana, en una especie de singular desdicha que es no es sino conciencia de finitud y donde la muerte aparece como la gran excepción que absorbe a todas las otras en su anulación de leyes y de normas. También separación del pasado y desunión, ruptura continua que se separa continuamente del origen y que por tanto se identifica con la alteridad, que se confunde con lo otro imantándolo y que luego se separa con horror de ese fantasma para seguir, otra vez, en busca de uno mismo. 
   El origen de la rebeldía contemporánea puede verse así como el encumbramiento de un tipo humano: el hombre fáustico, Nuestro tiempo, en efecto, da la preeminencia al carácter hedónico, voluptuoso, voluntarioso o al crático –que dan lugar a los tipos humanos que se soliviantan contra el ascetismo religioso y contra la religión toda o quienes se preocupa por sin razonar la religión, hasta que llega a parecerles indiferente sin razonarla, dando con ello cabida al existencialista moderno, al cual tampoco le importa ya no digamos dar razones, pero ni siquiera tener razón, prendado de la pura y nuda existencia. Inaugurando con ello nuestra edad tardomoderna o postmoderna otro de sus caracteres dominantes: el del inmanentismo, que instaura la existencia del hombre sin ninguna  trascendencia, arrojado a lo que no va más allá, a lo que en si mismo se agota, y que es, por tanto, engullido por las aguas amorfas de devenir.



XVIII
   El abandono secular de la religión ha llevado así a un desplazamiento de la fe, por asociación de ideas y transferencia de sentimientos, hacia las doctrinas políticas, cuyo principio no es una verdad eterna, sino la verdad del cambio violento y de la lucha –donde se identifica la crítica con el cambio y éste con la alteridad. La razón que las alimenta no puede ser otra que la razón histórica, que niega el pasado, y al negarlo se identifica con el ahora, con el tiempo, con la historia, en una especie de pasión religiosa que a la vez que niega a la religión para  convierte en una mística del tiempo histórico, abriendo el mito de la muerte de Dios el paso al principio del azar y de la contingencia, de la sin razón y el absurdo.
    La indiferencia en materia de religión, fase final del ateísmo, vista como una liberación, proyecta al hombre así a una confianza en el ahora, en el presente, en vista al futuro: es la idea, o mejor dicho el ídolo, del progreso. A la vez, la nueva religión del inmanentismo es acompañada por dos notas: la angustia de la existencia vacía, que contempla el cielo desierto, experimentando así la bancarrota del sentimiento religioso y de la comunidad de fe trascendente, empujando hacia la caída en la desesperación de la particularidad. También a la ironía, al humor negro que como medida compensatoria a la depresión anímica, intenta disolver las tensiones y recuperar el tono vital mediante la negación de la objetividad, introduciendo el subjetivismo extremo en el ahora para disgregar la eternidad en el tiempo histórico –pero sin poder salir de la caída en el caos informe del devenir, que introduce en la historia el azar y la contingencia.
   En el arte los valores artísticos, separados de valores religiosos, desembocan en una especie de idolatría del objeto como realidad aparte, autosuficiente. La crítica toma entonces el rostro de la vanguardia: negación de sí misma que busca un nuevo principio para poder perpetuarse. Sustancia de la arte moderno: la frivolidad de la mera sucesión, de lo excéntrico, de la alteridad cada vez más extremosa, guiada por la divisa del cambio incesante, que para poder vivir tiene que renacer, criticándose a sí misma. 
   En el campo sociológico las doctrinas políticas han impuesto una ideología materialista, que se resuelve en economicismo, mediante el método del recurso, del determinismo de la conciencia por la presión social de las instituciones, cifrado en el dogma: “No es la conciencia del hombre lo que determina su ser social; sino su ser social o que determina su conciencia”. El principio de fraternidad queda entonces resuelto no en la voluntad de tratar al prójimo como a uno mismo, sino encapsulándolo en hermandades cerradas de terapias e intereses mutuos  Trasgresión de la religiosidad por una voluntad hedonista de la vida (erotismo-esteticismo) y por un impulso de poderío en la historia: desgarradura que constituye el eje contradictorio sobre el que gira la modernidad. En sus casos extremos, cayendo de bruces en místicas degradadas, que al destejen el tejido de la creación al imitarla vulgarmente (luciferismo).
   Lo moderno coincide entonces con lo revolucionario: romper con el orden antiguo al escindirse de la sociedad cristiana; destrucción del pasado y construcción de una sociedad nueva. El hombre es entonces no más que su historia y la historia el lugar donde el ser humano se realiza –socializándose hasta el extremo hasta dejar de ser individuo, pues el hombre que se realiza en la historia, cumple un destino histórico supraindividual, quedando así enajenado en función y sujeto de las presiones del tiempo.
   Las ideologías políticas de nuestro tiempo, apelando a una libertad lábil y una conciencia social determinada por las condiciones materiales de existencia, han sido también las el lugar de las reivindicaciones, creando con ello una trasmutación y una nueva escala de valores al prometer un paraíso meramente terrenal. Por un lado reivindicación de una libertad de nuevo cuño, que la romper las coyundas de la tradición y de la ley moral,  lanza al individuo a la rebeldía de la desmesura (hybris), ya de la voluntad de poder, ya del impulso de placer, ya del esteticismo apráctico -estratificándolo en la meseta de la vanidad. Su meta final: la reivindicación global de un mundo meramente inmanente, sin lugar no ya no digamos para Dios, pero ni siquiera para el humanismo -puesto que si no hay más allá, todo se resuelve en el más acá, dándose entonces el enorme equívoco del “presentismo” de las convenciones: tratar lo profano como si fuese sagrado, sacralizando arbitrariamente lo profano, y a la vez tratando lo sagrado como realidades profanas -creando no un paraíso terrenal, sino el infierno burocrático de los césares satánicos.
   Condena de Sisifo: negarse a sí mismo para perpetuarse en el tiempo profano, identificándose no con un destino trascendente de unión con Dios, sino con la sucesión y negación de la historia, en una ruptura continua e incesante separación del hombre de sí mismo, confinado a los plagues y repliegues de la psicología individual: a la vez que lanzado fuera de sí, en un perpetuo ir más allá, hacia los extremos excéntricos de la naturaleza humana, en una carrera frenética montada en el tiempo de la aceleración histórica, imantando el presente por el futuro: por una ilusión inalcanzable. Sobrevaloración del futuro, pues, de un tiempo que no existe o que no es nada y que roe la conciencia de falsas expectativas y promesas y anega el alma de nihilismo –transformando al futuro en el lugar de nuestro deseo, pero también de nuestra frustración y de nuestra desdicha.  


viernes, 16 de mayo de 2014

La Esfinge Por Alberto Espinosa


La Esfinge
Por Alberto Espinosa
(Corregido)



I
   La Esfinge, ser ambiguo y enigmático, morfológicamente está constituido por una proverbial mezcla de seres vivos: el cuerpo del toro, las garras del león, alas en los costados de águila y cabeza humana barbada tocada por el cireo o cobra protectora –aunque la cabeza algunas veces aparece de carneo, halcón o de mujer, incluso se conoce alguna con cola de cocodrilo. Por su estructura somática se le relaciona con  las Arpías, la Quimera, las Erinias y el Hipogrifo, formando con ello una pseudoclase o “familia” simbólica, colmada de sugerencias a la meditación, a la reflexión psicológica.
   La obra artística más conocida que representa al fantástico ser es la Esfinge de Gise (o Guiza), construida por mandato de Quefrén por la raza roja durante el Imperio Antiguo más allá de 4, 500 años antes de Jesucristo. Su función era proteger la necrópolis de Gise, pues la esfinge egipcia guardaba la entrada al Más Allá y a los santuarios. Algunos textos afirman que la cabeza es la imagen del rostro del faraón Kefrén, la cual se concluyó junto con la pirámide dedicada al faraón en el año 2, 530 antes de Cristo. La verdad es que el monumento de la Esfinge colosal de Gise se pierde en la bruma de los tiempos, probablemente más allá de los 6. 000 años A de C. Lo que nadie ignora es que la gigantesca escultura es también la primera y principal creación cultural de la civilización egipcia, siendo su símbolo, emblema y su marca distintiva –aunque a través de la tradición ocultista y mitográfica haya sido asimilada por la cultura Helena. Desde el Imperio Antiguo apareció  la representación del faraón como esfinge, asociándolo así al dios solar del origen de la vida Ra, perdurando la costumbre de su culto hasta el final de los tiempos faraónicos, tanto en su escorzo protector como en el aplastante. Es, así, símbolo del poderío soberano, despiadado con los rebeldes y con los renegados del espíritu, pero protector de los nobles y de los buenos.
   Su nombre en egipcio, Shesep anj, significa “imagen viviente”, uno de los nombres con que también se conocía a Atum, el dios del sol poniente. Aunque existe alguna esfinge femenina, la de Hatshepsut, la esfinge es generalmente masculina. En árabe se le ha llamado Abu-el-Hol, el “padre del terror”. Por eras enteras la esfinge de Gise fue cubierta por las arenas del desierto del Nilo.




   La Esfinge es así la guardiana de las necrópolis, de los umbrales prohibidos o sagrados, que empiezan con los templos y las momias reales, pero que van más allá de ellos hasta el mundo de ultratumba. Se dice que escucha el canto de los planetas al través de la fricción que las grandes esferas producen en el espacio sideral y que vela en el borde de las eternidades, sabiendo todo lo que fue y todo lo que será. Su mirada enigmática observa así como se escurren a los lejos los Nilos celestes y el diario bogar de las barcas solares. Es el símbolo de la serenidad de la certidumbre, de la plenitud de la verdad íntima y personal del espíritu o del hombre colmado por la alegría de la promesa. Más en general representa lo ineluctable que se presenta en el origen de un destino mostrado a la vez como misterio y como necesidad.
   Su rostro, algunas veces pintado de rojo, observa el único punto del horizonte por donde sale el sol. Generalmente representaba al faraón, otras veces al dios sol, siendo antiquísimo símbolo de soberanía entre los egipcios. Es visto así no sólo como una presencia protectora, sino también invencible. Representando, como repito, el poderío soberano, despiadado con los rebeldes y protector de los buenos. Por su rostro barbudo evoca al rey o al dios solar, poseyendo los mismos atributos que el león en su aspecto diurno o luminoso: ser felino que resulta irresistible en el combate.
   En Egipto los leones son animales solares que se representan frecuentemente por parejas, lomo a lomo, contemplando los opuestos horizontes: uno el Este, el otro el Oeste. Así, simbolizan ambos horizontes y el curso del sol de un extremo a otro de la tierra, vigilando el transcurso del día y representando el ayer y el mañana. En este sentido son los agentes del rejuvenecimiento del astro, repitiendo el transcurrir del viaje infernal del sol que va de las fauces del León de Occidente a las del León de Oriente, donde vuelve a resplandecer el astro por la mañana. Se trata de la misma función que cumple la serpiente en el Calendario Azteca de la cultura mexicana. En otras culturas es representado al león devorando a un toro, expresando con ello la dualidad antagonista fundamental del día y la noche, del verano y el invierno. El león llega así a simbolizar no sólo el retorno del sol y el rejuvenecimiento de las energías cósmicas y biológicas, sino los sucesivos renacimientos periódicos de cada persona. En la iconografía hindú la leona (Shardüla) es también un animal solar y una manifestación del verbo que traduce el aspecto terrible de Maya: el poder de la manifestación.




   El león simboliza con su imagen la fuerza, el poderío, la majestad, así como la virtud de la vigilancia, al dominar el felino su territorio con los ojos abiertos. Por ello ha sido costumbre colocar en los templos y bibliotecas públicas leones esculpidos en mármol o en bronce. Rey de la selva, el león es en la tierra lo que el águila en el cielo: el símbolo del señorío natural del poder de la fuerza y del principio masculino.
   La quietud y la serenidad asociada a la fuerza del león lo transforman fácilmente en alegoría del saber divino, siendo también ello empleado como título de nobleza o como un grado en la cofradía iniciática –siendo opuesto natural del chacal o la hiena. En efecto, para la heráldica es emblema de soberanía  cuando parece una de sus patas apoyadas sobre un globo terráqueo, simbolizando en el blasón de las nobles familias la fuerza, el valor y la magnanimidad.
   En su aspecto femenino es la imagen de la Diosa de la Naturaleza en la unidad viviente de sus reinos, representación pues de la Madre o de Isis terrestre, a la vez tranquila, misteriosa y terrible. En Grecia, sin embargo, existían también representaciones de leonas aladas con cabeza de mujer, pero ellas indicaban el aspecto oscuro del símbolo: monstruos temibles, enigmáticos y crueles, en donde se codificaban los extravíos de la feminidad pervertida.



   Es el caso de la Esfinge encontrada en su andar por Edipo en la región de Tebas: monstruo mitad león mitad mujer que planteaba enigmas a los caminantes y devoraba a los que no podían responder a ellos. En tal imagen los analistas han visto el símbolo de la intemperancia y de la dominación perversa, semejante al azote que devasta a un país como secuelas de  destructoras que deja un rey despótico. Al estar sentada sobre la tierra, como adherida o pegada  a ella, es más que un símbolo de la naturaleza terrestre otro de ausencia de elevación espiritual. Advierte Chevalier que todos los atributos de tal engendro son los índices de la vulgarización o del rebajamiento moral, pues la Esfinge de Tebas no puede ser vencida sino por la sagacidad del intelecto, antídoto contra las formas del embrutecimiento causadas por la disolución de la costumbres. Sus alas, como en el caso de las gallinas, no la sostienen, estando así condenada a caminar en tierra o, más radicalmente, a hundirse en las arenas del olvido. No expresa entonces una certidumbre misteriosa, sino la vanidad tiránica y destructiva.



II
   Los Querubines que aparecen por aquí y por allá como espolvoreados apenas en el Nuevo y Antiguo Testamento son, por su constitución morfológica, idénticos a las esfinges egipcias. Cuenta tal tradición, entre sus primeras noticias, que mientras realizaba la obra de la Creación, Dios cabalgaba el abismo montando en las nubes o en las alas de la tormenta o cogía los vientos que pasaban haciendo de ellos sus mensajeros o montado en querubines. Tal es el poder y gloria del Señor, pues ¿quién como el Señor? Nadie como el Señor, como el Dios de los ejércitos, creador todopoderoso. Pues ¿quién es Dios, fuera del Señor? ¿Y qué otro Dios hay que pueda protegernos?



   La mitología judeo-cristiana visualiza los poderes elementales, así como los cuatro animales por ellos representados, tanto en la visión de Ezequiel como en la imagen de los cuatro evangelistas y en las revelaciones del Apocalipsis de San Juan. A este respecto hay que recordar que la palabra hebrea querubim, que es el plural de querub, no significa otra cosa que ser alado. Tales seres sobrenaturales fueron representados comúnmente en el Oriente Medio. Variaciones del querubín son los famosos toros alados esculpidos en los palacios de Mesopotamia, y los son también las esfinges del antiguo Egipto. Representan, efectivamente, la combinación de las cualidades preponderantes del león, del águila, del toro y del hombre, como ejemplos supremos de vigor, espiritualidad, racionalidad y bravura –cuyos representantes más recordados por la tradición son los cuatro Evangelistas.



III
   Si algún atributo tiene el toro es la doble nota de la potencia y la fogosidad irresistible e infatigable, pero también anárquica. La abundancia de su semen lo hace un símbolo inigualable de las fuerzas fertilizantes de la tierra  y por ello de la potencia creadora. Por ser un emblema de las fuerzas indómitas y del desbordamiento sin freno de la violencia se le ha asociado a los océanos y a las tormentas y al dios griego Poesiedón y a Dioniosio, la divinidad fecundante, pero también a Urano, dios del cielo, asociándolo siempre a su potencia anárquica. En si mismo representa la fuerza calurosa y vigorizante de las potencias elementales de la sangre. Es el espíritu macho combativo, asociado lo mismo al morueco que al cabrón o al buey. Se trata, en tanto potencia religiosa o manifestación de lo sagrado, del becerro de oro –cuyo culto fue proscrito por nuestro padre Moisés.
   Sin embargo el toro, asociado con el ardor cósmico, con la fuerza calurosa y fertilizante que anima todo lo vivo (Indra), tiene un aspecto de posible sublimación: representa la energía sexual la cual, al ser dominada, trasmuta la energía para espiritualizarse, simbolizando entonces la fuerza de la justicia, pero también el orden cósmico o Dahrma. Es entonces el soporte del mundo manifestado, el ser que desde el punto inmóvil pone en marcha el mundo organizado o la rueda cósmica. Cuentan los Vedas que el toro retira una de sus pezuñas de la tierra al fin de cada una de las cuatro edades del mundo y cuando todas se hayan retirado los cimientos del mundo se destruirán. Porque el toro es también uno de los animales cosmóforos que, como la tortuga y el elefante, soportan a la creación entera.



   El toro se liga así al complejo simbólico de la fecundidad: cuerno-cielo-agua-rayo-lluvia –y en este sentido con las hierofanías lunares. Muchas culturas han visto en sus cuernos una evocación de la clara luna en cuarto creciente. El insuperable bate zacatecano, Ramón López Velarde, lo comparó sin rubor con los pechos de la cantadora que: “con el bravío pecho empitonando la camisa/ ha hecho la lujuria y el ritmo de las horas”. El toro en tanto fuerza de la naturaleza y de las potencias ctónicas esta, en efecto, enamorado de su contraparte inclusiva: la nívea vaca de las blancas astas, poderosamente iluminadas en la comba nocturna del cielo estrellado. Difícilmente podemos encontrar en la distancias siderales dadas a la contemplación del anima del mundo otro símbolo más poderoso, salvando solamente al populoso y frecuente astro diurno. El horno áureo de los días así está ligado irremediablemente en su calor a su opuesto no excluyente: a la luz fría y de argento, a la figura fantasmal y solidaria, a la láctea y sonriente luna de plata. Porque si en el toro hay algo descomunal, una fuerza indomeñable y excesiva, en la vaca hay algo de remanso de paz, de tesoro de carne pura y de santuario de serenidad. En amor de la vaca por sus terneros hay, sin duda, algo que el terciopelo en la caricia de los dedos imita y acaso difícilmente supera. Por su parte, en el toro que abandona la manada, que respira todo él del olor verdi-negro de la sangre en la potencia vital de la amapola y el olivo, en realidad no es el toro negro de la muerte, sino el contemplativo enamorado de la luna. Los himnos védicos cantan de ella: “La Vaca ha danzado sobre el océano celeste/ trayéndonos los versos y las melodías /...La vaca tiene por arma el sacrificio/ y del sacrificio ha sacado la inteligencia/ ...La vaca es todo lo que es:/ dioses y hombres, Asuras, Manes y Profetas.”
   El poderoso novillo celeste de cuernos robustos, el toro de las estrellas y de las noches, alía así para la valoración originaria de la imaginación poética atenúa la interpretación fúnebre del toro: la de la divinidad infernal que monta invertido al feroz bovino llevando en la mano una serpiente como símbolo guerrero y es autor de los desórdenes cósmicos.
   Genio del viento, para bien o para mal, es el toro o el buey el ser que en libertad fecunda, afirmando su violencia de una manera absoluta, o el continente que limita toda fecundidad, simbolizando entonces la castidad sexual. Símbolo de las pasiones animales primitivas (como el buey), que tiene que pasar por la iniciación para desear la vida des espíritu y alcanzar la paz.
   Por su parte, el minotauro representa a la bestia interior (encerrada en el laberinto de la psíque) al que hay que dar muerte simbólica. La bestia sacrificada en el exterior por el torero, graba una imagen inconsciente del mismo hecho simbólico: la del padre enfurecido, la de la fuerza brutal y de la dominación perversa, que apaga el soplido de la llama devastadora, cuyos pies de bronce son emblema de la tendencia a la ferocidad y al endurecimiento del alma. Tarea, pues, de imponerle el yugo de la ley moral, de dominar los deseos instintivos, como Jasón, sin ninguna ayuda, controlando así la fogosidad de las pasiones, antes de poder apoderarse del símbolo de la perfección.
IV
   La leyenda griega de Edipo y la Esfinge, es la historia o el relato más antiguo que se recuerde entre las historias paganas, el cual se inspira en hechos ocurridos cuando menos dos o tres generaciones antes que la sucesión o cortejo fúnebre en el ciclo de Troya. Alcanzó pronto el estatuto de mito y material obligatorio de los poetas, debido a sus ingredientes de conmoción de la sensibilidad, aunado al despertar de la conciencia del terror religioso que suscita. La aparición fantástica de la Esfinge en el relato refleja su tono de profundidad trágica al ofender a la inteligencia, ya con su mera presencia, ya con sus disolventes acertijos. En la dilatada historia de la leyenda, que ha sido representada y escrutada por generaciones enteras y sucesivas hasta el mismo día de hoy, dos soluciones se han dado. El vencedor Edipo sugirió la suya desde tiempos inmemoriales. La segunda fue atrevida por Tomás de Quincey, el último discípulo y secretario de Emmanuel Kant, en el año del señor de 1849. Ciento cincuenta y cinco años después a las dos soluciones paradigmáticas, añadiré una interpretación y un comentario.



    Thomas de Quincey, en un capítulo de su libro Seres imaginarios y reales, “La Esfinge Tebana”, delinea una nueva solución al lamentable enigma de la Esfinge, que aparece primero como por debajo de la grandeza del momento escénico en que aparece, en el año de 1849. La historia del Rey Edipo, quien vivió mil 300 años de Cristo, se refiere a las “oscuras fundaciones” de nuestra naturaleza humana –un primer momento en que los antiguos griegos y romanos presienten la más misteriosa y triste de todas las ideas: la idea del pecado, que sólo el cristianismo revelaría en su plenitud. Tales culturas, en el periodo clásico,  tenían idea de la culpa, como en Platón o en Cicerón, (amartia, pecattum), entendiéndola como una mera falta o defecto del individuo, no del todo como una mancha –que afecta y contamina no sólo al individuo, sino que se difunde a toda la familia humana. La idea de la falta era entonces asociada a la idea de explicación, cercana a la idea del pecado original, pues implicaba un castigo, cuyas razones se presentaban como inaccesibles, que alteraba sólo el destino personal.
   Edipo resulta, sin embargo, no sólo asesino, sino parricida, a la vez que perpetra incesto con su madre, volviendo con ello a sus hijos sus hermanos –acciones desmedidas que lo llevan a la ruina, a la humillación y a la miseria. Por tales actos, cometidos  contra la santidad de la naturaleza sin ser en sí un hombre malo, Edipo vive el día de sus conquistas, sin presentir la noche que al venírsele encima revelara una serie de valores, con un fulgor lánguido de claras estrellas. Su historia es misteriosa: hijo de los reyes de Tebas Layo y Yocasta, es arrojado de pequeño a un abismo del monte Cicerón, pues una profecía lo señala como asesino de su padre. Queda sostenido de una rama por los pies, liberado por un pastor y entregado al Rey de Corinto. Cuando averigua la historia de su rescata quiere averiguar su origen y verdadero destino. Marca a Delfos donde recibe el oráculo de que en Tebas está su origen y destino. En su camino se enfrenta a tres hombres y al ser provocado de manera insolente, los mata: uno de ellos es su padre, el Rey Layo. Inconsciente de ello llega a Tebas, donde las autoridades ofrecen el trono vacante a quien venza a la monstruosa Esfinge, mitad animal mitad mujer, por entonces residente Boecia, quien cobraba el tributo de vidas entre la población. Edipo la enfrenta cuando le propone un enigma: ¿Cuale es el animal que de niño se mueve en cuatro pies, en la mocedad en dos y de viejo camina en tres pies? Sin pensarlo demasiado Edipo responde; Es el hombre. Entonces la Esfinge se marcha, arrojándose de cabeza desde una peña hacia el mar. Sin embargo, con el tiempo la peste azota a la ciudad de Tebas. Edipo reflexiona, sabiendo que el trono y la reina de Tebas los obtuvo por matar al antiguo rey. Pronto descubre con espanto que Yocasta es su madre y que sus hijos (Eteocles y Polinica, Ismene y Antígona) sus hermanos. Yocasta se suicida y él se descuaja los ojos. Sus hijos varones, antes de pelear a muerte, lo destierran de Tebas. Cae la noche: el sentido de la naturaleza humana se le revela en medio de su pavorosa oscuridad.       . 
  Thomas de Quincey atreve una interpretación más a la respuesta de desdichado rey: cuando contesta a la Esfinge, ésta acepta la respuesta como válida, entendiendo que el hombre al que refiere el joven es en realidad ese mismo hombre: es decir, Edipo –de niño sujeto a la piedad de un esclavo, de joven arrogante, pretendiente a un trono que consigue, de viejo inválido y ciego sostenido sólo por el amor filial de Antígona. La esfinge, ese ser misterioso labrado en mármol por egipcios o etíopes, se enfrenta a otro enigma, doble, que es el hombre y que es Edipo, y es derrotada por la inteligencia. La peste es la figura de la némesis, que azota con su ira destructiva no solo a Edipo o a su casa, sino a la ciudad entera. Porque Edipo no ha resuelto sólo un enigma que le revelará finalmente su propio destino, sino también un misterio, el de pecado, que afecta el destino general del destino humano.
   Edipo es el hombre signado por el mal fario desde su nacimiento: el de la orfandad oscura que lo hace, paradójicamente, luminoso y privilegiado hijo, aunque adoptivo, de los reyes de Creta. La amnesia del origen se vuelve así en su caso condición de posibilidad para la anagnórisis del reconocimiento, atenuando la propuesta de pertenencia y de humanidad inscrita en lo genético y subrayando así su carácter de propuesta y de aceptación del libre albedrío y de elección vital que conlleva la tarea de ser, de hacerse hombre entre los hombres.
   La ceguera del infausto rey Edipo no es sólo el foco de negrura en medio de lo visible, también es la sutura de la cultura griega con su ascendente egipcio, la que a su manera había resuelto la gran cuestión de la antropología filosófica: la pregunta por el ser o la esencia del ser humano –ser plástico e imprevisible, pero en su fondo de naturaleza inalienable e inmutable. La esfinge se presenta para el mundo heleno así planteando directamente un enigma a ser interpretado, pues de no descifrarlo el genio acechante devorará a su víctima. Edipo resuelve que el animal que gatea para luego erguirse y después declinar y andar apoyado es el hombre -pero con ello no alcanza a atinar del todo en la significación que tal desciframiento entraña. Porque el joven Edipo, por decirlo así, se queda en la superficie, rosando las apariencias externas o en la cáscara del problema.
   Porque no es el hombre meramente hijo del tiempo, o de sus argucias o de su astucia sólo (hijo de su técnica); porque no es el sólo el constructor de sí mismo –cual un expósito del cosmos. El hombre simultáneamente y a la vez es el hijo de un origen, que tiene que rearticular a la vez que se articula y construye a sí mismo. Porque le hombre es el ser que, al hacerse y rehacerse en cada instante de su vida, tiene que cumplir con la promesa de su ser y, de una manera humana, legitimarse. Porque el hombre, ser que al hablar proyecta objetos en figura, objetivando por su expresión verbal el mundo en torno y significando sentimientos y estados emocionales respecto de ellos, es también el animal que es el prometido y que promete y que debe cumplir lo prometido, no sólo con su hacer, sino cumpliendo con su sentido. Porque el hombre no nace ya hecho, sino que su ser es una tarea y un proyecto que tiene que rearticular a sus orígenes –de su casa, de su casta, de su comunidad y cultura, de sus virtudes y de su nobleza, asuntos que el viejo Edipo ha de rumiar a oscuras luego del desenlace trágico.
    Los griegos vieron en la esfinge, teniendo como órgano su mitología armonizadora del mundo antiguo conocido en su totalidad, a una “leona alada”. Ambiguo símbolo y terrible que algunas veces indica fecundidad, pero otras se relaciona con la idea general expiatoria que representa a los genios destructores que arrebatan del mundo a los vivos. Así, por un lado, se le relaciona con la sexualidad en su aspecto regenerador; por el otro, se le concibe como la “estranguladora”, como un genio cruel y acechante que es en sí mismo símbolo de lo enigmático por antonomasia: del misterio y de la duda. Así, en Gise, el rostro de la Esfinge mira a la eternidad por el camino del horizonte, por donde despunta el astro rey, orientando por el este, por el camino del alba, del nuevo amanecer.



   Bajo esta modalidad los psicoanalistas interpretan el símbolo de la esfinge bajo el aspecto misterioso y terrible de la sexualidad femenina, significando entonces su nombre “la estranguladora”, emparentándose en esta manifestación decididamente con otros seres malignos de la mitología helénica, como las Erinias, las Harpías o la Quimera, representando  un genio destructor y expiatorio que arrebata del mundo de los vivos.
   Pero adopte un aspecto femenino u otro masculino los sacerdotes inmemoriales quisieron significar en la perpetuidad de la piedra que en la gran evolución cósmica la naturaleza humana nace de la naturaleza animal, teniendo que armonizar en una de sus fases de crecimiento las fuerzas o poderes de ésta para alcanzar su pleno desarrollo. La composición de la esfinge a partir de los elementos metonímicos del toro, el león, el águila y el hombre, en efecto,  representa los cuatro elementos base de la ciencia oculta: el agua, la tierra, el aire y el fuego. La filosofía griega de los milesios partió de esta simbología elemental cuando interrogo la Physis para dar cuenta y medida de los elementos comunes al macrocosmos y al microcosmos (Tales, Heráclito, Anaximando y Anaxímenes).
   Así, la clave del enigma de la esfinge hay que buscarla en el silencio y en el hombre. Porque el hombre es el agente divino, el microcosmos que reúne en sí a todos los elementos del cosmos y a todas las fuerzas de la naturaleza. Por su parte, el absoluto silencio da a la meditación de la verdad interna el aire o elemento plástico sobre el que las  alas emplumadas del amor realizan  la ascensión del espíritu.



La Revuelta de las Ideologías: Ideología, Filosofía y Mito Por Alberto Espinosa

VI.- La Revuelta de las Ideologías: Ideología, Filosofía y Mito
Por Alberto Espinosa

XIV
      Son las filosofías esfuerzos por dar razón de cuanto existe, del hombre y el mundo y el ultramundo o del ser en su totalidad. A la vez, las filosofías han sido la instrumentación conceptual de la religión –ya sea al razonar la religión o al sin-razonarla… para erigir otra en su lugar.  El hombre moderno ha intentado así escapar de la religión y sin-razonar el mito, base narrativa de la religión y de lo sobrenatural –pero el mito no se deja vencer, pues apenas sale por la puerta de enfrente, entra embozado por la de atrás, frecuentemente bajo formas degradadas, bajo formas inferiores de la mística, pues el rechazo de las grandes analogías y metáforas suele conllevar a la escatología, también analógica, de lo peor.
   Los tres grandes dogmas, los dos grandes mitos del hombre moderno-contemporáneo han sido la fe en la fortuna, en la revolución y en el progreso. El hombre se ha dejado de concebir así como hijo de la tierra para concebirse como hijo de la fortuna: como hijo de la técnica, de sus obras, de sí mismo –asumiendo una libertad sin solemnidad, ni grandeza, ni responsabilidad, como un mero derecho de paso, de manera anárquica, sin seguir a una cabeza, andando cada quien por su propio camino, siendo absorbido muy frecuentemente por los dictados despóticos de la ideología en turno.
   En sus inicios la filosofía comenzó al intentar hacer ciencia con los objetos del mito, con los objetos míticos (muy particularmente del alma inmortal y de Dios) –nació entonces la metafísica… dando muerte a sus padres y al culto religioso que entrañaban. La crítica reveló con el tiempo que, a diferencia de otras disciplinas, la metafísica no había entrado por el camino seguro de una ciencia (Kant), que la ciencia metafísica había resultado frustránea, que era una psuedo-ciencia de los objetos del mito. La filosofía desembocó entonces en una ciencia de esa frustración.
   En nuestro tiempo la filosofía, ave fénix que renace de sus cenizas, ha intentado renovar sus poderes críticos, revelándose ya no como ciencia de la demostración de la existencia de los objetos míticos, sino: a) como ciencia y crítica de la mentalidad mítica y simbólica; b) como ciencia y crpitica de sí misma: la filosofía de la filosofía, y: c) la cual ha ahondado en dos vías: de sus métodos de conocimiento y lógicos, y la de su origen volitivo-psicológico, pues son las filosofías oriundas de la soberbia, de la soberbia o superioridad intelectual, de la elación del ánimo que produce la teoría de la totalidad, de estar en la visión sobre todo lo demás, para intentar dominarlo todo…in mente y en corde, en sumo corde (como un proyecto, pues, a su vez frustráneo, de autodivinización).
   En lo que toca a la primera vía, puede decirse que el mito representa en su conjunto una manera de ver e interpretar el mundo y al hombre, y de regular la vida entera, ya que al tener sus objetos una referencia a la totalidad abarcan o representan principios universales. La primera forma que adopta la metafísica es, efectivamente, la del mito y la del símbolo o signo. Al volverse discursiva o alcanzar plena conciencia de sí, se vuelve discursiva, adoptando las formas de la cosmología y de la teología, tratando así teóricamente de lo sobrenatural, de la realidad trascendente. El prestigio de universalidad que ha caracterizado a la filosofía se debe en buena parte a que los primeros objetos de la filosofía fueron los del mito, los cueles representan principios universales.
    La metafísica y la religión abrazan ambas la “vía del centro”, pues son dos caminos que revelan la capacidad del hombre de despertar de la absurda amnesia en que se ve sumergido por el peso de la materia y de recordar la verdad del espíritu. La religión tiene como misión descubrir lo sagrado fuera del hombre, ya que todo acto religioso (el culto) entraña salir de una zona profana para entrar a un templum (saliendo con ello de lo profano, de la historia, de devenir, de la vida común) para entrar en la oración al centro del ser, a la realidad absoluta, al esse: la realidad sagrada, opuesta a lo meramente profano, a el aspecto de la vida que ha de ser engullida por las aguas incesantes del devenir universal. La metafísica, por su parte, tiene como objeto descubrir el centro del hombre: su alma, camino muchas veces doloroso de la libertad que rompe las cadenas de la esclavitud, que es el pecado, para mostrarnos la verdad -pues la verdad forma parte misma del centro del hombre.
   Los hombres han sido y seguirán siendo devotos de los cultos religiosos; han sido y seguirán siendo también creadores y recreadores de mitos; y seguirán también reflexionando sobre el mito y criticándolo, para razonarlo o sin-razonarlo, haciendo a la par ciencia del mito, filosofía de lo mítico, reflexionando su hacer recrear mitos. El nacimiento de la filosofía y de la ciencia causo la muerte de sus progenitores: los mitos, sustituidos por una nueva, por una nueva fe, por una confianza en la razón (principio racionalista, que afecta lo práctico en un principio a la vez intelectualista y moral, pues según la idea que nos hagamos del mundo nuestro comportamiento en él).
   Empero, las ideologías contemporáneas valiendo del prestigio de universalidad de la filosofía han intentado, por medio de absurdos sortilegios, tratar las realidades sagradas de una manera profana, a la vez que han osado acordar a lo profano valores sagrados, en una muy grave trasmutación axiológico que ha lleva a un número sin cuento de actitudes y acciones insensatas y vergonzantes, perturbando de tal manera la armonía cósmica, pues es tesis central de todas las metafísicas la idea de que el universo es solidario con el hombre. Así, tanto el materialismo contemporáneo como el viejo positivismo decimonónico relujado baja la forma del neopositivismo lógico, han erigido sendos mitos bastardos conducentes a tan fatídico equívoco. El uno, intentando una religión de estado de cuño totalitario, que no es más que un cesarismo apoyado por una extensa capa de mandarines ateos; el otro dando caza a la metafísica al declarar a los lenguajes analógicos, míticos y simbólicos, meros sin-sentidos, cambiando la objetividad social de la ley moral por los libres  caminos del individuo guiado por sus mezquinos intereses, condicionados a su vez por las condiciones materiales y biológicas e la existencia –en ambos casos sujetos a un oscuro paganismo. El mito ha renacido así bajo sus formas más oscuras, dando lugar a la irrupción las místicas inferiores, en un pensamiento de la existencia que resulta puramente de hecho y sin razón de ser. Pensamiento único, cuyas místicas de la nuda existencia, de la tecnocracia, o del lucro y la mentira, parecieran más bien acarrear la muerte de la filosofía.
XV
      Ciencia es investigación metódica de proposiciones del pensamiento (como la matemática) o de la realidad (como la física) que incluye el proceso de su fundamentación, de dar razón de ellas o de verificarlas, ya sea por medio de demostraciones del pensamiento o de observaciones y experiencias. Característica de los objetos científicos es ser, pues especies y parciales, relacionándose los sujetos científicos con ellos investigándolos.
   A diferencia de ellos, los objetos del mito son concebidos como situados más allá de la realidad perceptible por los sentidos, ni bien a bien aprehensibles por el pensamiento racional, pero a la vez como principios o espíritus que son causa de la totalidad de los objetos (ejemplos clásicos: el alma inmortal; Dios –y y otros espíritus figurados por la imaginación mítica). Los sujetos se relacionan con los objetos míticos concibiéndolos de esa forma, pero sobre todo creyendo en ellos, en los objetos del mito, comportándose prácticamente con ellos de las maneras derivadas de tal fe. La filosofía metafísica fue el intento de entrar en relaciones científicas con los objetos del mito; ya demostrando racionalmente la existencia del alma (no como una serie de eventos meramente psíquicos, sino del alma sustancial, espiritual, inmortal), ya la existencia de Dios. Sin embargo, la manera propia de dar razón de tales es objetos es: por revelación (o por la autoridad que de tal revelación dimana); por la luz natural de la conciencia (puesto que le es accesible al hombre aquello que de Dios, y del alma, puede saberse o le es manifiesto). Una tercera vía es la de adaptar los métodos a sus objetos, tarea que en nuestro tiempo ha frecuentado la filosofía de la cultura.
   El punto central, sin embargo, es el que deriva de la época moderna: no ya tanto una fe en la razón, ni en la nueva ciencia experimental de la naturaleza física, sino en la técnica, en las máquinas y sus procedimientos, potente para dominar y transformar los objetos, para su explotación y aprovechamiento –que es apuesta también por un espíritu invisible que reina detrás de las bambalinas científicas: el espíritu de dominación, de la voluntad de poder.
XVI
   Del mito no se puede escapar; principio anterior a los principios, piedra fundadora que siempre ha estado ahí, ley que establece y que luego se retira, ley ausente –circularidad última e irrebasable de la filosofía y de la cultura: fe, voluntad, que siempre estará ahí por más que le neguemos o sea reprimida en actitudes antisolemnes o iconoclastas, puesto siempre vuelve y nos alcanza de nuevo.
   El hombre moderno sin embargo deriva la fe en la religión a la fe en la ciencia, a la creencia en la ciencia quiero decir –pues ha sido la ciencia la fuente de la técnica, la cual a su vez proporciona los medios de dominación material del mundo en torno. La constante en el hombre moderno es así una fe, muchas veces inconsciente y oscura, en la máquina, que ejerce sobre las almas una extraña fascinación –pues la confianza en la ciencia deriva de una previa seguridad que da al hombre el uso de la técnica, por su eficiencia, en el dominio, uso y transformación material del mundo, de dominación, uso y transformación de la misma naturaleza, sin excluir a la naturaleza humana, no solo en lo psíquico o individual, sino también socialmente.
   Así, los tres aspectos a su vez dominantes de la técnica, de la tecnología, de la tecnocracia moderna, son: por un lado, el pulular de objetos nacidos de la aceleración de los procesos industriales, que conlleva a la devastación y sobre explotación de la naturaleza anejo a un consumo desenfrenado y circulación irracional, cada vez más acelerada, de mercancías; una aceleración creciente también en los movimiento del ser humano facilitado por las máquinas, de movimientos de traslación específicamente, en los transportes, o una aceleración en general vehicular, que permiten al hombre ahorrar tiempo, hacer más cosas o ir a más lugar con menor desgaste tiempo, con la consecuente superficialidad que ello pudiera implicar, todo lo cual modifica incluso los módulos naturales de desarrollo de la vida, sitiando al ser moderno en una aparente juventud perpetua de reiteradas satisfacciones y viajes o traslaciones en el espacio en una vida marcada así con el sello de lo vertiginoso e de lo inútil.  El tercer aspecto, sin embargo, resulta de entre todos el más inquietante: me refiero a la tendencia creciente de los tiempos contemporáneos o tardo-modernos nuestros de usar las ideas filosóficas como medio de dominación espiritual de las conciencias  por parte de las naciones en lucha por la hegemonía cultural y política del mundo. Son las ideologías, caracterizadas por esa específica voluntad de poder que en los centros educativos no se avoca tanto a la formar valores en las conciencias, orientandolas a la acción sensata, sino una disimulada retórica del poder, cuyos ídolos predilectos han sido las ideas, los espíritus sería mejor decir, del progreso material, de la rebeldía y de la revolución, tentadas todas ellas por la voluntad de poderío. La verdadera crítica y filosofía no puede sino enfrentar esa voluntad de poder totalitaria luchando a favor de una voluntad más potente que pueda reemplazarla, por su valor universal, de progreso espiritual de la humanidad en su conjunto, por medio de la educación cultural.

   Filosofía de la cultura y crítica, pues, afanosas de estudiar esencialmente al hombre y en situación, pues es ahí donde radica la condición de posibilidad de las ciencias del espíritu y de la cultura –que son todas ciencias históricas, historicistas, al estar gravada la especie humana con un destino histórico, no pudiendo ser sino su método de estudio a la vez esencial y existencial. Investigación en lo particular de los sectores de la cultura humana donde se dan las formas del mito, investigando en una filosofía del hombre tanto: al creyente, afanoso de Dios y de la inmortalidad del alma, que por sus obras anda por el camino de la fe, de la buena fe, para ver de cerca sus motivos, o sentimientos motores de su voluntad, que es la voluntad ética de hacer el bien; del hombre resignado de vivir con una fe débil o ya sin fe, en una religiosidad que asume meramente por costumbre, como alguien que por lo mismo se pone un traje raído: y observar muy de cerca el caso del hombre moderno, no interesado o indiferente en materia religiosa, o en la trascendencia, que viviendo una vida meramente inmanente o que se agota en sí misma, devorada por la aguas fluctuantes de la historia o del devenir, acoge frecuentemente sin saberlo otra mística, sólo que de un carácter marcadamente inferior, investigando así los motores o motivos básicos, tal vez irracionales, de tal fe en la mera inmanencia.  



lunes, 5 de mayo de 2014

La Revuelta de las Ideologías: la Triple Escisión (Ideología y Mito) Por Alberto Espinosa

V.- La Revuelta de las Ideologías:
la Triple Escisión (Ideología y Mito)
Por Alberto Espinosa



XII.- La Triple Escisión
Para curarnos de la triple escisión del hombre moderno-contemporáneo, producto de las filosofías solipsistas que nos segregan, en la ruptura con uno mismo, con los otros, con la creación de la naturaleza y con Dios, no queda sino recorrer nuestros pasos atrás, para volver a los orígenes del pensamiento y del ser, retomando así el viejo sendero –suturando las tres heridas que llevamos abiertas por la vida, con el amor y en la muerte. Pueden así postularse tres reglas del nous o inteligencia, cifradas en: una actitud abierta de servicio hacia el otro, hacia el contiguo y próximo –no diluido en un romántico amor al distante por la mera novedad de lo exótico, o al disetáneo cronológicamente, sino de verdadero amor por el prójimo, amándolo como a uno mismo; ahondar también la relación con uno mismo en la reflexión temperado sobre la propia conducta ante los otros, en un proceso recurrente de introspección moral; salvar también nuestra relación originaria con la madre naturaleza, hermosa cifra de la creación, y con el Creador, en actitud de oración, de petición, y de acción de gracias.
    Tres principios vulnerados por las ideologías y por el hombre rebelde tardo-moderno, que en su desmedido amor por el cambio y la mutación del tiempo histórico se ha dejado succionar o por la frivolidad de la moda o por las vacuas ilusiones de la utopía, roídas de nihilismo en su desmedida adoración por el progreso material, cuyo acento en el futuro, siempre inasible y evanescente, ha ido acompañado por una escandalosa decadencia moral que, bajo el pretexto de la novedad y del ahora, a frisado los límites, ya insufribles, de la anomia.
   Así, los ideales morales de la rebelión social se han diluido, hasta volverse cómplices de una tiranía colectiva al ser transformados en meras fórmulas de procedimiento, pero sin contenido real, desembocando en las paradójicas formaciones de un academicismo vanguardista de la parataxis o en un socialismo de burócratas mendaces, tendientes a la luciferina mística inferior de lo humillante. Porque hacer del socialismo un burocratismo, del libertario un libertino o de la orgullosa vanguardia una vanidad de académicos no ha sido sino perpetuar, cada vez con menos generosidad espiritual, una ideología rentable de domino, donde lo otro no queda asimilado a lo mismo, sino trasmutado en algo peor que lo mismo, al intentar hacer equilibrismos para jugar en dos tableros a la vez, en un indisimulable fachadismo, donde la simulación y el fingimiento alcanzan la dignidad del arte vanguardista sólo a fuerza de una inconcluyente revolución de los principios, revueltos ya en la repetitiva dialéctica rebelde de la negaciones.  



XIII.- Figuras de la Rebeldía
   La fuente de la que bebe el rebelde moderno es la de la inconformidad –frecuente esa fuente ha sido el de un pozo envenenado. La “razón demetérica” de todo ello habría que buscarla en la tentación del “no”,  en la hinchazón del deseo negativo que, infectado por el aguijón del mal, igual dice no a la vida que a la muerte, en los extremos de la pereza o en de la soberbia –ya enfangándose en la vida, en la caída hacia adelante, yéndose a fondo, a pique, a morir, perdiéndose en las aguas pútridas del estancamiento: ya revelándose con el espíritu abstracto en las estructuras intangibles, resbalando en la caída hacia atrás, al negar los ciclos naturales de la vida.
   La palabra rebelde viene “bellum” o hacer la guerra, pero en nuestra época ha tomado también la acepción de resistir, de resistencia contra un orden injusto o contra una ideología a la vez hegemónica y sin fundamento; por su parte, la palabra revuelta viene de segunda vuelta o volverse del revés, lo que da idea de mezclar una cosa con otra, de crear un estado de confusión, de adulterar, de ir contra las costumbres en un impuso primario, aunque también puede interpretarse como lo contrario, como expresión de protesta movida por la nostalgia, por la pérdida del orden. Revuelta, revelarse: darse la vuelta… pero también invertirse, voltearse. Por un lado revolverse: hacer frete al enemigo, combatir al espíritu del aire, luchar contra el mal, enderezar las cosas; por el otro, revelarse como antisolemne, como ateo y anarquista que desconoce la cabeza, participando del error y con irrespeto, en  abandono de las antiguas leyes, en una razón sin Dios, negadora de Dios, cayendo de bruces en el engaño, en la mediocridad y en la falsía. Confusión de los planos donde comulga igual el poeta solitario que el héroe maldito. Ambigüedad de los vocablos: hilaridad del diablo.
   La modernidad ha entronizado, efectivamente, a la figura del rebelde, del inconforme, rasurándolo de uñas y garras haciéndolo así partícipe de los juegos de poder del déspota. Su figura más cumplida se encuentra en el existencialista de la filosofía contemporánea, que busca a troche y moche una moral “más laxa”, volviéndose así aceptado su ir en contra de las buenas costumbres –pero que a la vez intenta acaparar todos los privilegios y monopolizar todo el sentido. Es el rebelde sin causa, pues, cuya inconformidad es constitutiva, alimentado por el resentimiento y la frustración, cuyo corazón está emponzoñado por el deseo negativo o de la pura negación, siendo así el hombre sin principios, embozado en un naturalismo más bien cínico, sordo a los requerimientos de la moral. El rebelde en nuestra era de novedades, cambios acelerados, pulula así entre nosotros bajo disfraces variopintos, al estar hecho de particularismos, excentricidades y extremismos –de excepciones a la norma, llevándolo todo a una enfermiza transmutación de valores cuya dislocación del sentido y distorsión de las referencias llevan al horizonte brumoso de  la licuefacción de la razón, dando lugar así la desatención del distraído y a la absorción en la nada muerta del negligente. Porque el rebelde pacta con el déspota, dejando de ser ninguna para ser alguien, a condición de volverse colaboracionista de Don Nadie.
   La ideología, ese uso de la filosofía, mezclada con otro casa, para la dominación de las conciencias –llámese política, economía, futuro o religión-, ha intentado, efectivamente, de poner el centro en lo excéntrico, de tal manera que el error, que la excepción, se generaliza y se vuelve por tanto aceptada. El rebelde, así, laboriosamente domesticado, representa mansamente su papel en la comedia o en el circo, aprendiendo lo mismo a simular que a disimular.  Su complicidad con el déspota en turno y sus happenings vanguardistas consagran así un oscuro ideal del hombre moderno: la idea de que el hombre no es más que la sublimación de sus instintos, de sus impulsos y tendencias –aunque a todo eso se le llame, determinismo social e incluso llanamente socialismo. La rebeldía, sin embargo, no cede: la nueva rebeldía se manifiesta entonces no como protesta de los desposeídos, sino como inconformidad de los satisfechos y abyección del hartazgo.
   Inversión de los polos magnéticos que se resuelve en irreflexión e irresponsabilidad, pues tal rebeldía al quedar atrapada en la mera inconformidad no puede espiritualizar la naturaleza humana, resolviéndose muy frecuentemente en una inflexión hacia el lado de la voluntad de poderío, hacia el mero querer expandir de la propia voluntad –ya vuelta impersonal. No una vuelta a la razón, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre, sino a la inconformidad en sí -en una voluntad de querer ser, más que en un ser, que abre la posibilidad de ser el otro del hombre: el ser sin nombre. Las faltas del hombre rebelde, del hombre moderno, se suceden así entonces en cascada: desde el imperativo propiamente inmoral de usar de medios malos para fines buenos, hasta el uso de una razón meramente instrumental que declara implícitamente su horror atávico por las esencias, su ansia de éxito y de aparentar, en un vitalismo meramente egológico que exalta tanto los reflejos en esquirlas de Narciso como el feroz personalismo autoritario, a lo que habría que sumar su gusto por lo frivolidad, por la superficialidad, su falta de rigor y de radicalismo crítico .quedando así frecuentemente preso en una jaula de conceptos abstractos, reducido a un átomo, y por ende, a lo mecánico, es decir, a las maquinaciones implícitas de la ideología.



 XIV.- Ideología y Mito
   La filosofía lejos de ser refractaria a esa crisis de pliegues y dobleces verbales ha sido su centro y su escenario, dándose por consecuencia una crisis sin paralelo en la filosofía misma, en el pensamiento, en la razón –por la que tradicionalmente se había definido al hombre –definido ahora más que nada por su pura y nuda existencia, para la propiamente puede haber vida, pero no filosofía. Nostalgia de la filosofía primera, pues, de la metafísica, en medio de la crisis universal de la civilización occidental moderna que ve en la plurificación de las diversidades una expresión más de la cifra de la particularidad, donde se pierde precisamente toda universalidad posible
   Una de las razones de aquella nostalgia filosófica de universalidad estriba en que la misma figura del rebelde se ha vuelto así resbaladiza, confusa ella misma, pues señala a la vez a dos deidades inmortales: Luzbel, el ángel promotor de la caída, y a Prometeo, el titán del fuego salvador caído en desgracia –en el centro, desgarrado por esa doble tendencia del espíritu humano, al mortal Sísifo, condenado a llevar la inacabable piedra derrumbada a la cumbre sin fin de la colina; que al igual que Faetón, tal vez Belerofonte, simbolizan el mito ancestral de la ascensión y la caída: imagen de la osadía del espíritu humano y de su fracaso, jeroglíficos de la libertad en donde se entrelazan los componentes de la eternidad y de la ruina.
   Así, en primer lugar, el rebelde es Luzbel, pues la palabra rebelde deriva efectivamente de “bellum”, palabra guerrera que ayuda a componer su nombre: ángel sublevado contra los principios eternos y contra Dios que, luego de su caída, se ensaña al maquinar la perdición de los hombres e intentar volver a tomar el cielo por asalto. Porque la ética de Luzbel, el hijo de la Aurora, deriva de ser, y en primer lugar, el inconforme y desobediente, el indócil e intrigante que esparce entre el pueblo los rumores y la confusión, haciéndose simultáneamente pasar por libertario o estallando en blasfemias. Por su parte la palabra revuelta significa tanto volver del revés, mezclar las cosas adulterándolas, como retorno, regreso, vuelta: segunda vuelta, en alusión a la revolución de los astros que vuelven a su punto de partida, a su principio, de donde la idea no tanto de rodar cuanto de enrollar y desenrollar, de desplegar lo plegado: de explicar. Su figura es la de Prometeo, quien ayuda a los hombres robando el fuego, la luz, de los dioses –cuya revuelta es más bien la revolución misma del tiempo, que pone fin a una era histórica y que, a semejanza de la ronda de las estaciones, marca con su término el comienzo de otro tiempo que despunta. Ambas figuras asociadas el planeta Venus, pues, cuya figura mitológica es doble, la de Hésperus y Fósforus: la estrella de la mañana y la estrella del atardecer.
    El hombre tardo-moderno ha elegido en camino una figura fluctuante, que responde a la ambigüedad del tiempo que corre: Sísifo, cuya tarea infructuosa y repetida es subir a la punta de la inacabable pirámide. Su drama: no querer morir, no aceptar a muerte, el fin de un ciclo, quedando preso por tanto en una juventud perpetua, ignorante, irresponsable, obediente solo a un señor ya vuelto abstracción pura, sin rosto, que lo devora; su experiencia, ir hacia los extremos de las posibilidades inmanentes inscritas la naturaleza humana para tocar el límite de lo imposible, hasta chocar con el límite, y ser obligado por la fuerza misma delas cosas a recular, experimentando  en cabeza propia el “no hay más allá” de lo posible.  Los mitos, los dioses, los ídolos de su nueva religión inmanentista, de su vivir como si Dios no existiera, como si todo estuviera permitido, como si el pecado no existiera, como si lo espiritual fuera una sperestructura de lo material, como si pudiéramos apropiarnos de la ley por la cual pertenecemos, no son otros que las figuras del progreso, de la abundancia programada, tecnificada, institucionalizada, prevista, y de la revolución, guiada por la dialéctica de la historia. Que inevitablemente ha desembocado en la tiranía de los burócratas o en la restauración cesárea. Mito moderno, pues, que tiene algo de “non serviam” de  luzbélico, algo también de llevar el fuego salvador al ser humano: ambos resueltos en el esfuerzo inútil de no aceptar nuestra condición de mortales, a costa de perder el alma, de postrarse desactivados para la fraternidad o en la nada muerta –todo ello en medio de un falso igualitarismo que no puede sino conllevar a un falso respeto, en el fondo profundamente antisolemne, vulgarizado.
   Mito del tiempo, del tempo futuro que se agota, erosionado por la invisible masa de sus pertinaces contradicciones, y que por tanto se vacía. Porque no es el tiempo sólo una medida abstracta, sino algo concreto, un fluido, un cuerpo una sustancia, una fuerza que se llena se vacía y que se acaba, que crece o decrece, que se gasta y consume. Porque el tiempo es algo, como nosotros, vivo, que nace, crece, decrece, decae y que renace, una sucesión que muere y que es seguida de otra que regresa, pues un tiempo se acaba a la hora que otro retorna. Acabamiento interno de una era cósmica, que marca el inicio de otra: unos dioses, unos mitos, entonces se apagan, tal vez para siempre, mientras regresan otros tiempos con sus dioses.