IX.-
La Revuelta de las Ideologías: Religión o Modernas Herejías
Por
Alberto Espinosa
XXIV
La dialéctica de la modernidad ha resultado
un suelo fértil para el crecimiento de las herejías, de los errores, de las
locuras cultivadas. Al estar fundada en la religión inmanentista del progreso
material, de la novedad y el cambio, que inevitablemente ha llevado, en sus
expresiones más radicales y violentas, a las disonancias de lo excéntrico y lo
extremoso, abriendo incuso el paso, tan alegremente como estéticamente, a la
transgresión de las normas. Su signo, así, es el de la confusión generalizada
de los caminos, en una especie de insistencia en el errar y en el error,
renovados y revitalizados por el tiempo, sin cesar, bajo la forma de truismos,
lugares comunes, supersticiones consensadas o de encubiertas herejías.
La figura del intelectual se ha vuelto de
tal modo en nuestro tiempo mermada, como extemporánea, oculta o sumida bajo la
aplastante publicidad y propaganda oficial, debido a su insoslayable tarea
crítica de combatir y luchar contra las confusiones y herejías de la
actualidad. Porque la verdad, como aquella estatua en el desierto de la que
hablaba Albert Einstein, es olvidada rápidamente, cubierta por el viento
abrasivo y la arena, por las confusiones y los errores que vienen de todos
lados y reaparecen sin cesar, mutando, bajo formas cada vez más novedosas, más
atractivas, más fascinantes –estatua que el esfuerzo humano por el saber debe
limpiar constantemente, para asegurar la continuidad de la nobleza humana.
El mayor peligro de la novedad es lo que
puede haber en ella de ideología, de espejo deformante de la realidad, que
sobre todo enturbia o anula en el hombre el conocimiento de sí, abriendo en
cambio las puertas de la frivolidad, de la superficialidad, de la vanidad, de
la ligereza, de la burla o del azar, oscureciendo o perturbando la interioridad
espiritual del ser humano. Uno de sus efectos más notables es el subjetivismo
rampante de nuestra edad, de extremismo sentimental, en el que cada uno juzga
por la apariencia, con el rasero de la mediocridad, dentro de las estrechas
fronteras que le permiten al hombre moderno sentirse cómodo dentro de sí, dentro
de su pequeñez, volviendo aceptos sólo a aquellos que no les dan problemas, sin
encanto y sin magia, presos en la red de convenciones del lugar común. Lo cual
revela, sin embargo, la incapacidad del hombre moderno de juzgar
impersonalmente, con un criterio objetivo, no personal, supraindividual –imposibilidad
que a su vez lo imanta inversamente contra la tradición, contra la religión
toda.
En materia de arte tales criterios
impersonales han sido también adulterados: se apuesta, en cambio, al arte por
el arte (esteticismo), al arte de la tendencia social (por el precio y la
asignificación abstracta), por el valor de lo espontaneo, por el arte
nacionalista, por el arte proletario, por el arte campesino, olvidando con ello
que cada comunidad tiene sus formas propias de expresión que el artista
individual no se puede suplantar: el folklore, el simbolismo popular, las
artesanías tradicionales, los mitos y símbolos colectivos. Mientras que el
artista se diferencia precisamente por ahondar, por profundizar en su
experiencia personal y pulir su actuación individual.
La religión inmanentista del progreso, del
cambio, de la transformación y de la novedad, ha impuesto a escala social la
ideología del inmoralismo, maquiavélico, donde no hay culpa, el pecado no
existe y todo está permitido, en una especie de deificación del poder por el
poder mismo. Incluso el mismo ideal de justicia social ha tenido que pagar el alto
precio de socializar al hombre para realizarse, esclavizándolo a cambio en una
estructura clientelar, de férula, de partido o de estado. Todo lo cual ha
redundado en precipitarse el hombre moderno en las metafísicas inferiores, en el
espritualismo cartomarciano, en la bestialidad, en la animalidad, en la embriaguez
o en la bajeza, ya sea por ignorancia o por temor. Refugiarse en un absoluto de
esencia tóxica, en la incoherencia, en las místicas perfumadas, en las certezas
accesibles a todos o en la herejía, ante la amenaza física o moral, para
perderse, para obnubilar el insoportable sentimiento de tristeza del individuo
afligido, solitario y escindido.
Movimientos todos ellos de fuga del centro
espiritual de la persona, que hallarían la salida de las aguas pútridas o
revueltas de la modernidad en movimientos de escucha, de “parada en sitio” y de
contemplación, para así poder resistir al sufrimiento y aceptar el dolor y sus
profundos misterios, para alcanzar un estado de paz, de serenidad, de quietud
–por medio de gestos de atención y movimientos voluntarios del ánimo, como
cerrar los ojos, ritmar la respiración, taparse los oídos o llevarse las manos
a la cabeza, de meditar o de mirar hacia lo alto. En una palabra, por medio de
la ascesis: de dominar los instintos humanos, demasiado humanos, como el
impulso sexual o la envidia, desprendiéndose de esas capas inferiores de la
animación humana, de oponerse a la naturaleza humana para estar más cerca de lo
divino y, sobre todo, para recuperar el sentido de la salud y del bienestar
espiritual.
Repetición de lo mismo en el fondo: del circular
drama humano, porque debido a una extraña amnesia, surgido de la humedad y el
barro del mundo, el hombre no recuerda, ni reconoce y se olvida del centro de
su alma, que es el centro de su ser. La herrumbre del pecado original, las presiones
generacionales e históricas de un tiempo en ruinas, extremoso y excéntrico, la
mancha de nuestro de origen y de las
propias faltas, que oscurecen el conocimiento de la piedra de que fuimos
desprendidos, la altura de la cual hemos caído. La ascesis, así, al devalorar
el mundo, la vida más vida y todo lo humano demasiado humano, tiene como
función estrecharnos, angustiosamente, contra nosotros mismos, por medio de la
aflicción, para así individualizarnos, enfrentarnos con nosotros mismos, con
nuestra nada individual, para purificarnos y poder retomar el camino del
centro.
XXV
Las ideologías políticas y las doctrinas de
la rebeldía contemporánea, que sirven al poder opresor de un grupo sobre la
comunidad, es un cristal deformante de la realidad que se cierra como una pinza
sobre el hombre de hoy en día: modificando, por un lado, las notas esenciales
que definirían los sectores de la cultura (reduciendo, por ejemplo, la
filosofía a una mera analítica de conceptos, sin orden sistemático, dejando por
tanto la filosofía de ser lo que es; paralelamente, un arte no representativo,
puramente abstracto, que deja de ser arte para convertirse en un objeto, que
dice lo que sea, cualquier cosa o una misma cosa: que es muda, que no dice nada); por el otro, llevando a cabo
una completa trasmutación de todos los valores, como anunció Nietzsche en su
momento.
La trasmutación de los valores no intenta
así la renovación de un valor olvidado (reivindicación), sino que vindica como
valor lo que no tiene trascendencia o espiritualidad alguna: el ahora, la
inmanencia, regidos por el principio del azar y de la contingencia –pero que
sólo valen por estar presentes, por su mera existencia, es decir, por su apariencia,
que es lo que el tiempo se lleva al sumergirlo en las aguas amorfas y sin
memoria del devenir. Cosas, por otra
parte, reveladoras del desprecio que el hombre moderno siente por las esencias…
en razón directa del inmoderado amor por las nudas existencias, concretas,
individuales. Nueva divinidad la del progreso moderno, cuyos ídolos de barro
son propulsados por el motivo hedónico del erotismo estéril o por el motivo
crático de la expansión de la propia voluntad –detrás de cuyas fronteras se
ocultan las fuerzas oscuras y centrífugas del materialismo: los apetitos de la
carne y del pensamiento, desde el consumismo a la vanidad, pasando por la
avaricia, la mentira, la lujuria. Pasiones subjetivas, qué duda cabe, pero a la
vez aceptadas de forma convencional por los muchos, masificando al hombre o y haciéndolo
mero ser gregario sin verdadera intimidad ni verdadera individualidad
(enajenación).
Las ideologías de dominación, que tan
abiertamente invitan al lucro, al consumo, a la dispersión y el entretenimiento,
a la idolatría del placer, del poder o del dinero, mantienen así al hombre
moderno como hechizado o dormido, impidiéndole ver sus profundas heridas
interiores, que aquejan su alma en una serie de fenómenos de desequilibrio,
perturbación e insatisfacción –que la vanidad como un rígido escudo esconde, y que
la dura voluntad del orgullo expande para petrificar el corazón y enfriarlo,
rompiendo de tal forma los lazos de participación, comunicación y hermandad con
al prójimo.
XXVI
La crisis del hombre contemporáneo se ha
resuelto como una falla generalizada del mundo en torno –una de cuyas fuentes
es la pulverización de los sistemas filosóficos en la analítica de los
conceptos aislados, siendo paulatinamente remplazados por ideologías tecnológicas,
por doctrinas políticas o por falsos ideales instantaneistas de la fortuna, la
novedad, el cambio o el ahora, alterando por tanto profundamente la esencia o
naturaleza de la filosofía misma e incluso de la ética, arrojada en la
autonomía de su zozobra a los estrechos criterios subjetivos de la propia prudencia
individual.
La falla del mundo en torno fuerza así al
pensamiento a volver al principio de la razón: al pensamiento de las esencias, de
las formas puras: estables, firmes, inmóviles, eternas –por una necesidad
existencial, angustiosa, de seguridad trascendente, a fin de de cuentas religiosa.
Necesidad del pensamiento, pues, de volver
al principio de todas las cosas, que son las esencias –singularmente la
divina. Necesidad de volver a Dios, de religarse con Dios, que es todo, para
poder participar de su existencia y alejarse así de todo errar o error, y para
que todos los seres lleguen a ser como son y como han sido. Pensamiento de la
eternidad, del ser que es en sí y por sí, prefiriendo sobre las cosas mundanas
y pedestres mirar nuevamente hacia lo alto, en una vuelta de amor al Dios del
cielo y a las cosas celestiales y trascendentes –pues el hombre es como un
árbol invertido, cuyas raíces van de la mente hacia lo alto para volver
cargadas de luz hacia él.
Centro o núcleo de la filosofía es concebir
los objetos, en sucesivos grados de abstracción o generalidad, para determinar
su lugar en el todo (la realidad absoluta), siendo así posible filosofar sobre
cualquier objeto. Incumbencia esencial de la filosofía es pensar el puesto del
hombre en el cosmos (tanto específica como individualmente). Pero no solo
tomando al todo como una estructura abstracta o todo universal (totum, hollon), sino en sentido de una acción recreadora o en un esfuerzo
consciente de reconstrucción, urgente y ab
integrum, del ser humano (panurgía,
pantología).
Es cierto que las filosofías son esfuerzos
por concebir la realidad en su totalidad; no lo es menos que en el fondo han
sido desde sus orígenes esfuerzos de instrumentalizar conceptualmente la
religión. Es por ello que los grandes sistemas filosóficos clásicos del pasado
han culminado como sistemas metafísicos del universo, que a su vez descansan en
la religión de fe trascendente. Porque religión, ética y moralidad tratan en el
fondo del mismo objeto, el más importante de todos: la felicidad y salud moral del
hombre, ligadas o en relación con Dios.
Desde el punto de vista metafísico, si algo
da razón del hombre, de su naturaleza o esencia, es la inmortalidad de su alma
(diferencia específica) y no su animalidad (género próximo) –de la que a su vez
sólo puede razón la eternidad Divina. El alma entendida no como la cadena de
eventos psicomentales, sino como entidad ontológica, que es el centro de su ser
y en cuyo seno o intimidad tiene el hombre su relación con Dios. Así, frente al
extremismo y excentricidad a que inducen al hombre moderno las ideologías
contemporáneas, que extravían el centro del alma humana, queda como opción volver al camino del centro, mediante
una ética que vuelva su mirada hacia Dios, por la vía natural de la moralidad.
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