VIII.-
La Revuelta de las Ideologías: el Ídolo Fabril y el Error de Perspectiva
Por
Alberto Espinosa
XIX
Uno de los rasgos característicos del hombre
contemporáneo es el detrimento de la vida íntima y privada en favor de la vida
pública, del tiempo y la historia, en una agregación social que ha desemboca en
una especie de barbarie universal. Porque bárbaro, fiera, salvaje, incivilizado,
no es tanto el que no razona, sino en que no tiene religión –no el que no razona
o el que no actúa coherentemente, sino el que no se representa su actuar,
carente de la reflexión íntima, simbólica y moral. O dicho de otro modo: fiera
es quien no sabe vivir según los símbolos –ya sea porque no los ve, o porque los
símbolos están deformados o han sido pervertidos, resolviéndose ambos cosas en
un no entender la Ley –lo que trastorna la naturaleza del hombre, que no es
sólo su hacer, sino sobre el sentido, espiritual o no, que por su voluntad imprime
a sus actos. Un nuevo tipo de hombre se abre paso así en el horizonte histórico
de la modernidad: el hombre unidimensional, hijo a la vez de la técnica y de la
fortuna, aplanado por las convenciones de los usos y helado en sus relaciones
con los otros y en su mismo hacer, al estar despojado de la meditación sentimental
propia de la vida interior.
XX
El mito de la modernidad, hoy en crisis
universal, estriba en la idea de una sociedad que postula como su principio el
tiempo y sus cambios. La edad moderna se ha definido así por el tiempo nuevo,
por el cambio: su principio no es un Dios, una creación o un destino, sino el
tiempo, el progreso lineal, postulándose además como modelo único de
civilización. El símbolo de su tiempo, la aceleración y el cambio, la
tecnocracia –que ha degradado nuestro estilo de vida y nuestra cultura.
Superstición de la modernidad: el desarrollo acelerado, el progreso.
La fe en la ciencia y la fe en el progreso
del hombre moderno tienen como correlato la crítica radical a la religión y a
la metafísica tradicional, llevada a cabo por el positivismo y la filosofía
materialista. El resultado del desmantelamiento de las creencias metafísicas y
religiosas ha sido el vacío espiritual, la indiferencia y la visión helada del
prójimo, la ausencia sentimental, el vértigo ante la nada, el horror de la
contingencia y la visión del cielo deshabitado: a la vez engaño y autoengaño. La
respuesta del hombre moderno has sido ambigua, en un doble movimiento que va de
la rebeldía a la abyección y cuya estética narcisista no es sino una forma de
la desesperación: desde el amor por los objetos inútiles (culto a la vez de la
burguesía, de la industria y el progreso), y hermosos hasta la búsqueda de
particularizar la belleza para vivificarla, pasando por el rítmico amor por la
analogía, que en su revolución lírica y vuelta a los orígenes disuelve el
cristianismo en correncias más bastas y antiguas, o en la exaltación del
paganismo grecolatino que al perderse en el cuerpo y la naturaleza a la vez
niega y clausura el pasado. Falsa recuperación de la inocencia, para ser como
antes del bautismo, naturalismo cínico que lleva a una libertad
autocomplaciente, que termina en el estallido de la antigua rebelión: non serviam… o en sacerdocios que son
sacrilegios.
Las ideologías, esos vidrios deformantes,
nacidos con las filosofías modernas, han puesto entonces en el centro de la
visión del mundo moderna lo transitorio, lo particular, lo único, lo extraño,
lo bizarro, lo irónico –formas y signos todos ellos que aluden a la muerte.
Modernidad que se escinde a cada paso de sí misma, en su antitradicionalismo y
anticristianismo, en su amor por el ahora, para encubrir, bajo el mando de la
moda y del cosmopolitismo, lo que no ha dejado de ser desde su fondo último: el
mismo choque contra el límite, excéntrico, extremista y exasperado, de la
rebelión antigua. También la desviación originaria del impuso de la obediencia
y de la adoración a Dios por la necesidad narcisista de ser adorado. Su
resultado: la fragmentación de la conciencia y la tragicomedia por el pecado de
la caída: de saberse contingente en un mundo contingente.
Negación irónica también, esa especie de
pasmo, de paso por la muerte, de suspensión del juicio que ni niega ni afirma,
y que al desvalorizar el objeto poniendo lo inferior como superior no intenta
una inversión de los valores sino una liberación moral que subraya el carácter
irrisorio de la realidad, dando por fruto un tiempo hueco con un vientre de
coco. Humor amarillo, verde, morado, negro de la ironía, en que se expresa la
rebeldía individualista como cinismo y a la vez como visión personal y herética
del mundo y que, en su saberse mortal y no tomarse nada en serio, destruye a la
vez al mundo y a quien lo usa, convirtiendo la conciencia de Dios en una
especie de fantasma que disuelve su eternidad en el ahora sujeto a las
presiones históricas y generacionales de las que habla Kierkegaard.
XXI
Lo más característico así de las ideologías
estriba en ser derivadas de la crítica moderna al cristianismo, que al mesclar
y hacer descender la filosofía al tiempo, la existencia y la política, terminan
por encarnar en revoluciones o vanguardias, deificando la razón de la historia,
la razón histórica, el relativismo moral y el el ídolo del progreso. Así, se
crea un complejo sistema de sustituciones que reemplazan a la tradición: no el
valor el hombre nuevo del que habla el Evangelio, sino el culto a la novedad
por la novedad y por el ahora, labrando de tal forma la religión de la
inmanencia, que da la espalda al ser Supremo y se desliga de la religión,
acuñando una muy cuestionable filosofía del éxito que causa un estado de hartazgo
en los satisfechos y de miseria común. También de ansia destructiva del pasado,
de pérdida de toda intimidad y de los sueños y deseos profundos, en una especie
de cosificación de las personas y de las relaciones humanas que desemboca en la
enajenación del hombre mismo, determinado en su acción más que nada por sus
tendencias e impulsos egoístas primarios, dentro del marco de un concepto lábil
de la libertad, que ni obliga a la persona ni la hace responsable, en una clara
retrogradación del ser humano hacia la animalidad. También rebeldía juvenil de
la mujer, que aúna a la fragilidad de la mariposa la esfinge alada y con garras
para desplegar la energía del deseo en un acto intrascendente e instantáneo.
Pensamiento ideológico, pues, que en el
plano político establece una complicidad del rebelde con el déspota,
volviéndolo un parásito prisionero de las reglas del poder en una especie de
homenaje paradójico, que no puede abrazar a los otros al estar sus reclamos
fundados en la particularidad y que for fuerza tiene que inventarse un enemigo,
para terminar peleando con su propia sombra. También un monopolio del poder por
partido en una especie de fe religión de estado totalitaria, de asociación
cerrada conde se culto a la figura del líder, en medio de la fatiga de las
variaciones apologéticas de una jaula de abstracciones vacías donde se confunde
el civismo con el catecismo, en un empeño de construir la ciudad futura,
puramente terrenal, de acuerdo a la lógica del poder y de la historia –ajena a
una doctrina de salvación y enmienda moral y por lo tanto lejos de una
liberación universal del hombre.
XXII
Las ideologías no son ni un saber, ni una
filosofía, ni un pensamiento crítico, sino un conjunto de creencias más o menos
difusas que cubren la realidad social con un velo de conceptos nuevos, aliadas
a la metafísica del déspota y la dialéctica de la historia obsesionada por la
idea de la planificación. Su resultado es la reducción del hombre a los
mecanismos de la sexualidad o las estructuras de la sociedad y el estado. Su
objetivo: la fundación de un sistema político ateo, moderno y policiaco a
escala mundial o totalitario (Orwel, Huxley), que rinde culto a la máquina y a
la industrialización, planificando la producción y distribución de bienes,
erigiendo a césares megalómanos en los estados satélites y vasallos poseídos
por el demonio de la abstracción. Sociedades poderosas producidas por el mundo
industrial, pero sin revelación ni participación en el misterio.
La inconformidad de los satisfechos contra
la felicidad enlatada, uniformada, manufacturada, es también una protesta
contra el orden abstracto impuesto por la industria y la tecnocracia moderna
–pero que estalla en la fuga del acto aislado y la de la trasgresión
instantánea. La tecnocracia: lugar de unión de la abundancia comunista y
capitalista, cuyo astro fijo es la acumulación del capital y la creación de un
aparato administrativo determinado por los procedimientos burocráticos, que
luchan por la hegemonía política y cultural a escala planetaria. Porque la fe
en el progreso es una fe material, no un ideal de perfeccionamiento moral, sino
del proceso colectivo tecnológico e industrial, cuyo pago es el consumo, que da
lugar a las sociedades del hartazgo –y a la inseguridad psíquica, al
escepticismo y a la falta de confianza en los valores y en la misma razón. Fe
no en el valor, sino en el poder, en la historia… y caída en el río del tiempo,
cuya rueda gira cada vez más rápida, más aceleradamente, y desemboca en el
luzbélico río de los cuerpos. Rebelión equívoca que termina por abrazar el
instante, hundimiento en la luz negra, en las sombras de la particularidad y de la belleza
y el placer bizarro, donde se degeneran los símbolos, triunfa la máscara
o se contamina la voluntad. Ruptura de la presa de los valores tradicionales,
pues, que abre las compuertas al principio de contingencia y al retorno del apeirón de lo indeterminado, de lo
indefinido, de lo contradictorio o delo meramente existenciforme –y al mito del
eterno retorno de lo mismo, del tiempo circular, o a las formas arcaicas de la
religión del temor y del miedo. Porque al rehuir la búsqueda del hombre nuevo a
favor de un tiempo inédito hecho con los materiales del cambio del extremismo y
excentricidad, no se va hacia adelante, sino hacia atrás, precipitando al
hombre en retroceso hacia la idolatría de las místicas inferiores –en uno de
cuyos sofisticados registros acuña la mitología científica una vieja idea
puesta en circulación por Epicuro: que el mundo fue creado por azar, que los
innumerables mundos se formarían por los fortuitos movimientos de los átomos.
XXIII
Las ideologías por definición no son
filosofías, estando por su constitución impedidas de llegar a una perfecta
conciencia de sí, es decir, que son inconscientes –que es una de las razones de
ser de su arrojarse finalmente a la inmanencia. Su modelo de razón, la razón
histórica, esencialmente atea, no ama el saber: busca el poder. Así, en la
ideología puede verse una especie de velo oscurecedor y deformante que otorga
valor a lo que no lo tiene para engrandecerse con una grandeza que no es suya,
ya sea poniendo el heroísmo al alcance de cualquiera, ya haciende de cualquiera
un artista de genio. La peligrosa tendencia de volver a las filosofías
ideologías sociales estriba así en minar lo social en su raíz misma al deformar
principios o trasmutar valores que determinan nuestra conducta, es decir,
afectando juicios de valor fundamentales.
La barbarie moderna es así consecuencia del
ideal progreso y su ídolo fabril, cuya tentativa ha sido en mucho la de borrar
las huellas del pecado, de la mancha original, postulándose de hecho como un
anticristianismo que mediante las ideologías sociales ha intentado de hecho
modificar la esencia o la naturaleza humana. Así, cuando el ideal de la utopía
desaparece queda sólo su cuerpo,
presente y sin espíritu: por un lado, el hundirse en el barro del mundo, persiguiendo
el erotismo o la concupiscencia vagamente como un ideal, bajo el aspecto
fascínate de una virtud, cuyo slogan publicitario sería el de “todo está
permitido” o “no hay culpa, el pecado no existe”; por el otro, la construcción de
la ciudad terrena que pretende reinar con despotismo imponiendo insoportable
yugo a las demás naciones por su insaciable apetito de dominar.
Para San Agustín la ciudad terrena no es sino
una imagen no tanto de la historia, sino superpuesta a la historia, a la vez
entreverada y contrapuesta a la ciudad de Dios, que igual es buscada por Israel
que por la Iglesia y que encarnará en la Jerusalén celestial como la ciudad de
los santos y de la buenaventura eterna para los predestinados. La primera es la
ciudad de los soberbios, corroída por la rebelión originaria: por la concupiscencia
y el predominio de las pasiones, que se traduce como debilitamiento de la
voluntad, asociado a la enajenación y a la perturbación, causadas por el
orgullo y la desobediencia (el dogma del pecado original). Ciudad marcada con
los estigmas del amor a sí mismos, por el fratricidio de los cainitas y por la
rebelión de la carne -y que con el tiempo conocerá el gran dolor moral y físico
como castigo a sus faltas (la Gran Babilonia del Apocalipsis).
Imagen de las dos ciudades de los hombres,
pues, que refleja el drama cósmico de las dos ciudades ultraterrenas: el
conflicto celeste entre la ciudad de los ángeles, obedientes a Dios, y la
ciudad de los malvados, formada a partir de la rebelión de los ángeles
soberbios. Mito que sirve al cristianismo para dar orientación al libre
albedrío, indicando el camino de la liberación del mal y de la infelicidad por
la vía de la reforma de la vida moral. Así, la causa de la bienaventuranza de
los ángeles buenos se cifra en la obediencia y contemplación del Ser Supremo.
Por lo contrario, la causa del dolor y la miseria de los ángeles malos se cifra
en el vicio de la soberbia, pues mirándose a sí mismos le volvieron la espalda
a Dios y se dijeron unos a otros al clamor de su líder “non servíam” (“no seremos siervos”).
Protón
psuedos, primer error o falso principio que indica el primer vicio de la
naturaleza angélica y razón de la caída, viniendo así a ser así menos de lo que
eran y por tanto eternamente infelices, radicando en su voluntad la causa eficiente
de su mala obra. Error o perversión del deseo, pues, consistente en apetecer
perversa y desordenadamente una cosa inferior, o un gozo ilícito, y por dejarse
persuadir, por rendirse o consentir a la sugestión de mancillar la castidad,
por la oculta y peligrosa tentación de
la nada –perversión del deseo oriundo de la soberbia, pues, que da lugar a los
sentimientos oscuros de la envidia y del odio, que mancillan la vida. Causa más
bien deficiente que eficiente de donde nace la mala voluntad y la mala fe, que
es la defección y deficiencia de dejar la unión con el que es Sumo por dejarse
persuadir del que es menos, que es como querer ver las tinieblas u oír el
silencio. Defecto del alma, pues, que no son necesarios sino voluntarios, pues
si no se quisiera no se hicieran.
Vicio o malicia del alma, apartarse de Dios,
de la naturaleza buena, que a su vez daña a la naturaleza caída, pues se priva
de la luz de la verdad, quedando por la soberbia en la tormentosa tiniebla. Enemigos
de Dios, pues, que contradicen y resisten a sus mandatos con sus vicios –dañándose
ellos mismos, pues en su voluntad de resistirle estragan en ellos lo bueno que
tiene la naturaleza. Pues a lo que es (usia)
se le opone o le es contrario, pero no una esencia contraria, sino más bien lo
que no es, siendo así que el vicio es malo, contrario tanto a Dios como a la
naturaleza, por hacer daño: despojando a la naturaleza de su integridad, desposeyéndola
de salud, hermosura y virtud.
Porque el vicio de la soberbia consiste
precisamente en el alma que ama perversamente su potestad, vilipendiando la
voluntad más justa del que es más poderoso, dejando con ello el paso franco a
los vicios que le siguen: a la avaricia, que ama perversamente el oro dejando
la justicia a un lado; a la lujuria del alma, que ama apasionadamente los deleites
corporales, alejándose la templanza con que acomodamos al alma a objetos espirituales,
más hermosos y suaves, y; a la jactancia, como ese amor egoísta de los hombres que
desprecia el testimonio de la propia conciencia.
Así,
el nombre del mal es lo mismo la muerte que la noche, pues los ángeles rebeldes
están privados de la luz de la verdad, quedándose en su tenebrosa soberbia,
desviados de la luz de la justicia, como espíritus inmundos, por su propia
culpa y malicia de su voluntad, por su inmoderación e inoportunidad. Y así el
demonio al no estar sujeto al Creador, complaciéndose en la soberbia de su alta
potestad como si fuese propia, tampoco pudo prevalecer en el cielo. Al igual
que los demonios, que con altivez y soberbia quisieron fingir lo que no es, volviéndose
engañadores y engañados para tener cuerpos terrenos, lo peor que puede haber,
al ser a la vez lo más inferior y lo más grave.
Por lo contrario, los espíritus de los bienaventurados
procuran estar en la luz, llenando su vacío al actuar a diestra y siniestra con
buena fe y armados de justicia, luchando contra la ignorancia y la injusticia, cumpliendo
con los saludables mandamientos, caminado seguros para alcanzar la gloria del
Señor y su inmutable bien.
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