“Los sueños de la razón
engendran monstruos.”
Francisco de Goya y Lucientes
“No hagas caso a las sirenas
cuida bien tu corazón,
lo que cantan son quimeras
que te nublan la razón.”
Johny Ventura
I
La artista durangueña Hazzel Yen ha sabido
aunar al exotismo de su enigmática personalidad la inquietud por la expresión
estética al asumirla con todo el peso y gravedad que conlleva de pensamiento
simbólico modelador de la circunstancia presente. Así, lejos de ver en el arte
una estatua de valores pétreos o un mero adorno frívolo de sociedad para sedar
el cuerpo y anestesiar a las conciencias y menos que nada el arma de la mudez
suajada por los clichés del día, la artista ha preferido abordarlo mejor en lo
que tiene de lenguaje poético y simbólico, de conciencia también de los
intercambios sociales y sus comunicaciones. Así, lo primero que descubre y a la
vez revela la artista es que el lenguaje poético tiene un interior, puesto que
se refleja y se piensa a si mismo. Mundo interior que a la vez exige entrar a
él y meterlo dentro de nosotros.
Sin embargo, la atracción de los símbolos,
que primero comienza siendo exploración de la interioridad humana y su deseo de
vivir, pronto se enfrenta a una de las facetas más densas de la
imaginación contemporánea: la de los sueños quiméricos, llegando con ello a
palpar, como su contraparte, los estratos metafísicos de la constitución moral
del ser humano en la edad contemporánea. Metáforas visuales de compleja
composición cuyo mérito estriba en haber logrado descorrer el velo de las
figuras más dolorosas y enigmáticas de la imaginación profunda, llegando con
ello a revelar las estructuras y los finos filamentos de su esencia
Por que la figura de la quimera es, en efecto, uno de los símbolos más
complejos y anfibológicos salidos de las profundidades del inconsciente
colectivo, al representar los deseos reprimidos que la frustración exaspera, el
temor anega y que la ira enardece, convirtiéndose por ello en inagotable fuente
de insatisfacciones y sufrimientos.
El mito de la Quimera, nacida en las
entrañas de la tierra del gigantesco Tifón y la gorgona Equidna y vencida por
medio del relámpago en sus moradas más secretas por Belerofonte montado en
Pegaso, es así el emblema de los seres que seduce en el abandono de sus
hipnóticas imágenes para luego perderlos. Protegida por las llamas de la cólera
la Quimera representa las deformaciones del psiquismo y
sus tormentos -caprichosos como cabras, devastadores como leones e insinuantes
y sinuosas como serpientes, y cuyos deseos incontrolados sólo es posible vencer
desecando sus fuentes o desviado su curso. Es por ello la figuración de los
seres tenebrosos y abortivos del pensamiento anárquico, cuya superficialidad,
simulación y dobles engendra conformaciones incoherentes y adversas a la vida.
Bestia deshabitada que pasea por un pueblo ficticio de fantasmas, la Quimera resulta así
asociada hasta el grado de la confusión más esperpéntica con la Hydra de ocho cabezas
moribundas que vigila en su caverna pantanosa de Lerma, injertándose también al
pavor hipnotizante de la Esfinge
egipcia –radicando el mérito de la artista en haber logrado fijarla en sus
advocaciones más contemporáneas, con todo lo que en el ángel tripartita se
presenta rebelde a la unidad de la figura y de la forma.
II
El arte de Hazle Yen delata así al ser monstruoso
en la encarnación de los deseos y temores modernos que nos roen y nos pueblan
al tocar a su fin la época contemporánea. Revelación, pues, de las
alucinaciones interiores: que interpretan bajo nuestra circunstancia presente al
quimérico ternario: así la cabeza de león, cuya tendencia dominante corrompe
toda relación social, se muestra ahora bajo el aspecto de una juvenil macrocefalia
femenina, que inquisitiva y orgullosa se levanta en su idea fija sobre un batir
de alas, en cuya escucha pareciera gravitar el desmedido estridor de la sordera,
continuando su hibridismo al prolongar su cuello en tallo, para finalmente descomponerse
en la garra que se para o posa en su solo pie para parasitar y apresar a un
hombrecillo. Es el cuerpo de la cabra vuelta alma agostada de rebaño, cuya infantil
sexualidad perversa solo sirve a su miseria al saciar sus apetitos regresivos, excitados
por los caprichos que hacen del glande bomba estéril en que pulula el tubérculo
de un vegetal carnívoro, para luego prologar sus piernas y enredarlas serpentinas,
vueltas ya nudo intestino que se enraíza al bajo tabernáculo abdominal. Es la
cola del dragón que se enrosca para imantar todas las deformaciones
espirituales de la vanidad y la borrachera del orgullo injertándose, a manera
de insaciable vientre obtuso, en la casa
del caracol: que para sus babosas antenas de molusco: es la vacía “caja idota”,
que en su nimio teatro reduce al mundo entero a escala de roedores y donde las
mujeres tienen la dimensión de las muñecas, exhibiendo su más íntima esencia
como la un ciclópeo ojo exasperado y vouyerista que globalmente nos vigila
-hasta fincar todo el engendro finalmente sobre las extremidades inferiores del hechicero que enfunda en mayas delicadas sus
tobillos y remata los pies en cómodas babuchas. Bizarro símbolo de barroquismos
postmodernos, que duda cabe, cuyas cifras materiales de finitud y exceso dan
cuenta, sin embargo, de la magia adulterada que absurdamente quisiera imita a
la creación, pero ahora en términos de ídolo y cascajo, de fachada despostillada,
de gesto descompuesto y gesta de pegajosa baba -cuyas migajas de magia, empero,
resultan impotentes para transformar la densidad espesa del eructo en la pletórica
pureza del perfume o trasmutar al plomizo espito del salto del batracio en el
gracioso vuelo de la rosa áurea.
A la manera del pastor que en medio del
camino de la vida atravesó la espesa selva áspera, la dantesca, y se encontró
con tanta angustia que el temor tan triste de la muerte no lo es tanto al
contemplar a la entrada del país del infortunio al monstruo triangular: a la
pantera de manchada piel por la lujuria; al orgulloso león hecho de ambición y
de hambre tan rabiosa que hasta el aire parecía temerle, y a la loba carcomida
de avaricia demacrada y tan cargada de deseos que obliga a muchos a vivir en la
miseria; al igual que aquella torre modernista que en medio del camino de la
muerte vislumbró la otra quimera, la Emperatriz que reina sobre nada y que en la copa
de los sueños vierte el venenoso estigma de lo que no se olvida; al igual que
los poetas, decía, lo que ahora reflejan prácticamente las figuras de la
artista durangueña son los espectros oníricos donde se imprimen las
deformaciones psíquicas del alma humana propiamente contemporánea, producto de
de la imaginación fértil, pero fútil e incontrolada en razón directamente
proporcional a la frenética aceleración
de nuestro tiempo.
Porque la figura de la quimera, estatua de
humo por ser demasiado heterogénea para la conciencia, representa por lo mismo una
de las formas posibles del caos: la de la sed y el apetito incontrolado no de más
ser, sino de ser más y de ir siempre por soberbia más allá de sí -en una ruta
que por definición no puede ser sino la excéntrica.
Por un lado, pues, desenfreno de los sentidos
cuyo modo de ser es siempre querer más, estando así el ser perpetuamente
insatisfecho. Más que voluntan o anhelo ser, apetito de ser, una sed de ser que
siendo solo en la transitoriedad de la historia, y no en la conciencia, va
existiendo sin principio, al que busca ciegamente a fuerza de ir hasta el
extremo, empujando por llegar hasta el fin –regresando de tal manera hasta el
comienzo del yo como punto de partida. Proton pseudos, cuya elipse de un
solo foco resulta la de un círculo vicioso o una loca carrera que comienza para
finalizar en sí misma, cuya meta por tanto no está en ninguna parte y que termina
por extinguirse en la existencia al diezmar y degradar la enorme fuerza del
despliegue y que al no ser su foco cíclope sino un mero querer ser más, sin más
acaba agresivamente por mejor no serlo.
Por el otro, morfología del inconsciente que
refleja una de las más tétricas habitaciones de lo imposible: aquella tétrica
ilusión de cumbre que se yergue sobre las escurridizas arenas movedizas del
instante, y cuya tarea es pulverizar la piedra al no querer aceptar lo verdadero
y sepultarla en barro al elegir creer lo falso –porque a fin de cuentos nunca
somos un querer que al hacerse en el amor va siendo, sino sólo el desechado
pobo, la cáscara sin hueso y las cenizas. .
III
Así, las hinchadas milicias del orgullo
delirante empiezan por confinar el alma del hombre, volviendo su cuerpo animal amanuense
de la máquina, un útil más manipulable por el objeto útil vuelto omnipresente
artefacto, hasta mimetizarlo por entero en un ser contrahecho y desechable y
que luego de pasar por los rigores de la automatización o ser pasto de los
procedimientos, encuentra su razón en falta. La razón, así, vuelta ajedrez
trascendental, o devuelta y diluida en la historia de las fuerzas instintivas y
del apetito ciego, toma al instrumento con fin para desentenderse completamente
de los fines. Razón instrumental, es cierto, que a la vez que deshabita la
actividad humana en general de toda orientación del sentido, desatiende el
cultivo cordial del alma humana como manantial de las analogías divinas y
fuente de las angélicas correspondencias.
Generaciones asexuadas que se suceden
entonces silenciosas -pero sin crear valores ni acertar a reconocerlos. Jóvenes
perpetuos que desconfían de la razón y las ideas, que tampoco odian ni aman,
sino que aspiran neutralmente a las disímbolas especies de indiferencia,
desconociendo así el autoconocimiento moral, el valor fundamental de la persona
y sin nacer por tanto nunca a la
memoria. Hombres parecidos a la máquina por su ceguera imaginativa atraviesan entonces,
como el vegetal dormido o el animal humillado, la polvareda de los hechos, viendo
sus reflejos como en un espejo de fragmentos astillados donde se olvida la
unidad del todo. Las obras sin aliento ni unidad reproducen entonces inútilmente
los valores, pero de su frotamiento no suerte el juego o la alegría sino que todo
acaba fatalmente en choque –porque se ha perdido de vista el valor de los
valores, el valor supremo, que da unidad a los hechos y cuerpo articulado de luz
a las conciencias. Surgimiento de nuevas formas del ausentismo, que renuncian a
la vida al desvalorizar la comunicación para taladrar el nicho del confinamiento del hombre Exaltación de la vida
que se consume en el castillo de cohetes incendiado en el instante, para luego
neutralizarse en la bóveda imantada de una gruta. No se trata de una revuelta
contra la tradición, sino de la caída en el pozo de su ausencia. Tampoco de la
protesta de los desposeídos, sino la abulia insaciable de los satisfechos. Árboles
que han tronchado sus hojas y que han secado su savia y no se mecen al compás
del viento.
Su núcleo es la visión del tiempo basada, no
en el pasado ni en el futuro, sino en el instante. Tiempo vaciado de sustancia
donde el territorio inmenso de lo prohibido se revuelca en la plaza y vuelve la
abundancia pública en inseguridad psíquica o colectiva desesperación
afrodisíaca. El culto del instante, antes adoración pasajera de lo insólito por
ser acto único e irrepetible, se transforma en la explosión y explotación del
instinto en oleadas que llevan a la confusión de los órdenes. Era de las
sociedades industriales, neocapitalistas y pseudosocialistas, en las que se
evaporan los valores del pasado y zozobran en el desencanto las utopías
futuras, tan sólo queda en su lugar la abyección de la abundancia o el asco del
atasco, y la baba o la rabia con las que los hombres se abrazan ferozmente al
fantasma del instante.
El núcleo de la indiferencia es la dureza de
la voluntad vuelta de cara a la agresión. Animales de sangre fría que
impasiblemente ven morir de inanición a un hombre despilfarrando en lo
superfluo sin cometer injusticia –a la que no dudan sin embargo de acudir en
cuanto sea de su conveniencia. Grado cero de la voluntad o punto de congelación
en que el querer se vuelve riguroso por considerar sólo su aspecto externo y
medible por su éxito o eficacia exterior –que es el punto en el que la voluntad
indica el grado de su fuerza para afirmarse a sí misma o el grado en que la
voluntad propia se convierte en negación de la ajena indicando con ello, con
alguna injusticia, su propia energía Animales por entero egoístas, pues, cuyo
principio de individuación no es otro que la representación del mundo como
expansión del “yo” o como la forma de conocimiento completamente al servicio de
la voluntad y donde la comunidad de los intereses desaparece entre la mascarada
de la solidaridad. Mundo, pues, marcado por la notas contradictorias de la
satisfacción y el remordimiento en el que la indiferencia del ambiente arroja
sobre los espíritus un sombrío pesimismo.
Pasión y desesperación cifradas en el
instante cotidiano y repetido donde se mezcla promiscuamente una cosa con la
otra en la indiferente orgía de la indistinción. No fusión de las almas, sino
confusión de los cuerpos, frotamiento de epidermis cuya sensibilidad se levanta
para estallar en ola y luego caer en el vacío y desaparecer en la marea líquida
del tiempo. También reducción de los módulos vitales hasta su desaparición y
despojamiento de la distinción de la persona bajo el sometedor chicote
resentido de los diminutivos. Vértigo de la actualidad alimentado por una
violencia voluntad de olvido donde la raíz misma de la acción del ser humano
queda profundamente desorientada y al garete, zozobrando en las aguas
intranquilas de la duración o naufragando
y el río revuelto del desconocimiento de la persona.
Nueva rebeldía, pues, como último producto
de la sociedad industrial que, descentrada al haber proletarizado a la
burguesía y desencantada de la revolución social intenta hacer de la excepción
la regla –encumbrando al ser al margen que, al volverse central, cesa de ser
rebelde pero sin poder con ello redimirse de su degradación. Su imagen así la
busca en las afueras y cuando la tiene en un puño se le escurre como arena
entre los dedos para quedar tan sólo los signos de una carencia, de una
ausencia, como el reloj de arena vaciado de segundos o el camino entre la
espuma de quien ha arado sobre el agua.
Fin del largo proceso de la modernidad, cuya
ciencia física de la naturaleza se ha mostrado mortalmente hostil a las
esencias, en que el hombre ha pasado de filosofar en las formas inteligibles, inteligentes
e intemporales con su razón práctica… pero sin poder vivir, a vivir en la
temporalidad de la existencia sobre el diseño de la pura praxis racional… pero sin poder filosofar.
Se trata del hombre moderno, que partiendo
de la razón había pensado la eternidad de las esencias y en el Logos
de la trascendencia y que ha llegado a no importarle la razón: a no
importarle ni que razones dar ni importarle propiamente tener razón.
Transición, pues, a un tipo o modelo de hombre irracional, que al no tener
propiamente esencia ni trascendencia posible, sólo le queda refugiarse en la historia
–que es el dominio material de la presión social, de la fuerza y el apetito. Razón
histórica, pues, incapacitada constitutivamente de llegar a la esencia interior
de las cosas, y que dando vueltas sin fin a los fenómenos, como la ardilla en
su columpio, finalmente fatigada en la carrera se detiene en un punto de
inflexión, arbitrariamente elegido, para luego intentar imponer esa certeza como fundamento doctrinariamente a los demás.
También razón instrumental cuyo mito
mecanicista ha inventado la orfandad del hombre. Violenta voluntad de olvido
con que el hijo de la técnica, el hombre que sólo es hijo de sus obras, se
lanza a la aventura histórica sin raíces, sin nostalgias ni remordimientos;
mercenario del cosmos exento de toda legitimidad y todo origen que sólo afirma
la parte sagrada del hombre traicionándola al transformarla en el feroz vagazo
de la ley profana y del honor subjetivo de la persona.
Mito historicista también, en cuyos delirios
de relativismo escéptico se vierte la incomunicabilidad de la cultura moderna
bajo la especie de una historia fundada subjetivamente desde dentro, ya sin la
necesidad de cualquier otra fundamentación.
Ante ese panorama la artista durangueña Hazzel
Yen enfrenta todo un complejo de sueños quiméricos e imágenes torturadas o
acosadas del inconsciente colectivo. Sin arredrarse ante el desfile de
adefesios la artista se ha dado a la tarea de espiar por fétidas rendijas el
sitio originario de los sueños, ya pervertidos por las aguas sórdidas en que
hierven los dementes ángeles caídos, ora lavados por el agua dulcificada de la
vida
IV
. El error, que como la hidra tienen muchas cabezas,
sólo puede ser combatido con la vara de fuego de la verdad, arremetiendo contra
una de ellas para destruir toda la fiera –pues la multitud de sus cabezas está inspirada en el mismo
espíritu de extravío. Uno de los nombres de la colérica bestia es el orgullo, el
deseo de ser más y el apetito de dominio, que se manifiestan en resumen como voluntad
de poderío y dominación. Su reino no es otro que el del devenir, el mundo de lo
que está naciendo siempre sin poder nunca llegar a ser y que a la vez que niega
la realidad de las formas eternas afirma la ineluctabilidad de lo que ha
llegado a ser y la cosificación del hombre.
El hombre aparece así como animal impuro, dominado
por el principio material de la tierra o la arcilla impregnada de la humedad del
principio femenino. Es el barro que afecta a toda la mezcla de abajo y al mundo
sensible. Es la obra del olvido donde ávida se enrosca la serpiente. Así, la
artista durangueña asiste al desfile de sus formas haciendo el inventario de los
seres neutrales y atacados de indiferencia, los cuales resultan por necesidad serpentiformes.
Animales que en la absoluta prioridad de la existencia como elemento significante
resultan vacíos de significado y formalmente híbridos, contagiándose de la vida
de las sirenas, arcaica y larvaria, en cuya anfibología resultan no ser propiamente ni carne ni
pescado –y donde se encoge y aplana tanto el proceso de individuación como el
valor de la cultura, extinguiéndose con ello la llama de la tradición en una
regresión de la existencia que acaba por solidarizarse con los niveles más
bajos de la creación.
Ambiguo mundo hundido en las aguas
tenebrosas del inconsciente donde lo particular
y contingente es llevado en su magnificación hasta el delirio de las formas,
alcanzando primero la indiferencia de los valores superiores para, a pasos
contados, proseguir en resbaladilla con la indistinción de las figuras, el
desconocimiento activo de la persona y la anomia moral, especializándose posteriormente
en aquello que maquina contra todo lo alto, hasta finalmente abrir el pozo succionante del
abismo.
Así, la uniformidad de lo excepcional, la
originalidad enlatada, la regularización de las ovejas negras y la licencia de
la anfibología no son sino expedientes del ser humano sujeto a la combinatoria
del accidente controlado y la aceleración del devenir, por donde se filtran empero
las inquietas aguas herrumbrosas de la dispersión o encrespadas de la desmesura.
Mundo sublunar y separado que, sujeto al baño multiforme de Cronos, engendra la
caprichosa multiplicación de las mutaciones submarinas -pues nada corrompe tan
rápidamente como el agua. El hombre vuelto apéndice de la máquina, utilizado
por el útil hasta el extremo de llegar a ser el ser sin fin, el ser inútil,
navega entonces por el agitado mar de las imágenes cibernéticas: son los onironautas,
atados umbilicalmente a los procedimientos tecnocráticos de altísima velocidad
y tensión en los que sin embargo hay algo la ciénega estancada y de la adiposa
mucosidad arisca del molusco. Pulpo que quema los labios en el beso y despierta
los furores de la angustia; verde escama atroz de Melusina que al ser rozada
por la lengua engendra en la cóncava bóveda del paladar una avidez seca y
sombría que nada puede ya saciar.
Crítica, pues, del mundo del espíritu
abstracto y desencarnado y de la pulverización de los grandes sistemas, cuya
búsqueda de absoluto solo ha sabido conducir al laberinto de las quimeras
verbales y al provincialismo confuso de la fraseología libertaria, dejando en
el camino desierta la universalidad de la razón y abriendo un hueco en lo
concreto, por donde se hunde sin guía la existencia efectiva de la persona buscando,
no los signos de la identidad o de la pertenencia, sino la inmediato equilibrio
que reclama la satisfacción de los líquidos intracorporales. Así, lo que Yen
hecha de menos es el principio de la vida espiritual, el del alma encarnada en
el cuerpo, que por venir de lo alto tiende hacia lo alto, estando su atención
por ello finamente conectada a todos los fenómenos de la animación que la
vulneran o corrompen. De ahí que la exhibición de sus figuras serpentinas
manifieste una protección de la vida misma y un arma para desnudar los excesos
que enclaustran al ser del hombre en la decadencia de las costumbres o que lo comprometen
en la esclavitud de la falsía. También revuelta feroz, es verdad, contra la
ignorancia generalizada, que causa el endurecimiento de los gestos o que vuelve
a los plásticos tegumentos de la carne rígidos dermatoesqueletos, cuya dureza
sin vida vuelve por choque o fricción cascajo todo lo que toca,
reblandeciéndose al fin en oxidada plastilina agujerada por las larvas, volviendo
la verde savia vegetal que nos anima un ácido plasma alimentado por el odio o
un a sorda rabia aguijonada por espinas.
V
También espejo del mudo abortivo y de las
almas desprendidas en el momento de la gestación y arrojadas al limbo de lo
incorpóreo. Así el cóncavo deseo de encarnación que late en el seno femenino,
en una placidez de horas por la que bogan los días como nubes, vira de pronto
contraste para pasear por las noches solitarias en comunión con el rumor de
astros, a la manera del telón oscuro de satín donde las notas nacaradas de
un piano
son acompasadas por la orquesta… para dar de pronto súbitamente lugar al
endurecimiento de las sales de la vida y
luego a la estridencia (Levedad I, II, III). Porque la dulce
placenta transparente de pronto se desprende como un globo que escapa de las
manos para flota al azar del aire, de dejando ver que lo que su seno anidaba no
era sino un icono zúrrela, en que juega extendiendo su manopla de alienígena un
ente tétrico para dejar escapar alegremente al vagabundo esperma con bonete. La
violenta suspensión del hilo etéreo que comunica el alma femenina con el alma
del mundo y de la nueva vida abre entonces la puerta al amargo sitio del
exilio. Prisión de voces emitidas en un desierto negro; noche aceitosa por la
que resbalan irisados los fantasmas sollozantes, encierro a la intemperie en cuyo centro se lamenta un ulular de aves.
Interiorización de selva negra, pues, y viaje a las convexidades del ser donde
todo sin asideros resbala de la angustia al sótano sin fondo del olvido.
Espíritus desadheridos
del mundo maternal y su regazo que de pronto abren la puerta al
encuentro con lo irracional de la orfandad ontológica -caracterizada por la
desorganización de la armonía del cuerpo humano, por la anarquía vital y la
pulverización de los síntomas. Metáfora también de la aparición de la neurosis,
la cual se da más bajo la forma de un caso que bajo la especie de un tipo,
despareciendo todo esquema de la enfermedad o de saludad social par dar lugar a
la mera supervisión del enfermo único –pues cada individuo esta preso en su
neurosis, en su enfermedad o en su sintomatología particular, cada hombre
habitado por su fantasma, parasitado por su propio animal carnívoro o succionado
por la testarudez de su demonio.
Sus imágenes oníricas reflejan de tal suerte
apariciones nocturnas y fantasmas presentes en la bruma de los sueños, que
nacidos en el alma sensitiva e inconsciente reflejan, las más de las veces, una
especie de aguda anarquía psicológica producto de la anomia moral de nuestro
mundo. Hibridismo, pues, en donde el ser humano se satura de lo que hay en él
de más zoológico, dando por resultado una serie perturbadora de escenas
funambulescas, cuya marcada particularidad radica no en la originalidad del
individuo, sino en distanciarse del género o en corromper la especie. Así, la esfera
ingrávida que macha por el aire movido por las cuatro piernas femeninas, enfundado
el torso en el abrigo de bisonte, no es entonces sino el expandido centro de un
ombligo que sólo sabe de alimentar su vientre y cuyo orgullo hinchado en
redondez esférica, sostenido por los torneados pilares de liviandad y encaje,
sólo espera la hora nocturna de la huida para volar de espaldas. En otras ocasiones
aparece el vellocino de oro que buscarán en los hiperbóreos los poetas, pero
ahora creciendo bajo el estirado cuello de un perverso para conformarlo con el
cuerpo lanudo de Amaltea. Se trata entonces del hombre que llega, en efecto, a
ser el individuo único, más no a la manera de los ángeles, ni siquiera de los héroes,
sino del enfermo, cuyos desequilibrios y anarquía interior no puede menos en su
debilitamiento de reflejarse externamente como ansia de voluntad de poder.
En otras ocasiones sus criaturas se dejan
ver contorsionadas por un dolor intenso o al intentar desesperadas mutaciones,
delatando en su abigarrada sintomatología los efectos de la ideología dominante
de nuestro tiempo, fundada en la estética de la trasgresión y simultáneamente
en un menosprecio activo de la persona. Así, el enfermo único se muestra en su
anarquía al estar del todo fuera de los ritmos de la vida orgánica, reflejando
los perturbadores síntomas de un individualismo absoluto atrapado en la epojé
de la concha solipsista -cuyo subjetivismo radical no deja espacio para
que la etiología distinga el tipo o la clase de desequilibrio, confirmando con
ello una realidad clínica moderna, pues cuando los individuos se diferencias en
demasía entre ellos psicológicamente, se diferencian paralelamente también en
lo biológico.
VI
La artista que es Hazle Yen vuelve así a descubrir
a su manera que el mito renace siempre, que vuelve y que perpetuamente se
trasfigura al atender en su estructura eterna a la circunstancia histórica que
lo encarna –y así, al retratar lo abortivo y la vida de los alienígenas contemporánea,
al descubrir los enredos de sus pliegues y sus dobleces de repliegues cuyas
distorsiones impiden habitar en la luz, devela también que la victoria de
nuestra era sobre el mito, que la victoria arrogante cientificista sobre el
poder arraigador de los lenguaje simbólicos, no era sino más que una mentira,
viendo en su estructura profunda un mito más, sólo que ahora dando cuerpo a una
filosofía oscurantista y terrorífica.
Arte quimerario, pues, que al mostrar
cohesionadas a las imágenes las alucinaciones interiores a que mueven los
deseos y temores suscitados por el entorno da por resultado un catalogo de
seres que perturban la mente de los hombres de la modernidad, ahondando en las
imágenes perturbadoras a tal profundidad que no puede sino revelar sus estratos
metafísicos más preocupantes de alienación, enfermedad y engaño.
Reflexión, pues, sobre el alma desencarnada
de la tecnocracia moderna, que conduce reversiblemente al tema de la muerte del
alma y a la ausencia del alma del mundo. Muerdo en el que la figura animal deja
de ser una forma deficiente del hombre y su cultura, y vuelta a la naturaleza
silvestre, siendo por tanto el hombre una forma deficiente de la animal. Ya no la nostalgia arbórea del origen que una
tarde soñara el naturalista en la proa de un bergantín llamado Beagle,
sino el frotamiento de sus más distantes extremos, que se hunden en el agua
primordial y las fuerzas vegetales, ligándose con ello a las conformaciones más
inferiores de la creación.
Reflexión poética de la vida sobre la muerte,
que desde la vida piensa en los símbolos que la vulneran o ponen en peligro, y
reflexión filosófica también de la muerte sobre la vida, que desde la atalaya
del concepto observa como la naturaleza hacer resurgir desde la misma muerte y
corrupción el nuevo brote de la vida.
Por ella las figuras y figuraciones de Yen,
sin embargo, también nos hablan de la ascensión de la conciencia en su búsqueda
de espíritu, de la doliente meditación que abre la bóveda del cielo para difícilmente
romper en flor el botón la conciencia o del transporte sideral que vislumbra el
alma azul que flota suspendida por arriba de las cosas, como si fuese un mero
cuerpo místico o astral suspendido en la pureza de cristal o detenido en medio del
transparente aire de sus aguas (Encuentro).
Porque el alma al ser entendida como cede de
los sucesos psíquicos no puede menos que vislumbrarse también una entidad
ontológica que participa del cosmos, que enraíza con la totalidad del mundo
como en la de una unidad ordenada, en donde reina la armonía, la pulcritud, la
verdad y la belleza y por tanto donde comulga totalitariamente con los símbolos
universales –pero que al ser puesta contra la pared o confinada no puede menos
de hacerlo saber al expresarse en términos de extremos desequilibrios y dolores
anímicos, que se revelan bajo la forma de la escisión y del fragmento
confundido de la vida o del confinamiento en que el alma queda larvariamente aprisionada.
Expresión de la funesta dualidad que aqueja
desde su raíz al ser humano y que bajo la forma del vitalismo positivista, que
considera al alma un pobre humo o un mero epifenómeno de lo material, ha
cundido como el cáncer, expandiendo su esfera de influencia hasta los límites insufribles
de la anarquía metafísica, donde todo principio moral pareciera quedar
decapitado, y a la que no puede sino corresponder una anarquía psicológica y
una anarquía biológica, dando con ello pie a la proliferación de lo
irreductible bajo su aspecto más negativo: el del imperio de lo irracional y
contingente. Enfermedad, pues, de época, cuyo remedio sólo puede estar en una
voluntad de orden y de armonía orgánica a manera de una tregua -pues el
individuo visto como una revolución permanente hace imposible, en su anarquía
universal, restaurar del todo el orden psicológico y orgánico vulnerado por los
accidentes del tiempo y sus metamorfosis.
Mundo de tales excesos y excentricidades,
pues, que ha perdido incluso la sensibilidad
para el mayor misterio, el del centro sagrado de la vida, y que por lo
mismo pide a gritos y reclama, con tremendos síntomas de insatisfacción, el
regreso a la vida rítmica y armoniosa de su naturaleza y la vuelta a la fuente
sagrada de la vida –pus el hombre, al
ser la parte más digna de la totalidad del cosmos, por la obra de sus manos y
el poder de su conciencia puede, por su peculiar e intermediaria altura
metafísica, recuperar la completa unidad del mundo, volviendo a su raíz y a la
participación con los sagrado por medio de la expresión artística o al articular
el mundo por medio del trabajo del concepto y la flor de la conciencia.
Porque para hallar el fuego nuevo que alumbre la habitación cordial de
la memoria Hazzel Yen ha sabido tallar en el pedernal de la memoria y al golpear
con la vara de aire de la idea la roca material de los recuerdos encender una
chispa, y al sondear las imponentes aguas estancadas del Leteo encontrar la perla
escondida en la caverna y rescatar la gota de agua viva y categórica que resuma
en la copa de la cólera para, al multiplicarla en el fuego purificador de sus
imágenes, saciar la sed de ser que nos abraza. Una chispa de fuego nuevo, pues,
que cauterice nuestras llagas, brotadas por el furor airado de la sal del mar y
las arenas, y una gota de agua viva escapada del contaminado estanque sin fin
de la memoria, para volver a abrazar al ser que nos anima y tocar las puertas
del sol que conducen al pueblo de los sueños –siguiendo inversamente el curso del
río del caudaloso tiempo, para llegar por fin al manantial que alumbra las
regiones eternas exentas de toda maldad.
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