jueves, 7 de agosto de 2014

Dos Razas en Pugna: los Hijos de las Tinieblas y los Hijos de la Luz Por Alberto Espinosa

XIII.- La Revuelta de las Ideologías: 
Dos Razas en Pugna: los Hijos de las Tinieblas y los Hijos de la Luz  
Por Alberto Espinosa



XXXVIII
   Hay así, esencialmente, dos clases de hombres, de tipos humanos, o dos razas, dos pueblos antagónicos, en una fundamental lucha de clases espiritual, que estaría en el cimiento mismo de la moralidad. Las dos razas en oposición pueden figurarse mediante la analogía de los dos hijos de Abraham: por un lado, el hijo de la esclava Agar, que representa la Jerusalén terrestre, que es el hijo procreado según los deseos de la carne, cuya raza es representada alegóricamente  por el monte Sinaí.  Por el otro, el hijo de la mujer libre, de la hermosa Sara, que llamaba a su marido “mi señor”, imagen de la madre que representa a la Jerusalén celeste, la de allá arriba, quien procreó según la promesa del Espíritu a Abraham, cuya raza es representada por el monte Sinaí.
   El hijo según la carne, sin embargo, perseguía y molestaba al hijo según el espíritu. Ello debido a que en los hombres carnales mana la mala cualidad colérica, y mana bajo la forma del orgullo, que es la hinchazón del pan con levadura, pues la levadura hace fermentar e hincha toda la masa. Es también la cualidad que hace a los hombres estar como hechizados, están como fascinados por la carne para no obedecer a la verdad (Gálatas 3.1). Hijos de la desobediencia, pues, que estando en la ignorancia se conforman con las obras de concupiscencia.
    Por el contrario, la raza de los hijos de Abraham son así los hombres de fe –lo que incluye por tanto a los gentiles, justificados por Dios por la fe. Se trata de los espirituales, de los no carnales, cuya masa es sin levadura, pues ni se vanaglorian ni se envidian unos a otros (Gálatas 5.26).
   Los espirituales son el linaje elegido, es el pueblo ganado, que ha salido de las tinieblas de los deseos de la carne que batallan contra el alma a la plena  luz de la caridad y de la verdad, y que son como piedras vivas para edificar la casa espiritual, que en tiene en Sión la piedra angular, principal, escogida y preciosa, pues quien ella cree no será burlado o confundido (1ª Cata de Pedro 2.6).  
   Porque los espirituales son el pueblo de la fe, rociados con la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, el cual  sana de los pecados por sus heridas y quien al resucitar de entre los muertos, de acuerdo al dogma central de la metafísica cristiana, da la esperanza de la salvación en el postrimero tiempo, que es la promesa de su herencia para el hombre nuevo, reengendrado con gran misericordia: la herencia de la Jerusalén celestial, que es inmarcesible y que no puede contaminarse. Porque de los espirituales será la salvación, alcanzada por medio de la fe, que es la salud de las almas, para quienes la vida tiene la forma analógica de un viaje de peregrinación en la que su fe es puesta a prueba en la aflicción y el temor de las diversas tentaciones, que es una prueba de fuego como la que se hace con el oro, para la gloria y la honra –porque en el día postrimero Dios juzgara a cada uno según sus obras. Porque no puede ser Dios ser burlado: si alguien piensa de sí mismo que es algo no siendo nada, sólo se engaña a sí mismo; porque lo que el hombre siembre eso mismo cosechará, si siembra para la carne, segará de la carne corrupción; más si siembra para el Espíritu cosechará en cambio vida eterna (Gálatas 6.3-8). Pero aún así, hay quienes sembrado cizaña piensan que cosecharan trigo. 
   Camino de salvación, pues, que implica deshacerse del hombre viejo, del hombre vulgar, pagano, desechando para ello toda malicia, todo engaño, todo fingimiento, toda envidia, y toda maledicencia, usando para ellos la libertad como siervos de Dios(1ª Cata de Pedro 2.1: 2. 15). Formación de la conciencia, pues, que implica una transformación religiosa, que al crucificar la carne y el mundo da lugar al hombre nuevo, reengendrado, viviendo en justicia estando muerto para los pecados.


XXXIX
   Al igual que al árbol se le conoce por sus frutos y no por sus hojas, al hombre se le conoce no por sus dichos, sino por sus obras. Vale por tanto la pena insistir en las obras inspiradas por cada uno de los espíritus que se encuentran en pugna en la naturaleza humana y que, según domine ella uno u otro, determinan su filiación al pueblo rebelde, pagano, de los hombres viejos, carnales, hijos de la ira, o al pueblo santo hijos de la fe. Criterio moral también, de cuño netamente religioso, que nos advierte que vivir espiritualmente es ser continente, no haciendo lo que la carne desea, pues la carne desea cosas contrarias al espíritu, mientras que el espíritu desea cosas contrarias a la carne –por lo  que el deseo de la carne y el espíritu se oponen esencialmente entre sí, no siendo  posible así hacer todo lo que la carne desea, hacer todo lo que se quiere, o lo que le venga a uno en gana, que es la norma de la contención o el ser continente, razón de ser profunda y de fondo del ascetismo religioso (Gálatas 5.17).
   Las obras de la carne son aquellas donde domina la mala cualidad de la naturaleza, y son bien conocidas: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidades, arrebatos de cólera, pendencias, divisiones y facciones, envidias, homicidios, borracheras, orgías y otras cosas parecías a esas, cosas que son consideradas como pecados y a quienes las cometen, también llamados hijos de desobediencia, son propiamente hablando los rebeldes religiosos. o los hijos de Agar, no heredarán la tierra prometida, que es la Jerusalén celestial, que es el reino de Dios (Gálatas 5. 19-21).
   Tal sería la raza de los pueblos paganos, de la estirpe de Caín, de Esaú, de guasón Ismael. También se les ha figurado como hijos del malo, como hijos de la ira, nacidos de la mala cualidad de la naturaleza silvestre, como hijos del mundo cuya semilla es mala, como lo es la cizaña. Se trataría así de los hombres viejos, no renacidos, que no escuchan la palabra de Dios porque no son de Dios, desatentos a la voz del pastor porque no son de sus ovejas. Que se burlan de la palabra de Dios porque son vulgares paganos. En una palabra, es el pueblo que está dormido, enyerbado, hechizado para no aceptar la verdad, dejándose llevar por los deseos de la carne, por el espíritu de la rebelión y que en su necio orgullo han despreciado a Dios.
   Y al despreciar al Dios, al que es desde el principio, indican que han sido vencidos por el maligno y aman al mundo y a las cosas del mundo, indicando conversamente con ello que el amor de Dios no está en ellos. Porque lo que está en el mundo es la concupiscencia de la carne y de los ojos y soberbia de la vida, cosas que pasan y que no son del Padre, que no permanecen, pues quienes las hacen no hacen la voluntad de Dios, pero quienes hacen la voluntad de Dios permanecen por siempre (1ª Carta de Juan 2. 17). La ley de Dios está así hecha para distinguir lo que el pecado y reprobarlo; no para los hombres justos, sino para los impíos: para los injustos, para los criminales, para los desobedientes, para los pecadores, para los malos y contaminados (profanos), para los parricidas de padres y madres, para los homicidas, para los fornicarios, para los que se contaminan con varones (afeminados), para los embusteros (que son ladrones de hombres o ideólogos), para los mentirosos y los perjuros, y para los que hacen cosas similares contrarias a la sana doctrina, que cierta y que merece aceptación universal, absoluta. (1ª Carta a Timoteo 1. 9-10). Porque contrario a la prohibición es el mandato de guardar la fe y de tener buena conciencia, cuyo fin es el amor fraterno y la caridad. Porque la caridad y el amor proceden de un corazón puro y de una fe sincera.[1]
   Hijos de rebelión, pues, cuyas obras son inexcusables, porque al conocer lo que de Dios puede conocerse no le glorificaron ni le han dado gracias.[2] Porque la humanidad en pecado se aleja de Dios, pues la culpabilidad de los paganos estriba en tener la verdad presa en la maldad, resultando una raza de hombres impíos e inicuos, irreligiosos e injustos, ladrones y maledicentes, presas fáciles de la amargura, el enojo y la ira -como aquellos frutos malos, como aquellos árboles que no dan fruto a su tiempo y que, ya secos, serán entregado a las llamas. Por lo que no hay que tener parte en las obras infructuosas de las tinieblas, sino que es mejor más bien reprobarlas –y mejor que mejor vivir en la luz del Señor, porque el fruto de el Espíritu es en bondad, justicia y verdad (Efesios 5. 9-11), siendo fuertes en el Señor, vestidos de la armadura de Dios para poder resistir todas las asechanzas del diablo –porque la lucha no es sólo con sangre y carne, sino con principados, potestades, con los gobernadores de las tinieblas de este siglo y con las malicias espirituales en los lugares altos (Efesios 6. 12).
  Porque como riñe en la naturaleza la buena y la mala cualidad, cuando la naturaleza dispone de un hombre culto e inteligente dotado de bellas prendas, el demonio se presta a seducirlo con placeres carnales, con la soberbia, la ampulosidad y el orgullo, con la apetencia de riquezas o de poder, venciendo de tal forma la cualidad colérica sobre la buena, creciendo de su sabiduría el error o la herejía que se burla de la verdad, disponiendo en gran error en la tierra, que es justamente el estigma que marca a las ideologías contemporáneas, derrengadas en el falso principio de la cólera o en la moral hedonista de los placeres sensuales.[3]




XL
   Por su parte, las obras del espíritu, que nacen al librarse del yugo de la esclavitud, que es el pecado, son las obras de la caridad. El hombre es así llamado a la libertad, no para servir al yugo de la carne, usando a la libertad como pretexto (moral de la libertad incondicional), sino para servirse los hermanos unos a otros, amando al prójimo como a uno mismo –precepto en el que se cumple la ley (Gálatas 5.14)   Porque en el hombre domina el espíritu de la verdad o el espíritu del error, los cuales están en lucha en el hombre, opuestos entre sí. El espíritu de error domina a los hijos de Caín, que hacen pecado y no hacen justicia, y que no son de Dios, sino hijos del diablo. Porque la figura de Caín es la del hijo del diablo, la simiente de los cainitas, quien mató a su hermano Abel, porque sus obras eran malas y las de su hermano buenas. Y así, el que está en pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio (1ª Epístola de San Juan 3.8).
   En cambio quien está en el espíritu de la verdad no peca; y espíritu de verdad está en el Hijo, y quien permanece en él no peca y hace justicia -pero el que peca no ha conocido al espíritu de la verdad, ni a Dios, ni al Hijo. Así, los que son simiente de Abraham, de Isaac, de Jacob, son los que no hacen pecado, los que son hijos de Dios, y no hacen pecado, porque su simiente mora  en ellos y están en su raíz y están en la luz. (1ª Epístola de San Juan 3.9-12).  El que ama a su hermano es hijo de Dios y está en la luz y no hay escándalo en él, porque Dios es luz y en él no hay ninguna tiniebla -pero quien dice estar en la luz y no ama a su hermano está en las tinieblas todavía y cegado por las tinieblas no sabe a dónde va, porque quien no ama a su hermano está en la muerte y quien aborrece a su hermano es un homicida y no tiene vida eterna permanente en sí, porque no está en el Hijo, mientras quien está en el Hijo tiene vida eterna (1ª Epístola de San Juan 2.9-11; 5. 12). [4]
   Porque el que ama conoce a Dios, porque Dios es amor y el que mora en amor  mora en Dios y Dios en él; y no tiene temor, hecha fuera el temor, porque el que no es perfecto en amor tiene temor, porque el temor tiene castigo (1ª Epístola de San Juan 4.8; 4.16). Y de ahí el mandato, el deber, de que quien ama Dios ame también a su hermano, porque si nos amamos los unos a los otros Dios está en nosotros y en nosotros es perfecto su amor –porque nos da su espíritu, conociendo que moramos en Él y Él en nosotros. Pues tal es el mandato: el amarse los unos a los otros, porque el amor es de Dios. Si andamos en la luz, como Dios está en la luz, tenemos comunicación y comunión unos con otros, confesando nuestros pecados –y la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado, de toda maldad, y el que es fiel y justo nos perdona nuestros pecados –pero el que dice tener comunión con Dios y anda en tinieblas miente, y miente también y se engaña a si mismo quien dice no tener pecado, y no hay verdad en él (1ª Epístola de San Juan 1.7-10).
    Vivir espiritualmente tiene así una condición negativa: no vivir haciendo lo que la carne desea –e inversamente, vivir conforme a lo que la carne desea es no vivir espiritualmente. Las obras del espíritu de mansedumbre son aquellas llevadas a cabo por el pueblo guiado por la conciencia moral, cristiana, por el pueblo de la fe, siendo tarea fundamental de la educación formar y fortalecer el desarrollo de tal conciencia, no sólo como conciencia individual, sino como conciencia colectiva, de una raza, de un pueblo, santo, escogido por Dios desde antes de la fundación del mundo.
   Las obras de los hijos de Abel, humilde y temeroso de Dios, de la raza de Isaac y de Jacob, la raza de los hombres piadosos, son aquellas que producen dulces frutos de fraternidad, de amor y paz entre los hombres. Tales son las obras de la caridad, la alegría, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la lealtad, la mansedumbre y la continencia –cosas para la que no ley que pueda contravenirlas (Gálatas 5. 22-24). Obras cristianas, en una palabra, que florecen al tener los espirituales a las pasiones, a las concupiscencias y al mundo, crucificados –por lo que ellos también están crucificados para el mundo (Gálatas 6.14). Hombres, pues, guidaos por el espíritu de mansedumbre, cuya regla es la paz y la misericordia, y no desmayar haciendo el bien a todos –mayormente a los de la familia de la fe (Gálatas 6. 10).
   Se trata, en efectos de los hijos de Abraham, de los hijos de la fe .en el que entran los gentiles, pues son Justificados por Dios por la promesa del Espíritu por la fe en Jesucristo, quien se dio a sí mismo en sacrificio para liberarnos del siglo malo y de la generación de los adúlteros, también para por virtud de la fe llegar a ser un solo cuerpo en Cristo. Que tal es la Iglesia, la raza de Abraham, los hijos de Jacob, la Israel celeste, redimidos por el sacrifico de Cristo para ser adoptados como hijos por el Padre, que pone su espíritu dentro de su corazón, para reconocer a Dios y ser reconocidos por Él. 
   Raza del espíritu, podría decirse a la zaga de Vasconcelos, escogida por Dios Padre antes de la fundación del mundo para que en amor fuésemos santos y sin mancha delante de Él (Efesios 1.4). Así es preciso para aquellos despojarse del hombre viejo, abandonando la pasada manera de vivir, por ser tal hombre corrompido conforme a los deseos engañosos, con el entendimiento entenebrecido, andando en la vanidad de su mente y ajenos a la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos y por la dureza de su corazón; preciso, pues, renovar el espíritu del entendimiento para vestirse del hombre nuevo, creado conforme a Dios en justicia y en verdadera santidad (Efesios 4.24).



XLI
   De acuerdo a la doctrina cristiana la virtud del alma es el conocimiento de Dios, porque el que conoce es bueno y piadoso. Por lo contrario, el vicio del alma es la ignorancia de Dios, la enajenación de Dios; una especie de ceguera consistente en ser indiferente al conocimiento de los seres, de la naturaleza y del bien, que es el amor y la luz –ignorancia del alma que es su la ceguera, que es vivir en las tinieblas y en el del alma apertrechada en el desdén y la ignorancia de Dios (asebia). Ignorante de sí misma, desconociendo su propia naturaleza, el alma se convierte entonces en esclava de sus pasiones, amando más los cuerpos que al espíritu, sufriendo las violentas sacudidas del cuerpo, siendo determinada por sus impulsos orgánicos o llevando el cuerpo como una carga –no pudiendo así gobernarse, sino siendo gobernada (heteronomía de la voluntad y pérdida de la libertad). Porque al ser mancillada por las pasiones del cuerpo el alma es arrastrada hacia abajo y queda separada de su verdadero yo, engendrando el olvido, que la vuelve mala, dejando por tanto de participar de lo bello y de lo bueno.
   El que se reconoce a sí mismo, quien toma el camino del centro, se conocerá como hecho de luz y vida, de alma y entendimiento, comprendiendo la naturaleza de los seres y conociendo la belleza y la bondad de Dios, quien reina en el lugar abierto de la luz serena, en la región sublime. Así, quien va hacia sí mismo va también hacia Dios, hacia la luz y la vida. El fin del hombre que busca el intelecto es reconocerse a sí mismo, y aprender a conocerse como hecho de luz o entendimiento y de alma y vida inmortal. Es por ello que la inteligencia santa (Nous) está con los buenos, puros, misericordiosos y piadosos –siendo propicios al Padre por vía del amor celeste, al que dan gracias por medio de bendiciones e himnos con afecto filial. La inteligencia lleva así en cierto modo a odiar los sentidos, pues al conocer las operaciones de éstos en el cuerpo se llega  a saber que son la fuente de las tentaciones que acosan o asaltan -contando para ello, como de una defensa,  con el Guardián de las Puertas, que cierra la paso a las acciones malas o vergonzosas, ayudando a que las pasiones de los sentidos no consumen sus efectos.
   Por lo contrario el pecado,  que es el vicio del alma, consiste en instalarse como en el vacío, en la nada o en la indiferencia; llamado estado de vacío neutral donde ni se participa del bien, ni se gusta de la inmortalidad, que es indiferente a la belleza imperecedera y no comprende el Bien. Ignora, así, que el principio del Bien (que es el Padre) es el querer bueno, el querer la existencia libre de todas las cosas, siendo su señal distintiva ser conocido, atrayendo el alma de los hombres para purificarlas y esencializarlas –porque Dios no ignora al hombre, sino que lo conoce bien y quiere ser conocido por él. El conocimiento de Dios, en efecto, es saludable para el hombre y sólo en virtud de tal conocimiento el alma llega a ser buena.  
   Si en algo consiste el pecado es en la transgresión de un orden, en el romper con un límite, en violar una norma de aplicabilidad universal -o en romper o profanar algo sagrado: tanto en el orden de las relaciones sociales del trabajo, de la familia o del matrimonio. La experiencia del pecado, por todos conocida, consiste así en la de ir más allá de algo, siendo en este sentido una verdadera experiencia metafísica: es tocar, es penetrar, o ser penetrado, por el otro lado del espejo. Debilidad del alma que, siendo tentada, succionada por el maligno encanto del mundo, movida por el frenesí de la novedad o del instante, se sumerge en regiones prohibidas o desconocidas, y cuya consecuencia más palpable es el sentimiento, terrible, de la angustia o de la desesperación.
   El alma que se separa de sí misma, o que se desconoce a sí misma, a la vez se fuga o se fragmenta y se refugia en la mudez o en la vanidad, como una suerte de blindaje y de defensa que, en su extremismo y/o excentricidad, se aferra desesperadamente a la garantía segura de su yo, apertrechada en el cual no reconoce que es presa de los movimientos del alma inferior, ni de su propio pecado –ya sea en alardes de cinismo, de narcisismo, de ampulosidad o de orgullo; acuñando así un falso concepto de la libertad, pensada como libertad contractual o como mero derecho de paso; es decir, como un permiso para pensar o hacer que al ser sancionado desde fuera no implica responsabilidad individual alguna, extendiendo en cambio una carta en blanco a la secrecía; también endureciendo el corazón en el sentido de cerrarlo, para no hablar, en no dar razones de ser –pero a precio de inaugurar con ello la cárcel autocontenida del confinamiento, de la opacidad y la dureza de la orfandad, que busca sólo en la nuda existenciariedad, o la expansión de su propia voluntad (voluntarismo). Su  contrario es la visión lúcida, la conciencia del propio pecado, el entendimiento de la ley moral y del reconocimiento y arrepentimiento de las faltas, que da como fruto la verdadera libertad, ascendente y responsable.
  El error estriba en amar el cuerpo, que es el error del amor, del amor terrestre, del eros pandémico, porque entonces el alma permanece en la oscuridad, errante, sufriendo el cuerpo en sus sentidos las cosas de la muerte –pues la fuente de donde procede el cuerpo es la fría humedad, el barro, que es en donde calma su sed la muerte; y es por tal falta que hace errar al amor por lo que los que están en la muerte van hacia la muerte. Es por ello que no oyen al intelecto y la razón por la que el intelecto se aparta de los insensatos, de los malvados, de los viciosos, de los envidiosos, de los codiciosos, de los homicidas e impíos, dejándolos ser atravesados en sus sentidos por el aguijón de fuego del Genio Vengador, que como una llama consume y tortura e impulsa a dirigir el deseo hacia apetencias sin límite, peleando en las tinieblas, sin que nada pueda darle satisfacción, sin poder abandonar por tanto el espíritu de engaño, las ilusiones del deseo, la ostentación del mano con miras ambiciosas, la audacia impía y la temeridad presuntuosa, los apetitos ilícitos que produce la riqueza y la mentira que prepara las trampas.[5]








XLII
   Época de aguda, de profunda decadencia es la nuestra, en la cual los hombres sufren la carga histórica de la pecaminosidad y su presión generacional, todo lo cual afecta con fenómenos de adulteración a los mismos productos de la cultura, los cuales al perder sus notas esenciales se convierten en subproductos o caricaturas de sí mismos, corrompiendo y afectando todo ello a la cultura misma en su conjunto (la secularización desviada). De tal suerte, la educación y formación del alma humana se convierte en adiestramiento; la libertad en permisión y esclavitud; la utopía en adoctrinamiento; el socialismo en burocratismo; la filosofía en intimidación; el arte en culto a lo feo; la originalidad en uniformidad –en todo lo cual puede verse una retrogradación dl hombre hacia la esclavitud de las pasiones y la animalidad. Y así, por razón del feroz inmanentismo contemporáneo, quedará el hombre viudo de sus dioses, absteniéndose de toda práctica religiosa y de todo acto de piedad, sin que nadie levante ya sus miradas al cielo –prefiriéndose entonces las tinieblas a la luz, tomando al hombre  impío como un sabio, al hombre piadoso como un loco, el loco frenético como un valiente y al peor criminal como un hombre de bien. Crisis contemporánea y nuestra en que el mundo mismo acusa los estragos de la vejez, signado por la irreligión y el inmoralismo, donde la religión del espíritu será vista como pura vanidad y motivo de risa, cundiendo  el desorden y la confusión irracional de todos los bienes y donde el hombre mismo en masa desconocerá su propia naturaleza, dando el espectáculo de seres sacados de su centro, de la enajenación mental y de doblez, en toda una compleja sintomatología plagada de profundos desequilibrios e inequívocos signos de confusión, degeneración, exasperación e insatisfacción, donde el mismo amor natural entre los seres humanos se enfriará y el hombre se encontrará luchando contra partes enfrentadas de sí mismo o desconocerá el centro espiritual de sí mismo debido a su ignorancia de la diferencia  bien y del mal, ceguera no comparable a no poder discernir lo blanco de lo negro o la luz de las tinieblas.
   Para liberarse de la luz negra, de la luz tenebrosa y dejar para siempre el camino de la fuga y del desconocimiento de la propia alma, que es la perdición, no queda más que el arrepentimiento, dejar de entregarse a la muerte dejándose guiar por las palabras que nos hacen ascender hacia el Padre, que son las palabras de la sabiduría eterna que nos encaminan hacia la morada eterna de la vida y hacia la luz que es belleza y bondad a un mismo tiempo.




[1] Que tal es también la buena milicia, dar el buen combate de la fe: hacer lo que resulta agradable a Dios. Porque Dios es uno solo y es una sola su ley y su misericordia, cosa que saben todos los hombres que llegan al conocimiento de la verdad. Y lo que a Dios agrada es la oración, de petición y suplica y de acción de gracias, vivir en piedad y honestidad, pues la piedad en todo aprovecha, y ser hombres respetables e irreprensibles, sin hipocresía, no dados a las borracheras, ajenos a la avaricia, a las sórdidas ganancias codiciosas y sin orgullo –porque el amor al dinero es la raíz de todos los males, que descarría a los hombres y los hace altaneros, llenando sus almas de profundas y dolorosas heridas. (1a Carta a Timoteo 6. 9-10).
[2] El argumento teología es el siguiente: que a pesar de que Dios es un Dios invisible, sus atributos, así como su eterno poder y divinidad se han hecho visibles a la inteligencia de los hombres, a sus criaturas, desde la creación del mundo, por lo que su ignorancia resulta inexcusable. Su castigo: volverse estúpidos en sus razonamientos, desmayados en sus discursos, siendo entenebrecido su tonto corazón, pues diciéndose sabios se volvieron locos e insensatos e idólatras, adorando no al Dios incorruptible y eterno, sino a imágenes de hombres corruptibles o de animales y reptiles. Por lo que como castigo Dios los entrega a las concupiscencias de sus corazones , a la impureza y a la inmundicia, dejándolos abandonados a sus vergonzosas pasiones contra natura, para que recibieran en su carne el premio de su error. Ignorantes de Dios que no tuvieron a bien tener a Dios en sus pensamientos, Dios los abandonó a las perversas inclinaciones de su entendimiento para hacer lo que no conviene, lo que no se debe, lo que no aprovecha espiritualmente: entregándose ellos mimos a toda iniquidad: a la envidia, al homicidio, a la discordia, al engaño, a las malas costumbres, a la fornicación, a la maldad, a la avaricia, a la discordia, a la malignidad; volviéndose murmuradores o chismosos, aborrecedores de Dios, soberbios u orgullosos, altivos o jactanciosos, injuriosos, desobedientes y rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, sin afecto natural o desamorados, implacables y sin misericordia y duros de corazón –sabiendo sin embargo que los que hacen tales cosas son dignos de muerte o irredentos. Romanos 1. 19-32.   Impenitentes que por su dureza de corazón no fueron inducidos a arrepentimiento, a pesar de la bondad de Dios que, sin embargo, dará a cada quien según  sus obras; a los rebeldes a la verdad, a los díscolos y contenciosos que obedecen a la mentira y son dóciles a la injusticia, a los que juzgan haciendo las mismas cosas que condenan, Dios pagará con ira e indignación; a los que perseveran haciendo obras buenas, buscando gloria, honra e inmortalidad, pagara con la vida eterna.  Romanos 2. 1-9. 
[3] Jacobo Boheme, Op. Cit., Pág. 8.
[4] El que tiene bienes y ve a su hermano en necesidad y le cierra su corazón, muestra que el amor de Dios no permanece en él (1ª Epístola de San Juan 3.17). 
[5]




miércoles, 6 de agosto de 2014

El Criterio Religioso del Bien y el Mal: la Lucha Espiritual (1ª Parte) Por Alberto Espinosa

XII.- La Revuelta de las Ideologías:
El Criterio Religioso del Bien y el Mal: la Lucha Espiritual
(1ª Parte)
 Por Alberto Espinosa
"La moral es esa voz sublime, que impone respeto, que nos amonesta invenciblemente aunque queramos callarla y tratemos de no escucharla".
Kant.





XXXIV
   La época actual de la postmodernidad y las ideologías globalizadas del pensamiento único han orillado a la reflexión filosófica contemporánea a concentrarse en un pequeño racimo de temas cardinales donde poder encontrar un respiradero a la presión histórica y generacional de nuestro tiempo, que pesan en la conciencia como si fueran verdaderas lozas de granito.
   La filosofía de la educación se presenta así como una reflexión sobre la formación de la naturaleza humana, y por tanto como una teoría de la esencia misma del ser humano, de los propios o exclusivas del ser humano derivadas de su esencia, planteando a la educación misma como la utopía necesaria sobre cuyo fondo realizar los ideales de paz, libertad y justicia social. Filosofía de la educación, pues, que constituye por sí misma el marco de una filosofía de la esperanza, que permita un desarrollo humano más armonioso -marco sobre el que articular sistemáticamente una serie de expresiones (del pensamiento no menos que de la palabra bella, sin excluir las expresiones artísticas y las mímicas del cuerpo humano), potentes para hacer retroceder a los flagelos actuales de la humanidad, que van de la competencia atroz a la pobreza, de la miseria y la marginación a las opresiones ideológicas, y de la exclusión y a la incomprensión generalizada y al espíritu de la discordia.
   Para avanzar sobre el salvaje río encrespado del oscurantismo contemporáneo no queda sino abrir la reflexión; primero, a la autocrítica de nuestra edad y de nosotros mismos, afrontando los peligros ínsitos en la reflexión solitaria, personal, en primera persona, para un atento examen y mejor cuidado de uno mismo, en el sentido de llevar a buen puerto una existencia justificada, en un diálogo del alma consigo misma y con la verdad personal en un proceso circular, cada vez más profundo, por círculos sucesivos de concentración, de formación de la propia conciencia –resistiendo en el camino los rigores de la soledad y de las diversas formas y presiones de la propaganda ideológica, así como los fenómenos de descomposición social y a la crisis familiar.
     Así, la misión de la filosofía se encuentra hoy más que nunca ante el único problema, frente al cual todos los demás parecieran palidecer bajo sus afeites: el del sentido mismo de la vida; ante el de la orientación de la vida humana y la formación de la conciencia en el sentido de ser una vida buena, de provecho y justificada, tanto social como metafísicamente o que no se agote en el mero fluir histórico de la inmanencia.
   Para ello es necesario, sin embargo, dejarse de cuentos e ilusiones, romper las apariencias en una palabra y apegarse a un criterio moral firme;  acogerse, pues, y ampararse en la verdad inconmovible propuesta por la tradición y arraigada en nuestra cultura, que pone  en juego a la vez a la razón demeterica, que es la razón de la sin razón, esto es: el reconocimiento  de la falta, la confesión de la culpa moral quiero decir, la cual no puede sino mover a el arrepentimiento, expiación del error y enmienda en la conducta; complementada con una razón de esperanza, de redención, que no puede ser sino una razón de cuño religioso, apoyada en una verdad universal y trascendente. Camino de redención y reconciliación con lo eterno, pues, que es el camino de la liberación interior, de la apertura y el verdadero diálogo también, que rompe los grilletes del confinamiento e ilumina en las sombras para lograr salir de la caverna, que es el error, donde los hombres van dormidos o se encuentran sitiados como presos.
   Apegarse, así, a la verdad religiosa de la reconciliación con Dios y el espíritu de verdad, que nos hará libres, como dice Juan, reconociendo primero como es que el pecado encadena, para romper sus grillos y liberarnos del yugo del mal. Reconciliación con Dios y la salida de la muerte o del infierno también, que conduce pero se al espíritu de unidad, fundando un firme  criterio del bien y del mal morales.
  Porque el a priori o lo que constituye más a fondo la naturaleza humana es la dualidad de los espíritus que inspiran nuestra conducta práctica: el del bien y el del mal, los cuales pueden verse como dos manantiales metafísicos en perpetua oposición. Como prueba de su existencia basta la experiencia personal de la intuición moral –que negativamente se experimenta como estado de rebeldía, de guerra, sublevación o desobediencia ante la norma, pero también como temor y temblor en la desobediencia y en la caída.
   Su concepto ético propio es el de pecado, prestigioso ante el mundo más también peligroso, por entrañar inextricablemente el sentimiento del remordimiento de conciencia, de culpa y de temor, porque en sí mismo conlleva castigo, un prurito o ardor interno que consume, causado radicalmente al separarnos del Padre, al que con la mala acción desobedecemos, desoímos o damos la espalda. Escisión no sólo de Dios, sino que a la vez desarmoniza y enfrenta al hombre desequilibrado consigo mismo, contra si mismo, autohiriéndose por decirlo así,  perturbando profundamente también sus relaciones con la comunidad, disolviendo los lazos de hermandad o de  familia, teniendo como pírrico paliativo el trabar relaciones cómplices (herejías) o de carácter inmanente (gregarismo), al ser movido el hinchado sujeto de la culpa en realidad por mezquinos intereses o meramente egoístas (la crápula).
   Retroceso del humanismo y caída en la barbarie, pues, ante lo cual no queda sino ampararse en un criterio seguro, en una doctrina absolutamente confiable –armándose con ellos ante las nuevas amenazas de las ideologías contemporáneas, erigidas en portentosas religiones de la modernidad, ya sean de facciones, de partido o de estado, de tendencia totalitaria, que bajo la máscara de los privilegios materiales amenazan despóticamente con corromper y desfondar por completo los fundamentos mismos de la nobleza humana.


XXXV
   Como quiera que esos factores contribuyen a la profunda decadencia del humanismo, lo cierto es que estamos ante el espectáculo del hombre postmoderno, el cual se presenta más que perplejo o dubitativo en la escena contemporánea, como decididamente descarriado, resuelto decididamente en emprender un camino falso, errado, movido en su locura por una especie de insaciable sed de perderse, de extraviarse.
   Experiencia generacional, pues, de depresión crónica ante la crisis postmoderna, que da la sólita imagen de seres contristados, conturbados, oprimidos del ánimo y dolidos del corazón, presas del temor y de la inquietud existencial -por encontrarse en trance de perdición y descarrío dado el abandono cultural de la antigua fe y la adopción de otra… o de ninguna. Experiencia de la discontinuidad de las creencias religiosas básicas, pues, que no sólo abren el paso a una moral más atrevida, más audaz, sino a una grave relatividad de los valores, agudizando con ello el carácter accidental de la existencia –que refuerzan la adopción meramente impulsiva de creencias irracionales o de falsas doctrinas (ideologías). En otros casos, vivencia aguda de la contradicción existencial entre los vestigios de una fe vivida, entre las reliquias de una metafísica querida, y las superposiciones históricas de una vida cifrada en valores meramente inmanentes, encontrándose estos hombres indecisos, dubitativos, en un cruce de caminos y sin saber qué dirección seguir, inseguros del camino a tomar, o que van fluctuantes de un camino a otro e irresolutos, que serían propiamente los perplejos.
   Panorámica, pues, de un terrible opción moral, que va de la aceptación de la muerte del alma cristiana en el seno mismo de la intimidad de la persona (que equivale sin más a la muerte del alma), a una nueva conciliación de la conciencia moderna con la antigua ley y los profetas. Por un lado, pues, la presión del mundo, que insta a una escisión del hombre con los vestigios de su antigua fe perdida y con la comunidad de fe -en una vuelta a una especie de crudo paganismo; por el otro, los vestigios de esa misma fe, que se expresa no más que por hábito pero sin voz viva, de una forma mortecina o meramente ritual, cuando a la manera de simuladores de la justicia que, como rebeldes amaestrados se resuelven en actores a sueldo, en fingidores de valores, en gesticuladores de toda laya o que llanamente se declaran cínicos, en crueles naturalistas hedónicos y desalmados. Los más, siguiendo una de tantas rutinas mecánicas que levan a la enajenación o al autoengaño, guidados por los vagos ídolos de la fortuna o del beneficio material, que estando despiertos los hace llevar una vida de dormidos, como si estuviesen hechizados viviendo una existencia en la inconsciencia. Por el otro, experiencia del despertar de la conciencia, a la que sucede la experiencia estética, desagradable, del horror, por darse cuenta de la ceguera moral que nos habita y de la sorda desobediencia a los antiguos preceptos –y que, al chocar contra el límite, nos hace con espanto retroceder, a levantarnos de el sepulcro del cuerpo, como si hubiésemos estado muertos, para intentar, de ser posible, una reconciliación con Dios, una desenajenación de Dios y una restitución de la alianza eterna. Experiencia pues de l caída, que lleva como reacción a una restitución de los viejos valores, y que racionalmente toma la forma de una vuelta al idealismo, al espiritualismo y a la metafísica, aceptados como la verdadera filosofía –la que se presenta, por un cabo, como una crítica de la razón, en particular a las severas extralimitaciones de las ideologías y las filosofías modernas e incluso de las falsas filosofías, que da por ciertos una serie de argumentos meramente probables; por el otro como una vuelta a la formación de la conciencia moral a partir de la revelación del bien y del mal que se instruye en las Sagradas Escrituras y por medio de la fe, en una entrega a la doctrina fundamental del Hacedor, de Dios como creador del mundo, como no creado o causa de sí mismo, o como Dios único y eterno. Creencias todas ellas articuladoras de una comunidad duradera fundada en la alianza con Dios y a la voz de los profetas, aceptados como personajes vivos.
   Tesis espiritualista que repugna al burdo materialismo de nuestro tiempo, incapaz de concebir lo incorpóreo como tal, pero donde el espiritualismo lleva a cabo la gracia de realizar la obra de conciliación de la razón con la fe –en una filosofía que prueba su eficacia al conducir a la verdadera libertad de la buena conciencia, de la conciencia recta, justa, articuladora de una comunidad de fe trascendente y trascendente ella misma –en lucha directa contra las falsas filosofías, que llevan a la ceguera de la propia conciencia, a la esclavitud del pecado, o a las ideologías de la enajenación, de la cólera, de la doblez y de la inconsciencia.
   Porque para el espiritualismo las fuentes del conocimiento moral, en última instancia del conocimiento del bien y del mal, no son otras que las aportadas por la fe y por la revelación de sentido oculto de las escrituras –que ve a la vez los límites de la razón y el saber que la rebasa, y todo ello como un racionalismo interno a la fe. Porque la fe viene entonces a ser aquello en que la razón se sustenta, o que toma a la razón como instrumento de la fe, teniendo pues tal filosofía un carácter conciliador (con la antigua fe) y hermenéutico, dado el sentido equívoco, analógico, alegórico de las Sagradas Escrituras o de las verdades de la fe en general.  


XXXVI
   Pero volvamos así al a priori moral del hombre, que es lo que constituye propiamente la naturaleza humana y debe estar a la cabeza de toda analítica existencial. El hombre tiene su impulso (de la voluntad) en dos cualidades, y ambas están en él: el bien y el mal. El manantial del mal es una fuerza colérica, infernal, sedienta, infernal, la cual da malos frutos, pues conduce a la herejía, al error, a burlarse de la verdad, al pecado y a la muerte. Es la fuerza colérica que hay en la naturaleza y que hace al demonio furioso y frenético. Por su parte, el manantial del bien es una fuerza santa, amable y celestial, cuyo fruto son los hombres santos, sabios e inteligentes que constituyen la cabeza de la Iglesia y que son la luz del mundo.
   La fuerza de Dios es la fuerza santa, quien da a los hombres el mandato del bien, quien exhorta incansablemente al bien, a ser santos como Dios es santo, a ser santos en todo proceder, a ser obedientes, mansos, a ser siervos de la verdad, a ser amigables y misericordiosos, a refrenar la lengua de hablar mal y de engañar, a no devolver mal por mal, ni maldición por maldición, sino a bendecir, en hacer el bien, a huir del mal, a amar la vida y buscar la paz, a imitar lo bueno y a ser justos teniendo buena conciencia (2ª Cata de Pedro 3. 9-13), pues no quiere Dios la rebeldía ni el mal, dando en cambio el Espíritu Santo a quienes se lo piden (Lc. 11.13).
   De acuerdo a lo que muestra Jacobo Boheme hay una riña violenta en la naturaleza entre las cualidades del bien y del mal, entre las cualidades buena y mala, imagen de la riña y choque entre el reino infernal y el reino celestial que mana para formar seres angélicos. El drama de tal riña se escenifica en el hombre como en ninguna otra criatura –salvo el caso de los ángeles rebeldes, quienes con su revuelta obtuvieron junto con Lucifer como premio la expulsión del cielo y la caída, que sería el origen del mal en el mundo y de que la cualidad colérica se haya mesclado en toda la naturaleza terrestre. La caída de Adán y Eva se debería a que se arrojaron a lo colérico, a los deseos de la carne (el pecado original), de tal manera que se le pega el mal al hombre –aunque éste es capaz de vencer a la mala cualidad en la naturaleza, por su buena cualidad que es y viene de Dios y en ella es soberano el Espíritu Santo, pues el hombre es hijo de Dios, quien lo hiso del mejor meollo de la naturaleza para que domine el bien y venza al mal.
     Pero el hombre es libre y tiene su impulso en ambas cualidades, pudiendo echar mano de cualquiera de ambas cualidad, pues en este mundo vive entre las dos, estando el bien y el mal en él. Y así, aunque el mal se le pegue al bien, al igual que sucede en la naturaleza,  la cualidad buena del hombre puede vencer al mal, pues si levanta su espíritu a Dios mana en la buena cualidad de su naturaleza y el Espíritu Santo lo asiste para ayudarlo a vencer. En el alma malvada, en cambio, vence la cualidad colérica, pues es el demonio poderoso en lo colérico y su príncipe eterno. Cuando el hombre se hunde en los deseos de este mundo, mana y domina, en efecto, la cualidad colérica de la sabia infernal y se corrompe, pues deja que domine en él el demonio con su veneno.[1]
   Por la debilidad de la carne el hombre se ´presta a ser siervo del pecado, entregándose con sus miembros a hacer la maldad y a la impureza. Así, la rebeldía propiamente religiosa consiste en ser el hombre libre relativamente a la justicia, por ser en cambio esclavo del pecado, y cuya vida vergonzosa no tiene otro fin que el de la muerte, que es la paga del pecado -pues la carne es como yerba y su gloria como la flor de yerba, que crecen un día, pero al día siguiente se seca la yerba y la flor cae (1ª Cata de Pedro 1.24).  
   Por lo contrario, el hombre puede optar por liberarse del pecado para ser reo de Dios, siervo y esclavo del Espíritu, aceptando su yugo, que es suave, teniendo como buenos frutos las obras de la santidad y como fin, como paga y recompensa, la vida eterna como miembro del cuerpo de Cristo Jesús (Romanos 6. 19-23). Opción de la libertad es, en efecto, huir de la corrupción que está en el mundo por obra de la concupiscencia y de la cólera, liberándose de la esclavitud de las pasiones. El hombre es llamado por la virtud de la fe a ser virtuoso -y a mostrar en la virtud ciencia, y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia y en la paciencia temor de Dios, y en el temor de Dios fraternidad, y en el amor sin fingimiento de hermanos el corazón puro de la caridad, para participar así de la naturaleza divina (2ª Cata de Pedro 1. 4-7).
   El hombre, en efecto, es llamado a la libertad, pero no para cubrir con ella su malicia o para utilizarla como pretexto para servir a la carne, como los hombres ciegos, que no pudiendo ver de lejos se olvidan de la purgación de sus pecados, de purificar sus almas por la obediencia de la verdad por medio del Espíritu (1ª Cata de Pedro 1. 22: 4. 10); o como hacen los desobedientes, los embusteros y engañadores con las almas débiles, a quienes hablan de libertad siendo ellos mismos siervos de esclavitud (2ª Cata de Pedro).


XXXVII
   Desde la perspectiva de la filosofía de la naturaleza puede decirse, de acuerdo con Jacobo Boheme, que la naturaleza misma tiene dos cualidades que manan con gran aplicación: una amable, de sabia de vida, celestial, santa, en la que domina el deseo del bien o el Espíritu Santo y cuya fuerza santa da buenos frutos; otra colérica, huraña, sedienta, infernal, en que domina el espíritu del mundo o la fuerza infernal con su veneno, que da malos frutos, corrompidos, agusanados –dualidad de cualidades cuya distinción conocieron Adán Y Eva en el Paraíso y que originó su caída, porque así como hay bien y mal en la naturaleza, hay bien y mal en el hombre.
   Sin embargo, Dios hizo al hombre para que domine en él el bien y venza al mal –cuando levanta su mirada al cielo, pues el espíritu santo lo ayuda a vencer. Porque al igual que en la naturaleza el mal se le pega al bien, también en el hombre, pudiendo su buena cualidad vencer a la mala por venir aquella de Dios y dominar en ella el Espíritu Santo. En cambio, la cualidad colérica vence en el alma malvada, pues el demonio es soberano en lo colérico y sui príncipe eterno. Es la obediencia nocturna, la rebeldía del pecado, que al decir que se le pega al bien ya indica un principio de parasitismo, al que llamamos modernamente enajenación. La obediencia al mal es así debilidad ante lo colérico, que toma por decirlo así todo el control y que otros identifican con el alma inferior. Es la cólera de la naturaleza, pues, que arruina a tanta conciencia noble por el impulso colérico, furioso, frenético y vano, pues el demonio tienta y seduce al hombre con su fuerza mundana, con los placeres carnales, con el orgullo, con el deseo de riquezas y de poder, creciendo por tano en él la herejía y cayendo en el gran error al guasear y burlarse de la verdad y despreciar a Dios –no pudiendo así captar la verdad del Espíritu Santo, que predica penitencia, sino viviendo como vulgares paganos, a la manera de las bestias en medio del arte y la exuberancia mundana. El impulso de bien, por el contrario, se asocia a la aspiración de las cosas elevadas y por tanto al espíritu, dando por consecuencia frutos suaves, dulces, elevados y válidos, dando por consecuencia hombres santos, sabios, inteligentes, que conocen a la naturaleza y respetan a su Creador, siendo por ello la luz del mundo.
   El impulso del hombre esta así entre el mal y el bien, pues vive entre ambos y ambas cualidades están en él, pudiendo echar mano de ambas, sirviendo al pecado para la muerte, u obedeciendo a Dios para justificar –asistido por el Espíritu Santo, que es dado por el Padre a quien se lo pide (Lc. 11-13). Porque a pesar de haber mal en la naturaleza y de pegarse el impulso colérico al hombre, Dios dio al hombre el mandato del bien y la prohibición del mal, porque no quiere Dios el mal, sino que venga su reino y se haga su voluntad en esta tierra, a la manera celeste –haciendo que a diario se le exhorte al hombre al bien.




[1] Jacobo Boheme, Aurora. Ediciones Alfaguara. 1979. Madrid, España. Prólogo. 



lunes, 4 de agosto de 2014

De la Rebeldía Metafísica: los Modernos Panteístas del Positivismo Por Alberto Espinosa

De la Rebeldía Metafísica: los Modernos Panteístas del Positivismo
Por Alberto Espinosa


   Mucho antes que Bertrand Russell inventara la refutación ante el Padre Freferich Copleston del argumento de Dios como causa eficiente de sí mismo o primera causa, ya había David Hume construido idéntica refutación rebelde: si aceptamos el argumento de causalidad (todo efecto tiene su causa), entonces Dios, el primero de los efectos, también habría de tener su causa, llegando a esa cadena de causas-efectos infinitas -que pretende evitarse. Si pretendemos darle solución al problema afirmando que Dios es causa de si mismo, entonces eso significa que hacemos una excepción en el principio de causalidad; siendo así, se puede afirmar que el universo es causa de sí mismo, eliminando a Dios de la ecuación. Si algo puede ser causa de sí mismo, entonces afirmar que el universo lo es simplifica las cosas, rechazando la adición de Dios, que resulta un factor innecesario.
    Tal argumento, sin embargo, tiende a borrar también la causalidad final, llevándosela de corbata o brriéndola entre sus patas -quedando el universo si como causa eficiente de sí mismo (teorías del big bang, similares y aledañas), pero sin diseño para finalidad alguna, sin causalidad final formadora o sin idea teológica, lo que lleva a concebirlo moviéndose en la anarquía, autárquicamente o sin fin determinado... arrastrando a todo lo demás por consecuencia, pues con el universo va el hombre mismo, que igual detiene la cadena de la causalidad eficiente no ya en el universo, cuyas cadenas causales se le escapan,  sino en sí mismo. Su resultado: es el hombre universo = el hombre fragmentado, atomizado, egoísta infinitamente, soberbio, que por orgullo queda segregado de la comunidad; es decir, es el hombre moderno-contemporáneo.,,, caído en su soledad, incomunicable, o en su... en su... si... en su nada, que es el fondo desfondado de sí mismo (bailando en el vacío de su propio undgraund). Raíces del nihilismo contemporáneo, que desdeñan la eternidad de Dios, el ser causa eficiente de sí mismo, para luego lanzarse a vivir con ligereza en una esfera que flora solitaria, para luego, ya en plena rebeldía metafísica, intentar tomar el lugar de Dios… quien sin embargo, sin reparar en la cerilla de las orejas sordas, dice a los suyos, por boca de  Isaías 43:10: 


"El Señor afirma:
"Ustedes son mis testigos, mis siervos, que yo elegí
para que me conozcan y confíen en mí
y entiendan quién soy.
Antes de mí no ha existido ningún dios,
ni habrá ninguno después de mí.
Yo, que soy el que soy,soy el Señor
y fuera de mi no hay salvador que exista."”


Y más adelante, por puño del mismo Isaías 44.6 a 24:
"Así habla el Señor, el rey de Israel,
libertador suyo,
el Señor de los ejércitos (Yahvé Sebaot).
"Yo soy el primero y yo soy el último,
y ademas de mí no hay ningún dios.
¿Quien como yo? ¡Que lo diga!
Que hable y argumente ante mí.
...
¿Acaso hay otro Dios fuera de mí?
No hay ninguna otra Fuente,
no conozco ninguna otra Roca.""
...
Yo, Yahvé, lo he hecho todo,
yo, solo, extendí los cielos,
yo asenté la tierra, sin ayuda alguna.
Yo frustro las señales de los magos
y hago que deliren los adivinos:
hago retroceder a los sabios
y convierto su ciencia en necedad."

Y más adelante, en el mismo Isaías 45.6:
"... para que sepan de levante a poniente
que todo es nada fuera de mí.
Yo soy Yahvé, no hay ningún otro.
Yo modelo la luz y creo la tiniebla,
yo hago la dicha y creo la desgracia,
yo soy Yahvé, el que hago todo esto."



https://www.youtube.com/watch?v=qiocnqAYA3c



miércoles, 23 de julio de 2014

XI.- La Revuelta de las Ideologías: La Rebeldía Religiosa y la Lucha de Clases Morales Pr Alberto Espinosa

XI.- La Revuelta de las Ideologías:
La Rebeldía Religiosa y la Lucha de Clases Morales
Pr Alberto Espinosa




XXVIII
   Modernidad y rebeldía son palabras, si no sinónimas, cuando menos contiguas, pues es la idea del mundo del hombre moderno, por su mecanicismo y por su materialismo ateo, constitutivamente disolvente y corrosiva de la idea cristina del mundo que, por lo contrario, concibe la realidad constituida esencialmente por seres espirituales (que es la tesis central del personismo); por personas, pues, que a su vez están sujetas, por vía del libre arbitrio y de la fe, a la salvación de sus almas, a la bienaventuranza de sus espíritus,… o la perdición, por la obstinación en sus pecados, a la extinción en la muerte o a la condenación eterna.
   Pero la idea del mundo cristiana ha quedado en nuestro tiempo, si no barrida del todo, si al menos severamente desactivada, reducida, confinada a una antigualla, aislada de los social y de la vida práctica en una especie de epojé o puesta entre paréntesis –reducción de la que en nuestro mundo moderno no se ve como poder salir, por la misma fuerza de la presión histórica y generacional que ha neutralizado, por acción misma de la acumulación y dilatación histórica de las faltas y trasgresiones.  Incluso la noción tradicional y central del pecado, de la culpa moral y religiosa, a quedado como enterrada bajo la tolvanera del inmanentismo moderno, de la novedad y del cambio, de tal manera que los hombres contemporáneos parecieran no saber ya distinguir entre su mano izquierda y su mano derecha.
   Por su parte, las ideologías modernas, al supeditar al conjunto de la cultura toda al sistema de producción y sus empresas se ha configurado, bajo la bandera del progreso y del desarrollo, como toda una compleja religión del inmanentismo, a su vez alimentada por la publicidad y la propaganda, por el arte de vanguardia y la industria de la diversión, desembocando en nuestro tiempo en los vertiginosos totalitarismos robotizantes de los procedimientos administrativos, de los planes y el control del futuro, dejándole como ultimo respirado aparente al sujeto, que se debate en medio de la angustia y desesperación, la entrada en rio del consumo desbocado o la entrega al hedonismo exacerbado.  Como su correlato y complemento necesario actúa, a la manera de pivote cargado de resentimiento, el sólito fenómeno del desdén estimativo y práctico de la persona humana en cuanto tal, cuya beligerancia se ha revelado en nuestro tiempo bajo la especie del descarte, de la exclusión o de la franca persecución de la persona.
   Puede decirse que el fin último de las ideologías de dominio es acrecentar el poder de su oscuro paganismo, borrando del todo el parámetro propiamente religioso, cuyo sentimiento específico es la compleja emoción de la santidad y de la nobleza, de la piedad y blancura, de la pureza y de la sencillez, de la celeste alegría y de la esencia. Con ello la razón misma se ve profundamente trastornada, reducida a la mera prudencia individual acoplada la mundo, al cálculo egoísta o a la astucia –en cuya defensa invoca, sin embargo, alguna causa de justicia o libertad históricamente trascendente que la propulsa, pero que las más de las veces no es más que un parapeto que oculta las verdaderas motivaciones de la voluntad, irracionales, impulsivas, nacidas de tendencias primarias y básicas del propio provecho individual: hedónicas, cráticas o voluntaristas (personalismo).


XXIX
   Las ideologías de domino parecieran así inspiradas por un naturalismo muy cuestionable, ajeno a la cultura y contrario a la raíz misma de lo social, cuyo paradójico evolucionismo pareciera manipulado por el príncipe de las tinieblas, por el bellaco metafísico, que hace la guerra a todo lo que se llama Dios, puro o angélico y que finalmente se lanza contra el hombre mismo por tener un linaje divino.
   Las ideologías, así, mediante todo un entramado de creencias, reforzadas por la publicidad o el lugar común, tienen como objeto torcer el deseo y la voluntad de los hombres para que anhelen sólo cosas terrenales, materiales, o para cultivar los deseos de la carne, terminando por comportarse, endurecidos por el orgullo y la codicia o desmayados en la vanidad, ya como lacias mujeres, ya como caballos desbocados que se precipitan feroces sobre la mujer del prójimo, ya cometiendo torpeza sexual los unos con los otros o las otras con las de su mismo género –abriendo con ello la puerta de la tiniebla, pero también la de la burla, la vergüenza y la perdición moral. Por contrapartida estratégica, la rebeldía metafísica tiene como objeto, a su vez, disminuir y diezmar a los justos, robando y saqueando a los que no se portan mal, lanzando sobre el pueblo santo crueles temporales y tormentas, orillándolos así ha  crecer entre espinas, con gran aflicción y desamparo.
   Imposible no mencionar el fenómeno sólito de la rebelión de los discípulos, quienes presos por los cambios de la modernidad y sus novedosos herejías, rechazan los valores tradicionales, constantes, eternos, precipitándose así en el ambiguo dominio de lo ideológico y su congénito relativismo moral,  para desfilar en masa al precipicio de del nihilismo, instalándose en la nada muerta, o sumergirse en la dimensión onírica y surrealista de la transvaloración de todos los valores anhelando, no la alegría del maestro generoso o que genera en la formación de sus hijos espirituales, sino el deseo de poder, de riqueza, de vedetismo y brillo social, degradando incuso la filosofía en la política al amoldarse a las circunstancias, pero reforzando en cambio al ángel rebelde, al soberbio que hay en el hombre, pugnando inútilmente por dejar atrás en su orgullo al maestro junto con la tradición, por mor de la independencia y la individualidad, pero siendo en el fondo aprisionados en las cadenas del embotamiento y malestar moral o en la rebelión y en el nihilismo.


XXX
   La peor y más sólita de todas las enajenaciones,  a lo que propiamente se puede por ello llamar rebeldía, es la enajenación religiosa: estar alejados de Dios. Porque la ignorancia de Dios sólo puede indicar que el príncipe de las tinieblas guarda dominio sobre los desobedientes, teniendo en ellos sus designios eficiencia de engaño. Ateísmo, agnosticismo no pueden así sino conducir a a ser ajenos a Dios, a estar enajenados de su divina presencia. Es decir, muertos en nuestros delitos y pecados o por seguir la corriente del mundo, que es la condición corriente, vulgar, proletaria, impía, rebelde de la época contemporánea, porque el príncipe de este mundo es el mismo que el príncipe de la potestad del aire que de las tinieblas, operando sombre los incrédulos e hijos de la desobediencia el anhelo de vivir conforme a los deseos de la voluntad de la carne o de los pensamientos. Cosa que de suyo se opone a los valores del espíritu: a la creencia     que lleva al espíritu de sabiduría y al conocimiento de Él; creencia pues en la posibilidad de la reconciliación de aquel que es rico en misericordia y poderoso para perdonar los pecados, teniendo para sus santos la promesa de su herencia, que es la esperanza de su reino de riqueza y gloria. Porque la redención religiosa de la fe consiste en la conciencia de estar muertos en nuestros pecados y salir de ahí, por obra de la redención de la esclavitud, de Egipto, o ser liberados de servidumbre.
   Dogma de la redención de nuestros pecados por la muerte de Jesús, quien venció al pecado con su muerte y venció a la muerte con su resurrección, y que al hacerlo tiene el poder de redención del ser humano cuando este se acostumbra a su yugo, que ni es muy pesado y que es suave. Lo que equivale pues a conciencia pura, religiosa, que nos desenajena en el sentido espiritual sumo, de liberar a la persona de alguna peno, o del dolor de una situación de pérdida patrimonial, de la congoja de la ruptura o del empeño de una causa. Porque Cristo se ofreció dando la vida por sus amigos, y pagando con su muerte el precio de la redención de los cautivos. Que es el mundo de los espirituales, no el de los psíquicos que se volvieron a Egipto, sino de los verdaderamente libres, que siguieron el fluir del Jordán cuando sus aguas fueron para arriba, donde la desenajenación de Dios es a la vez una desenajeanación y liberación por tanto de sí misma de la persona.
   Todo lo cual le resulta en especial opuesto y ante lo que precisamente se revelan los hijos de la rebeldía, de la ira, de la cólera, pues en su amor a sí mismos desmesurado es el del fuego que arde, capaz de quemarlo todo en su iracibilidad, cuyo fin es el abismo del abismo del olvido, de sombras y cenizas. También ante las creencias: especialmente la de la muerte de Cristo en la cruz, promotora de su misericordia infinita de redención definitiva de los hombres mediante la salvación, que es el nuevo pacto de la redención de los pecados, de justificar, pues, al impío, para salvarlo. Disolviendo, tapando, dejando a tras los pecados, que es precisamente la entrada al más allá del espíritu. De cargar los pecados de otros, de no enseñorearse sino servir, o en una palabra de la santidad de los que reciben el espíritu de la verdad, cuyo yugo de justicia es sin embargo suave y cuya carga en realidad no es pesada, al acatar apenas unos cuantos mandamientos básicos.  Especialmente el salvador de misericordioso, en la esperanza del resplandor de la vida futura, asociada con la utopía apocalíptica del dogma de la restitución milenarista.


XXXI
   De hecho se trata de la oposición que constituye el mismo a priori moral del hombre, su desequilibrio sustantivo que lo hace ser libre y espiritual que es, debatido en una oscilación moral constante y antinómica teniendo, en efecto, la oposición constitutiva y a priori del deseo del espíritu como contrario al deseo de la carne.  Por lo que dice también el evangelio: “El que no es conmigo contra mí es; y el que conmigo no coge, desparrama.”. Lc. 11. 23.   
   Como formación social el obstáculo máximo a vencer es la rebeldía prohijadas por las ideologías políticas hegemónicas, ya bajo la forma de embustes, de doctrinas materialistas o del embrutecimiento.  Por  lo que la solución a tamaña crisis se antoja más teológico-flosófica que política, pues no es sólo la codicia y el circuito cerrado de la explotación lo que explica o agota el problema, sino por el humilde método de volver al viejo sedero, de robustecer, conservar y restituir el espiritualismo. 
   La dicotomía es tan vieja como la humanidad misma, y se puede ilustrar con la alegoría bíblica de los dos hijos de Abraham: primero, por los hijos de Agar que nacieron según la carne, pertenecen al monte Sinaí, cuya imagen es la de la servidumbre de trabajar en las obras de la carne, que sembrar para la carne, cuya cosecha es la corrupción, pues el hombre no puede cosechar en un campo cizaña y cosechar trigo. Se trata también de la ruptura del lazo de la comunicación con Dios, de la incomunicación o ausencia de Dios en el corazón, que es el mal del desamor y también de la sordera. Hasta llegar, por el pecado de la rebeldía, de la desobediencia, a la idolatría, o haciendo marchar la religión hacia atrás, a la religión del miedo y de sus nuevas formas, siempre cambiantes, de la herejía.
   En segundo lugar está el otro polo de la oposición en esa lucha de clases morales: que son los espirituales, personificados en Isaac, quien nació libre y según el espíritu, pues han crucificado su carne junto con sus afectos y concupiscencias, que son los hijos de Jerusalén celestial, la gran madre, también llamados hijos de la promesa, pues siembran para el espíritu, del que cosecharán vida eterna –aunque en el mundo desde un principio se hace violencia contra el reino de Dios, que residen el hombre interior, que es el hombre nuevo. Espiritual, no sujeto al yugo de la servidumbre de la carne, que viven libreados por la gracia de Cristo, que es justificado por la gracia del Espíritu Santo, con esperanza de justicia por la fe que obra por amor. Por lo que los predestinados, los elegidos, escogidos antes de la fundación del mundo, son los santos sin macha, los que han sido lavados, santificados, justificados en nombre de Jesucristo y del Espíritu de verdad, que es el Espíritu Santo que derrama el amor en los corazones, que es fuente de gracia y dones.[1] El Espíritu Santo, que levanta de entre los muertos a los pecadores, que santifica el cuerpo, que conoce los misterios más profundos de Dios y que posee todo conocimiento.[2] Se trata del Espíritu de contrición y de verdad, que aspira a las cosas superiores, cuya acción santificadora para obedecer a Cristo procede del padre –y a quien el mundo no pudo recibir. 
   Todos los que cometen injusticia no heredarán el reino de Dios. Porque sus obras son las obras de la carne, cuya antigua levadura es la del orgullo, el vicio y la maldad, resultando por ello hijos de ira o sujetos de enajenación moral. Injustos, no justificados, reprobados, resultan aquellos que no han dejado de ser carnales, reinando por tanto entre ellos las envidias y las disputas.  
   Así, la tabla de las inmoralidades, de las obras de la carne, que son los frutos del árbol silvestre, de los hijos de la rebeldía, de los hijos de la carne, que no heredarán el reino de Dios, se condensa en unas cuantas figuras, que son las prohijadas por las obras de reprobación: el adulterio; la fornicación; la inmundicia; la disolución; las idolatrías; las hechicerías; las enemistades; los celos; las contiendas y las descensiones; las herejías; las envidias, los homicidios; las embriagueces; las orgías y cosas similares.
   Actos impropios todos ellos, sólitos en los insensatos, que por su volumen presentan en la actualidad tal envergadura y alcance  que lo que más conviene es dar un paso atrás, horrorizados, y retroceder, para volver los ojos hacia algo más estable y seguro, fincado en la tradición que no perece -simplemente con el objeto de poner en su sitio el criterio moral y religioso, el oriente del valor, que es el motivo de la acción sensata y el camino recto del hombre justo.
   Acción sensata que abre la posibilidad misma del futuro histórico de la humanidad, la cual radica en la superación del impulso rebelde de la dominación del congénere, de someter ciega y ferozmente al prójimo –creyendo falsamente que la grandeza de la propia estatura se mide en la percepción del otro como un ser reducido, humillado, degrado, que encoge el cuerpo, dobla las rodillas y cae por tierra. Por lo contrario, la estatura del ser humana se mide por la dignidad mutua de las personas: por la percepción interna de la propia postura erguida, o por la percepción del alma ajena a la altura del alma propia,


XXXII
   La esperanza que haya nuestro alcance comienza por el camino del arrepentimiento sincero para, luego de pagar o purgar la falta con la aflicción poder ser lavados, purificados, santificados y justificados en nombre del Señor, tomando el pan sin levadura de la pureza y la verdad. Por lo que es preciso purgarse de la vieja levadura, para hacer así una masa sin la levadura del orgullo y la maldad, andando en amor, imitando a Dios, como hijos amados y edificando en amor el cuerpo de los hermanos. No andar, pues, como los paganos, como los gentiles, presos en la vanidad de la mente, con el entendimiento entenebrecido, ajenos a la vida verdadera por ignorancia de Dios y por la dureza del corazón, que ha perdido el sentimiento de la justicia, y que entrega desvergonzadamente al hombre para cometer todo acto de inmundicia con ansia.[3]
   Para lo cual conviene no tener tratos con gente de mala vida, separándose de los que pretenden ser hermanos siendo inmorales, codiciosos, idólatras, mal hablados, borrachos o ladrones, quitando así el pecado de en medio de la hermandad. No dar lugar al diablo, enmendándose cuada cual de sus malas acciones. Despojarse, pues, del hombre viejo, que es corrompido en conformidad con los deseos engañosos; renovando así el espíritu del entendimiento, revistiéndose del hombre nuevo, creado conforme a Dios en justicia y en santidad verdadera.[4]  No ser, pues, como niños inconstantes, que se dejan llevar por los vientos de las doctrinas que soplan al derredor, que son y arrebatados y agitados por las olas del engaño, por los embusteros que con astucia engañan en el espíritu del error.[5] Alejarse, pues, de toda fornicación, de toda inmundicia, de toda avaricia –al grado de que ni se miente en la comunidad, no usando tampoco de palabras torpes, insensatas, indecentes, insultantes o chistes groseros, actuando mejor propiamente, como conviene ser a los santos.[6]
   Alejarse, pues, de las tinieblas, de los hijos de la desobediencia: de fornicarios, inmundos o avaros (que son idólatras), pues no tendrán herencia en el reino, desatando en cambio por tales cosas la ira de Dios. Por lo que no hay que tener parte ni asociarse en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien reprobarlas, pues son cosas vergonzosas lo que hacen en secreto, obras infames que se condenan cuando son puestas a la luz del día.[7] Pues todas las cosas que son reprobadas, todas esas infamias que se condenan, son hechas manifiestas por la luz. La fe bautismal equivale así a una iluminación axiológica, por lo que dice aquel pasaje de Isaías citado por Pablo:
   “Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.” (Isaías 26.19; Hebreos 10, 32)  
   Purificar los corazones de la mala conciencia y lava los cuerpos con agua pura –sin pecar, pues luego de haber recibido el conocimiento de la verdad sólo queda al pecador  o la enmienda o la expectación y amenaza del juicio y del ardor del fuego.[8] Para llegar con ello a la unidad de la fe y al estado de los  varones perfectos, conscientes de que no pueden hacer todo lo que quieren –que es el ideal del comportamiento cristiano. Espíritu Santo de gracia, que en el nuevo concierto, luego de los días de la gran tribulación, pondrá sus leyes en los corazones de su pueblo, escribiéndolas en las mentes –olvidando sus iniquidades y sus pecados.[9]
   Así, los frutos del Espíritu Santo, que son las gracias, son concebidas como siete dones cardinales: ciencia; consuelo; fortaleza; inteligencia; piedad; sabiduría, y; temor de Dios. Cabe destacar la caridad, que es el amor propiamente cristiano; pero también el gozo; la paz; la paciencia; la generosidad; la benignidad: la mansedumbre y la templanza; por último, la fe y la continencia –pues contra tales cosas no hay ley que las prohíba.[10]
Hay muchas similitudes entre las virtudes y los dones, pues ambos son hábitos de la voluntad que residen en las facultades humanas buscando practicar el bien y ser honesto, teniendo como fin la perfección del hombre. Sin embargo, mientras que las virtudes son movidas por la razón, los dones son movidos directamente el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
   Misterio de redención, pues Cristo compró a su pueblo mediante su sacrificio, para que ande con y para el Espíritu y con cuyo auxilio combatir las tentaciones de la carne, con sus afectos y concupiscencias. Porque el deseo de la carne es opuesto al deseo del Espíritu; y el deseo del Espíritu es opuesto al deseo de la carne, pues esas cosas se oponen la una a la otra.
   Porque de lo que trata la religión cristiana esencialmente es de la reforma moral y espiritual del hombre; de liberarlo, para que pueda salir de la enajenación moral y espiritual y adquirir una nueva conciencia. Lo que implica una dura pelea, diaria, contra el enemigo que asecha desde fuera, pero también contra las tentaciones internas de la debilidad de la carne, que asechan desde adentro. Porque el cuerpo no es para la fornicación, sino templo de Dios, sino que es para el Señor -como el Señor es para el cuerpo, pues cada uno de los santos es miembro del cuerpo de Cristo. Porque el Espíritu de Dios es santo y mana en el hombre puesto que somos de su mismo linaje.
   Por su parte, baste determinar las notas esenciales de la caridad, la cual es: sufrida, paciente, benigna, sin envidia, no jactanciosa, no orgullosa o hinchada, no indecorosa, no busca su propia ventaja, no se exacerba o irrita, no juzga ni piensa mal, no se alegra de las injusticias sino que se alegra en la verdad, y todo lo sufre, todo lo espera, todo lo cree y nunca se acaba.   


XXXIII
   Por la misma dobles de la naturaleza humana, el hombre contemporáneo se encuentra ante el dilema de ser salvado por medio de una ética superior, de base religiosa, cristiana, o de ser engullido por la corrupción del tiempo histórico, que todo va quitando o degradando, presionando a los hombres para hacerlos vivir en el mal y la impiedad, hiriendo al alma con pecados imborrables, o al acorralarlos para adherirlos a la parte material e inferior de su naturaleza, sin poder reconocer su parte divina -siendo a la vez paradójicamente envidiosos de la divinidad por haber rebajado su alma a la naturaleza de los brutos o las bestias. Ante un mundo que se sumerge en la decadencia y ante la noche que envuelve a las naciones, donde las tinieblas son abiertamente preferidas a la luz, donde se ejercen leyes huecas, ni justas ni piadosas, donde la inversión de valores toma al impío como un sabio y el piadoso es visto como un loco, el frenético como un valiente y el peor criminal es tenido como un hombre de bien; ante un mundo que amaga con perder por todo ello el equilibro, decía, queda volverse al principio inmóvil, a la eternidad en reposo, tener la fuerza para volverse al principio estable de la ley moral, para liberándonos de la potestad de las tinieblas y hacer las cosas de Dios, para seguir su voluntad y hacer su querer –para tener el conocimiento, el entendimiento y la sabiduría espiritual, para ser dignos, ser santos, irreprensibles, irreprochables sin mancha, y por tanto dignos de estar en su presencia, como hijos de la luz. Fortificándose en las buenas obras, estando firmes en la fe, agarrados a la esperanza del evangelio, para con el hombre nuevo abundar en misericordia, compasión, benignidad, paciencia, humildad, mansedumbre, magnanimidad y perdón, con el vínculo de perfección que es el amor, la caridad cristiana. Queda así, pues, la verdad del evangelio de la salvación religiosa: menospreciar los vicios con todo lo que es materia, dedicándose en cambio al cultivo de la religión del espíritu, cuna del alma inmortal, pues con la ayuda de Dios es posible amputar de nosotros toda malicia, para luego conducir a las almas purificadas al mundo verdadero, de la belleza pura.



[1] El misterio del Espíritu Santo, , que habló a nuestros padres por medio de los profetas. Hech. 28, 25. Es el Espíritu de verdad, cuya misión es conceder sabiduría, fortalecer la fe, dar testimonio de Jesucristo y confirmar su enseñanza. Hec. 6.3; Jn. 14. 16; 15, 26.
[2] 1 Co. 3, 16; 6, 19; 12, 3-13; Hech. 7.51: Ro. 8.14: 2 Co. 1.22: 5.5: 2.10. 
[3] Efesios 4 18-19.
[4] Efesios 4. 22-24.
[5] Efesios 4, 14.
[6] Efesios 5. 3.
[7] Efesios 4. 19.
[8] Hebreos 10, 27.
[9] Hebreos 10, 16.
[10] En el sínodo de Roma del año 382, bajo la presidencia del Papa Dámaso I se trató de los dones aplicando la profecía de Isaías a Jesucristo, viendo en el Espíritu Santo una fuerza septiforme que descansa en Cristo. 1) Espíritu de sabiduría: Cristo virtud de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 2) Espíritu de entendimiento: Te daré entendimiento y te instruiré en el camino por donde andarás (Sal 31, 8). 3) Espíritu de consejo: Y se llamará su nombre ángel del gran consejo (Is 9, 68 ). 4) Espíritu de fortaleza: Virtud o fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 5) Espíritu de ciencia: Por la eminencia de la ciencia de Cristo Jesús (Ef 3, 19). 6) Espíritu de verdad: Yo soy el camino, la vida y la verdad (Jn 14, 6). 7) Espíritu de temor (de Dios): El temor del Señor es principio de la sabiduría (Sal 110, 10).