miércoles, 23 de julio de 2014

XI.- La Revuelta de las Ideologías: La Rebeldía Religiosa y la Lucha de Clases Morales Pr Alberto Espinosa

XI.- La Revuelta de las Ideologías:
La Rebeldía Religiosa y la Lucha de Clases Morales
Pr Alberto Espinosa




XXVIII
   Modernidad y rebeldía son palabras, si no sinónimas, cuando menos contiguas, pues es la idea del mundo del hombre moderno, por su mecanicismo y por su materialismo ateo, constitutivamente disolvente y corrosiva de la idea cristina del mundo que, por lo contrario, concibe la realidad constituida esencialmente por seres espirituales (que es la tesis central del personismo); por personas, pues, que a su vez están sujetas, por vía del libre arbitrio y de la fe, a la salvación de sus almas, a la bienaventuranza de sus espíritus,… o la perdición, por la obstinación en sus pecados, a la extinción en la muerte o a la condenación eterna.
   Pero la idea del mundo cristiana ha quedado en nuestro tiempo, si no barrida del todo, si al menos severamente desactivada, reducida, confinada a una antigualla, aislada de los social y de la vida práctica en una especie de epojé o puesta entre paréntesis –reducción de la que en nuestro mundo moderno no se ve como poder salir, por la misma fuerza de la presión histórica y generacional que ha neutralizado, por acción misma de la acumulación y dilatación histórica de las faltas y trasgresiones.  Incluso la noción tradicional y central del pecado, de la culpa moral y religiosa, a quedado como enterrada bajo la tolvanera del inmanentismo moderno, de la novedad y del cambio, de tal manera que los hombres contemporáneos parecieran no saber ya distinguir entre su mano izquierda y su mano derecha.
   Por su parte, las ideologías modernas, al supeditar al conjunto de la cultura toda al sistema de producción y sus empresas se ha configurado, bajo la bandera del progreso y del desarrollo, como toda una compleja religión del inmanentismo, a su vez alimentada por la publicidad y la propaganda, por el arte de vanguardia y la industria de la diversión, desembocando en nuestro tiempo en los vertiginosos totalitarismos robotizantes de los procedimientos administrativos, de los planes y el control del futuro, dejándole como ultimo respirado aparente al sujeto, que se debate en medio de la angustia y desesperación, la entrada en rio del consumo desbocado o la entrega al hedonismo exacerbado.  Como su correlato y complemento necesario actúa, a la manera de pivote cargado de resentimiento, el sólito fenómeno del desdén estimativo y práctico de la persona humana en cuanto tal, cuya beligerancia se ha revelado en nuestro tiempo bajo la especie del descarte, de la exclusión o de la franca persecución de la persona.
   Puede decirse que el fin último de las ideologías de dominio es acrecentar el poder de su oscuro paganismo, borrando del todo el parámetro propiamente religioso, cuyo sentimiento específico es la compleja emoción de la santidad y de la nobleza, de la piedad y blancura, de la pureza y de la sencillez, de la celeste alegría y de la esencia. Con ello la razón misma se ve profundamente trastornada, reducida a la mera prudencia individual acoplada la mundo, al cálculo egoísta o a la astucia –en cuya defensa invoca, sin embargo, alguna causa de justicia o libertad históricamente trascendente que la propulsa, pero que las más de las veces no es más que un parapeto que oculta las verdaderas motivaciones de la voluntad, irracionales, impulsivas, nacidas de tendencias primarias y básicas del propio provecho individual: hedónicas, cráticas o voluntaristas (personalismo).


XXIX
   Las ideologías de domino parecieran así inspiradas por un naturalismo muy cuestionable, ajeno a la cultura y contrario a la raíz misma de lo social, cuyo paradójico evolucionismo pareciera manipulado por el príncipe de las tinieblas, por el bellaco metafísico, que hace la guerra a todo lo que se llama Dios, puro o angélico y que finalmente se lanza contra el hombre mismo por tener un linaje divino.
   Las ideologías, así, mediante todo un entramado de creencias, reforzadas por la publicidad o el lugar común, tienen como objeto torcer el deseo y la voluntad de los hombres para que anhelen sólo cosas terrenales, materiales, o para cultivar los deseos de la carne, terminando por comportarse, endurecidos por el orgullo y la codicia o desmayados en la vanidad, ya como lacias mujeres, ya como caballos desbocados que se precipitan feroces sobre la mujer del prójimo, ya cometiendo torpeza sexual los unos con los otros o las otras con las de su mismo género –abriendo con ello la puerta de la tiniebla, pero también la de la burla, la vergüenza y la perdición moral. Por contrapartida estratégica, la rebeldía metafísica tiene como objeto, a su vez, disminuir y diezmar a los justos, robando y saqueando a los que no se portan mal, lanzando sobre el pueblo santo crueles temporales y tormentas, orillándolos así ha  crecer entre espinas, con gran aflicción y desamparo.
   Imposible no mencionar el fenómeno sólito de la rebelión de los discípulos, quienes presos por los cambios de la modernidad y sus novedosos herejías, rechazan los valores tradicionales, constantes, eternos, precipitándose así en el ambiguo dominio de lo ideológico y su congénito relativismo moral,  para desfilar en masa al precipicio de del nihilismo, instalándose en la nada muerta, o sumergirse en la dimensión onírica y surrealista de la transvaloración de todos los valores anhelando, no la alegría del maestro generoso o que genera en la formación de sus hijos espirituales, sino el deseo de poder, de riqueza, de vedetismo y brillo social, degradando incuso la filosofía en la política al amoldarse a las circunstancias, pero reforzando en cambio al ángel rebelde, al soberbio que hay en el hombre, pugnando inútilmente por dejar atrás en su orgullo al maestro junto con la tradición, por mor de la independencia y la individualidad, pero siendo en el fondo aprisionados en las cadenas del embotamiento y malestar moral o en la rebelión y en el nihilismo.


XXX
   La peor y más sólita de todas las enajenaciones,  a lo que propiamente se puede por ello llamar rebeldía, es la enajenación religiosa: estar alejados de Dios. Porque la ignorancia de Dios sólo puede indicar que el príncipe de las tinieblas guarda dominio sobre los desobedientes, teniendo en ellos sus designios eficiencia de engaño. Ateísmo, agnosticismo no pueden así sino conducir a a ser ajenos a Dios, a estar enajenados de su divina presencia. Es decir, muertos en nuestros delitos y pecados o por seguir la corriente del mundo, que es la condición corriente, vulgar, proletaria, impía, rebelde de la época contemporánea, porque el príncipe de este mundo es el mismo que el príncipe de la potestad del aire que de las tinieblas, operando sombre los incrédulos e hijos de la desobediencia el anhelo de vivir conforme a los deseos de la voluntad de la carne o de los pensamientos. Cosa que de suyo se opone a los valores del espíritu: a la creencia     que lleva al espíritu de sabiduría y al conocimiento de Él; creencia pues en la posibilidad de la reconciliación de aquel que es rico en misericordia y poderoso para perdonar los pecados, teniendo para sus santos la promesa de su herencia, que es la esperanza de su reino de riqueza y gloria. Porque la redención religiosa de la fe consiste en la conciencia de estar muertos en nuestros pecados y salir de ahí, por obra de la redención de la esclavitud, de Egipto, o ser liberados de servidumbre.
   Dogma de la redención de nuestros pecados por la muerte de Jesús, quien venció al pecado con su muerte y venció a la muerte con su resurrección, y que al hacerlo tiene el poder de redención del ser humano cuando este se acostumbra a su yugo, que ni es muy pesado y que es suave. Lo que equivale pues a conciencia pura, religiosa, que nos desenajena en el sentido espiritual sumo, de liberar a la persona de alguna peno, o del dolor de una situación de pérdida patrimonial, de la congoja de la ruptura o del empeño de una causa. Porque Cristo se ofreció dando la vida por sus amigos, y pagando con su muerte el precio de la redención de los cautivos. Que es el mundo de los espirituales, no el de los psíquicos que se volvieron a Egipto, sino de los verdaderamente libres, que siguieron el fluir del Jordán cuando sus aguas fueron para arriba, donde la desenajenación de Dios es a la vez una desenajeanación y liberación por tanto de sí misma de la persona.
   Todo lo cual le resulta en especial opuesto y ante lo que precisamente se revelan los hijos de la rebeldía, de la ira, de la cólera, pues en su amor a sí mismos desmesurado es el del fuego que arde, capaz de quemarlo todo en su iracibilidad, cuyo fin es el abismo del abismo del olvido, de sombras y cenizas. También ante las creencias: especialmente la de la muerte de Cristo en la cruz, promotora de su misericordia infinita de redención definitiva de los hombres mediante la salvación, que es el nuevo pacto de la redención de los pecados, de justificar, pues, al impío, para salvarlo. Disolviendo, tapando, dejando a tras los pecados, que es precisamente la entrada al más allá del espíritu. De cargar los pecados de otros, de no enseñorearse sino servir, o en una palabra de la santidad de los que reciben el espíritu de la verdad, cuyo yugo de justicia es sin embargo suave y cuya carga en realidad no es pesada, al acatar apenas unos cuantos mandamientos básicos.  Especialmente el salvador de misericordioso, en la esperanza del resplandor de la vida futura, asociada con la utopía apocalíptica del dogma de la restitución milenarista.


XXXI
   De hecho se trata de la oposición que constituye el mismo a priori moral del hombre, su desequilibrio sustantivo que lo hace ser libre y espiritual que es, debatido en una oscilación moral constante y antinómica teniendo, en efecto, la oposición constitutiva y a priori del deseo del espíritu como contrario al deseo de la carne.  Por lo que dice también el evangelio: “El que no es conmigo contra mí es; y el que conmigo no coge, desparrama.”. Lc. 11. 23.   
   Como formación social el obstáculo máximo a vencer es la rebeldía prohijadas por las ideologías políticas hegemónicas, ya bajo la forma de embustes, de doctrinas materialistas o del embrutecimiento.  Por  lo que la solución a tamaña crisis se antoja más teológico-flosófica que política, pues no es sólo la codicia y el circuito cerrado de la explotación lo que explica o agota el problema, sino por el humilde método de volver al viejo sedero, de robustecer, conservar y restituir el espiritualismo. 
   La dicotomía es tan vieja como la humanidad misma, y se puede ilustrar con la alegoría bíblica de los dos hijos de Abraham: primero, por los hijos de Agar que nacieron según la carne, pertenecen al monte Sinaí, cuya imagen es la de la servidumbre de trabajar en las obras de la carne, que sembrar para la carne, cuya cosecha es la corrupción, pues el hombre no puede cosechar en un campo cizaña y cosechar trigo. Se trata también de la ruptura del lazo de la comunicación con Dios, de la incomunicación o ausencia de Dios en el corazón, que es el mal del desamor y también de la sordera. Hasta llegar, por el pecado de la rebeldía, de la desobediencia, a la idolatría, o haciendo marchar la religión hacia atrás, a la religión del miedo y de sus nuevas formas, siempre cambiantes, de la herejía.
   En segundo lugar está el otro polo de la oposición en esa lucha de clases morales: que son los espirituales, personificados en Isaac, quien nació libre y según el espíritu, pues han crucificado su carne junto con sus afectos y concupiscencias, que son los hijos de Jerusalén celestial, la gran madre, también llamados hijos de la promesa, pues siembran para el espíritu, del que cosecharán vida eterna –aunque en el mundo desde un principio se hace violencia contra el reino de Dios, que residen el hombre interior, que es el hombre nuevo. Espiritual, no sujeto al yugo de la servidumbre de la carne, que viven libreados por la gracia de Cristo, que es justificado por la gracia del Espíritu Santo, con esperanza de justicia por la fe que obra por amor. Por lo que los predestinados, los elegidos, escogidos antes de la fundación del mundo, son los santos sin macha, los que han sido lavados, santificados, justificados en nombre de Jesucristo y del Espíritu de verdad, que es el Espíritu Santo que derrama el amor en los corazones, que es fuente de gracia y dones.[1] El Espíritu Santo, que levanta de entre los muertos a los pecadores, que santifica el cuerpo, que conoce los misterios más profundos de Dios y que posee todo conocimiento.[2] Se trata del Espíritu de contrición y de verdad, que aspira a las cosas superiores, cuya acción santificadora para obedecer a Cristo procede del padre –y a quien el mundo no pudo recibir. 
   Todos los que cometen injusticia no heredarán el reino de Dios. Porque sus obras son las obras de la carne, cuya antigua levadura es la del orgullo, el vicio y la maldad, resultando por ello hijos de ira o sujetos de enajenación moral. Injustos, no justificados, reprobados, resultan aquellos que no han dejado de ser carnales, reinando por tanto entre ellos las envidias y las disputas.  
   Así, la tabla de las inmoralidades, de las obras de la carne, que son los frutos del árbol silvestre, de los hijos de la rebeldía, de los hijos de la carne, que no heredarán el reino de Dios, se condensa en unas cuantas figuras, que son las prohijadas por las obras de reprobación: el adulterio; la fornicación; la inmundicia; la disolución; las idolatrías; las hechicerías; las enemistades; los celos; las contiendas y las descensiones; las herejías; las envidias, los homicidios; las embriagueces; las orgías y cosas similares.
   Actos impropios todos ellos, sólitos en los insensatos, que por su volumen presentan en la actualidad tal envergadura y alcance  que lo que más conviene es dar un paso atrás, horrorizados, y retroceder, para volver los ojos hacia algo más estable y seguro, fincado en la tradición que no perece -simplemente con el objeto de poner en su sitio el criterio moral y religioso, el oriente del valor, que es el motivo de la acción sensata y el camino recto del hombre justo.
   Acción sensata que abre la posibilidad misma del futuro histórico de la humanidad, la cual radica en la superación del impulso rebelde de la dominación del congénere, de someter ciega y ferozmente al prójimo –creyendo falsamente que la grandeza de la propia estatura se mide en la percepción del otro como un ser reducido, humillado, degrado, que encoge el cuerpo, dobla las rodillas y cae por tierra. Por lo contrario, la estatura del ser humana se mide por la dignidad mutua de las personas: por la percepción interna de la propia postura erguida, o por la percepción del alma ajena a la altura del alma propia,


XXXII
   La esperanza que haya nuestro alcance comienza por el camino del arrepentimiento sincero para, luego de pagar o purgar la falta con la aflicción poder ser lavados, purificados, santificados y justificados en nombre del Señor, tomando el pan sin levadura de la pureza y la verdad. Por lo que es preciso purgarse de la vieja levadura, para hacer así una masa sin la levadura del orgullo y la maldad, andando en amor, imitando a Dios, como hijos amados y edificando en amor el cuerpo de los hermanos. No andar, pues, como los paganos, como los gentiles, presos en la vanidad de la mente, con el entendimiento entenebrecido, ajenos a la vida verdadera por ignorancia de Dios y por la dureza del corazón, que ha perdido el sentimiento de la justicia, y que entrega desvergonzadamente al hombre para cometer todo acto de inmundicia con ansia.[3]
   Para lo cual conviene no tener tratos con gente de mala vida, separándose de los que pretenden ser hermanos siendo inmorales, codiciosos, idólatras, mal hablados, borrachos o ladrones, quitando así el pecado de en medio de la hermandad. No dar lugar al diablo, enmendándose cuada cual de sus malas acciones. Despojarse, pues, del hombre viejo, que es corrompido en conformidad con los deseos engañosos; renovando así el espíritu del entendimiento, revistiéndose del hombre nuevo, creado conforme a Dios en justicia y en santidad verdadera.[4]  No ser, pues, como niños inconstantes, que se dejan llevar por los vientos de las doctrinas que soplan al derredor, que son y arrebatados y agitados por las olas del engaño, por los embusteros que con astucia engañan en el espíritu del error.[5] Alejarse, pues, de toda fornicación, de toda inmundicia, de toda avaricia –al grado de que ni se miente en la comunidad, no usando tampoco de palabras torpes, insensatas, indecentes, insultantes o chistes groseros, actuando mejor propiamente, como conviene ser a los santos.[6]
   Alejarse, pues, de las tinieblas, de los hijos de la desobediencia: de fornicarios, inmundos o avaros (que son idólatras), pues no tendrán herencia en el reino, desatando en cambio por tales cosas la ira de Dios. Por lo que no hay que tener parte ni asociarse en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien reprobarlas, pues son cosas vergonzosas lo que hacen en secreto, obras infames que se condenan cuando son puestas a la luz del día.[7] Pues todas las cosas que son reprobadas, todas esas infamias que se condenan, son hechas manifiestas por la luz. La fe bautismal equivale así a una iluminación axiológica, por lo que dice aquel pasaje de Isaías citado por Pablo:
   “Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.” (Isaías 26.19; Hebreos 10, 32)  
   Purificar los corazones de la mala conciencia y lava los cuerpos con agua pura –sin pecar, pues luego de haber recibido el conocimiento de la verdad sólo queda al pecador  o la enmienda o la expectación y amenaza del juicio y del ardor del fuego.[8] Para llegar con ello a la unidad de la fe y al estado de los  varones perfectos, conscientes de que no pueden hacer todo lo que quieren –que es el ideal del comportamiento cristiano. Espíritu Santo de gracia, que en el nuevo concierto, luego de los días de la gran tribulación, pondrá sus leyes en los corazones de su pueblo, escribiéndolas en las mentes –olvidando sus iniquidades y sus pecados.[9]
   Así, los frutos del Espíritu Santo, que son las gracias, son concebidas como siete dones cardinales: ciencia; consuelo; fortaleza; inteligencia; piedad; sabiduría, y; temor de Dios. Cabe destacar la caridad, que es el amor propiamente cristiano; pero también el gozo; la paz; la paciencia; la generosidad; la benignidad: la mansedumbre y la templanza; por último, la fe y la continencia –pues contra tales cosas no hay ley que las prohíba.[10]
Hay muchas similitudes entre las virtudes y los dones, pues ambos son hábitos de la voluntad que residen en las facultades humanas buscando practicar el bien y ser honesto, teniendo como fin la perfección del hombre. Sin embargo, mientras que las virtudes son movidas por la razón, los dones son movidos directamente el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
   Misterio de redención, pues Cristo compró a su pueblo mediante su sacrificio, para que ande con y para el Espíritu y con cuyo auxilio combatir las tentaciones de la carne, con sus afectos y concupiscencias. Porque el deseo de la carne es opuesto al deseo del Espíritu; y el deseo del Espíritu es opuesto al deseo de la carne, pues esas cosas se oponen la una a la otra.
   Porque de lo que trata la religión cristiana esencialmente es de la reforma moral y espiritual del hombre; de liberarlo, para que pueda salir de la enajenación moral y espiritual y adquirir una nueva conciencia. Lo que implica una dura pelea, diaria, contra el enemigo que asecha desde fuera, pero también contra las tentaciones internas de la debilidad de la carne, que asechan desde adentro. Porque el cuerpo no es para la fornicación, sino templo de Dios, sino que es para el Señor -como el Señor es para el cuerpo, pues cada uno de los santos es miembro del cuerpo de Cristo. Porque el Espíritu de Dios es santo y mana en el hombre puesto que somos de su mismo linaje.
   Por su parte, baste determinar las notas esenciales de la caridad, la cual es: sufrida, paciente, benigna, sin envidia, no jactanciosa, no orgullosa o hinchada, no indecorosa, no busca su propia ventaja, no se exacerba o irrita, no juzga ni piensa mal, no se alegra de las injusticias sino que se alegra en la verdad, y todo lo sufre, todo lo espera, todo lo cree y nunca se acaba.   


XXXIII
   Por la misma dobles de la naturaleza humana, el hombre contemporáneo se encuentra ante el dilema de ser salvado por medio de una ética superior, de base religiosa, cristiana, o de ser engullido por la corrupción del tiempo histórico, que todo va quitando o degradando, presionando a los hombres para hacerlos vivir en el mal y la impiedad, hiriendo al alma con pecados imborrables, o al acorralarlos para adherirlos a la parte material e inferior de su naturaleza, sin poder reconocer su parte divina -siendo a la vez paradójicamente envidiosos de la divinidad por haber rebajado su alma a la naturaleza de los brutos o las bestias. Ante un mundo que se sumerge en la decadencia y ante la noche que envuelve a las naciones, donde las tinieblas son abiertamente preferidas a la luz, donde se ejercen leyes huecas, ni justas ni piadosas, donde la inversión de valores toma al impío como un sabio y el piadoso es visto como un loco, el frenético como un valiente y el peor criminal es tenido como un hombre de bien; ante un mundo que amaga con perder por todo ello el equilibro, decía, queda volverse al principio inmóvil, a la eternidad en reposo, tener la fuerza para volverse al principio estable de la ley moral, para liberándonos de la potestad de las tinieblas y hacer las cosas de Dios, para seguir su voluntad y hacer su querer –para tener el conocimiento, el entendimiento y la sabiduría espiritual, para ser dignos, ser santos, irreprensibles, irreprochables sin mancha, y por tanto dignos de estar en su presencia, como hijos de la luz. Fortificándose en las buenas obras, estando firmes en la fe, agarrados a la esperanza del evangelio, para con el hombre nuevo abundar en misericordia, compasión, benignidad, paciencia, humildad, mansedumbre, magnanimidad y perdón, con el vínculo de perfección que es el amor, la caridad cristiana. Queda así, pues, la verdad del evangelio de la salvación religiosa: menospreciar los vicios con todo lo que es materia, dedicándose en cambio al cultivo de la religión del espíritu, cuna del alma inmortal, pues con la ayuda de Dios es posible amputar de nosotros toda malicia, para luego conducir a las almas purificadas al mundo verdadero, de la belleza pura.



[1] El misterio del Espíritu Santo, , que habló a nuestros padres por medio de los profetas. Hech. 28, 25. Es el Espíritu de verdad, cuya misión es conceder sabiduría, fortalecer la fe, dar testimonio de Jesucristo y confirmar su enseñanza. Hec. 6.3; Jn. 14. 16; 15, 26.
[2] 1 Co. 3, 16; 6, 19; 12, 3-13; Hech. 7.51: Ro. 8.14: 2 Co. 1.22: 5.5: 2.10. 
[3] Efesios 4 18-19.
[4] Efesios 4. 22-24.
[5] Efesios 4, 14.
[6] Efesios 5. 3.
[7] Efesios 4. 19.
[8] Hebreos 10, 27.
[9] Hebreos 10, 16.
[10] En el sínodo de Roma del año 382, bajo la presidencia del Papa Dámaso I se trató de los dones aplicando la profecía de Isaías a Jesucristo, viendo en el Espíritu Santo una fuerza septiforme que descansa en Cristo. 1) Espíritu de sabiduría: Cristo virtud de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 2) Espíritu de entendimiento: Te daré entendimiento y te instruiré en el camino por donde andarás (Sal 31, 8). 3) Espíritu de consejo: Y se llamará su nombre ángel del gran consejo (Is 9, 68 ). 4) Espíritu de fortaleza: Virtud o fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 5) Espíritu de ciencia: Por la eminencia de la ciencia de Cristo Jesús (Ef 3, 19). 6) Espíritu de verdad: Yo soy el camino, la vida y la verdad (Jn 14, 6). 7) Espíritu de temor (de Dios): El temor del Señor es principio de la sabiduría (Sal 110, 10).



lunes, 7 de julio de 2014

X.- La Revuelta de las Ideologías: Soberbia de la Razón, Secretos Modernos y Verdad Personal Por Alberto Espinosa

X.- La Revuelta de las Ideologías:
Soberbia de la Razón, Secretos Modernos y Verdad Personal
Por Alberto Espinosa



XXVI
   La época moderna ha resultado un tiempo de engaño universal y el más alejado de la verdad, desembocando en la novedad frívola o en el vacío y la muerte del alma: caracterizada por los estigmas de un gozo que no goza, de un deseo que no desea y de un poder hacer… pero que no se hace. Así, lo que mejor revela al hombre moderno es su falta de desarrollo interior, su tendencia la unidimensionalidad de la nuda existencia, a la repetición de acciones maquinales, mecánicas, en una especie de retrogradación del hombre hacia el comportamiento animal donde se reduce lo humano a lo puramente sexual o a un dejarse succionar por la presión histórica hacia el movimiento de la masa y la materia inerte. Tendencia tanática, pues, a sumirse en la noche de la materia y en el barro del mundo.
   Se presenta así la necesidad de una revolución del espíritu humano: volver a Dios y a la filosofía –por vía de una nueva filosofía de la filosofía, es decir, de una nueva crítica de la razón, no meramente inmanente, para poder voltear de nuevo hacia lo alto en una razón de lo trascendente. Revolución o vuelta de la filosofía a sí misma, si es que la filosofía es en sí misma y nuclearmente metafísica, como una vía del centro para reconocer el estado de nuestra alma como entidad ontológica, para así  poder restablecer nuestros lazos de armonía con los sagrado y de amistad con Dios. 
   El mayor obstáculo se presenta, sin embargo, en la filosofía misma –que incurre en el error de perspectiva intelectual, en el protón pseudos, que es el pecado de la soberbia. Porque soberbia y filosofía coinciden fenomenológicamente rasgo por rasgo, en el idealismo trascendental, que identifica el todo con el pensamiento ideal de las categorías, que identifica con el filósofo, quien viene a ser Dios (Kant, Hegel). Idealismo trascendental, pues, del sujeto intelectual autárquico y condición de posibilidad de todo lo demás, incluyendo y principalmente de la Divinidad, cuando no se identifica el filósofo mismo con ella. Porque la filosofía en plenitud está ligada a una impresión de dominación sobre todo, al ser ciencia o disciplina de los principios, es decir, no de cada cosa  en particular, sino por ser dueño de los principios que las dominan –siendo efectivamente un saber de dominación, pues al sabedor o dueño de los principios incumbe mandar a los demás y no ser mandado por ellos (Aristóteles). Recuérdese la etimología de la palabra “principio” (arché), que son palabras de la familia de arconte y príncipe. Impresión pues de superioridad, de ebriedad hasta los inicios del mareo, cruzada de imágenes de ascensión y de elevación, donde el panorama mixto de imágenes y conceptos se enturbia hasta los extremos mismos de la borrasca.
   Impresión, pues de superioridad intelectual, pues es con la inteligencia con la que se es dueño de los principios y, por medio de ellos, señor del universo. No tan necesariamente con el pensamiento o con la razón, que son respectivamente la facultad de pensar, bien o mal, y la facultad de raciocinar, de sacar consecuencias y darle vuelta a las cosas; sino con la inteligencia, que es ver intuitivamente las cosas y penetrarlas hasta sus últimas intimidades, pues intelección se refiere tanto a intuición como a penetración. También, como ha visto la psicología contemporánea, a la capacidad de hacerse cargo de las cosas, siendo la superioridad intelectual propiamente aquella la que puede hacerse cargo de la situación por eminencia dominadora de todo lo demás: la del universo mismo por medio de las categorías de la razón o la inteligencia que se hace cargo de sí como en sí y como ápice del universo. Vivencia intelectual, pues, que no sólo versa sobre los principios, sino sobre el primer principio, concreta, singularmente, o sobre el principio pura y simplemente: sobre Dios… para… para… superponer su inteligencia sobre Dios mismo, o dominadora de Dios mismos, sobre cuya existencia y esencia sentencia, que es la vivencia radical de su ser tal inteligencia, en su esencia, luciferismo, demonismo  (José Gaos).


  En principio Dios el ser que es en sí y por si –estable, fijo, inmóvil, seguro: piedra según la intuición analógica, y aún refugio. Pleno, perfecto, realidad absoluta, sagrada (esse). Todo entero, concentrado en sí mismo, preñado siempre de su propia voluntad creadora. Paro la razón en su despliegue olvida su origen, que en su origen la razón es oriunda de la inteligencia (nous), tomando en cambio ese principio para hacerlo suyo, en un uso soberbio de la razón, pasando a postular a la razón misma como lo que es en sí y por sí, para divinizar a la razón… para divinizarse el mismo filósofo con ella por… por… por soberbia –por ese sentimiento de elación de ánimo, de elevación intelectual, propiamente categorial, o de superioridad intelectual que se eleva sobre todo lo demás, incluyendo a Dios mismo, a quien incluso cita ante el tribunal de la razón para que demuestre su existencia.
   El idealismo trascendental puede verse, en efecto, como un fracaso de la actitud mágica: creer que el hombre hace al mundo mientras hace su pensamiento. El pensador viene a ser así un demiurgo, un creador de mundos, que puede por tanto hacer o deshacer el mundo según su voluntad. Actitud cercana a la actitud mágica, consistente en creer que se puede hacer cualquier cosa o que puede hacer lo que se sea o que se puede ser cualquier cosa, por la mera fuerza del alma. Jaula del pensamiento, y que conlleva por tanto al confinamiento, pues parte de falsos supuestos: que nada está dado del exterior, que nada dado está vivo, o que no es válido o que carece de significado.
   La concepción de la razón como partícipe de la divina, entones, se escinde, volviéndose la razón autónoma respecto de la potencia a que se debe y, por tanto, se subjetiviza, desprendiéndose de su núcleo espiritual natural (la buena cualidad del nous), hasta quedar imantada por la bellaquería metafísica, que es la rebeldía de la soberbia, del bellaco metafísico, que coléricamente quisiera ser más que el que más o estar sobre Dios, alimentado por una inapagable sed de ser más de lo que se es, o de soberbia, amurallándose por consecuencia tras la máscara del orgullo o de la vanidad y engañándose a sí mismo –dejando por tanto la filosofía de ser “saber de lo más” o metafísica, e incluso “saber lo más posible” o enciclopedismo, abandonando el sistematizmo anejo de la disciplina para desbarrancarse hacia el costado subjetivo, existencial, no esencial, contingente, de la filosofía. O degradándose en razón histórica o en la religiones laicas de la modernidad, en ambos casos siendo presa de las apariencias de las ideologías, de las metafísicas inferiores y sus arcaicos ídolos, cráticos, hedónicos, pandémicos. Todo ello redundante en el extravío del centro del alma humana y sus trasgresiones excéntricas, extremistas, ya sea por el lado de la novedad y el cambio, ya sea por el lado de los extremismos materialistas de la era contemporánea.
   Idea del mundo del hombre contemporáneo consistente en una especie de masoquismo metafísico trascendental, desprendido de la antropologisación de la razón que intenta explicar lo superior por lo inferior, lo más valioso por lo que no tiene valor y en cuya arena se han pulverizado los sistemas filosóficos. Despeñamiento de la filosofía en la política también, varada en la sociología hegemónica y planificada de las potencias que se disputan el mundo, en una muy paradójica razón histórica, dialéctica, acomodaticia a las contradicciones de la historia, todo lo cual entraña un radical relativismo escéptico en materia de valores. Razón siempre en movimiento, atenta a la novedad y al cambio; razón cambiante y temporal, no atada a algo fijo o estable, no idéntica consigo misma. A la vez una y cambiante. Todo lo cual ha dibujado sobre el horizonte un paisaje más bien de tiniebla y de arenas movedizas. 


   Sin embargo, la soberbia de la razón, de ser el hombre en si por si por la propia razón, entraña un íntimo error de  perspectiva: olvidarse el yo del yugo de ser creatura, librándose así de los mandatos divinos de la moralidad, viviendo como si Dios no existiera, confinado el sujeto así en un sujeto intelectual autárquico, condición de posibilidad de todo lo demás, incuso de Dios, que es creada por ella o a la que el hombre se identifica (que es la esencia, radical, apical, del ser demoniaco o luciferino). Por lo que ha quedado la filosofía misma varada en las aguas estériles cuyo único puerto ha sido el de la asistematicidad y el existencialismo. Donde ni importan que razones dar, ni importa en el fondo tener razón, por la prioridad absoluta de la existencia sobre la esencia, y de la apariencia sobre el meollo (o del significante sobre el significado);  filosofías de la existencia, filosofías meramente mundanas, pues, que terminan poniendo todo el valor de la existencia, pues empiezan por no tener esencias o modelos ideales, en el diminuto instante incluso, volviéndose instantaneistas, pues las existencias son todas concretas, individuales –las cuales no pueden sino abrir las puertas del contingentismo, el azar y la casualidad, conduciendo a la postre a la desesperación y a la angustia del bien o a la pérdida pneumática de la libertad o a un crudo paganismo.  
   En cambio, una razón concebida como partícipe de la divina, tanto para la religión como para la filosofía, encuentra su ápice en el problema de la redención del espíritu humano, siendo para ellas imperativo el volver a Dios por la vía natural de la moralidad. Y es tal razón la que prescribe la penitencia y el ascetismo: dominar los instintos, principalmente el sexual, oponiéndose así a la naturaleza humana para sobreponerla, acrecentando la energía física y espiritual y brindando con ello un sentimiento de bienestar a la comunidad, por conducir al camino del centro, recto, de la sabiduría, que es el que lleva al conocimiento del propio ser y de Dios.
XXVII
   Acaso la peor de todas las ignorancias sea la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades tortuosas, sumidas en la opacidad y en la simulación.
   Porque ocultar los pecados, no ser trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de  la alienación mental o de la enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades “actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo por tanto personalidades  excéntricas o sacadas de su centro, pero también ignorantes sobre la situación real, sobre el estado de su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
   Lo que es más, la comisión de un pecado es grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la guerra o la escases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la naturaleza y el hombre).


    Las sociedades arcaicas conjuraban tales peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino, tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor metafísico.
   En tales sociedades, en cambio, lo que siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades trascendentes y sagradas.
   Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas, dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la comunidad, por lo que al volver pública la falta, se desactiva tal fuente, como al volver el secreto exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o que no son de este mundo. Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio –porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica, pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
   Pues bien, tal es lo que sucede en las sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin interesarse realmente los unos de los otros. La civilización ha cambiado con lo moderno los valores mismos, viéndose como una cualidad la discreción e las personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales profanos, pues se callan, se silencian aventuras, pecado, aventuras y desventuras, es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que se pierden en el río amorfo del devenir que va dar a la nada, todo lo que concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo vista la confesión de un adulterio como un sacrilegio. Como su contraparte, en las sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo a las realidades religiosas  y metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o juramento cualquiera puede cualquier texto sagrado o criticar cualquier religión.
   La sociedad mexicana, aunque occidental, no es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las culpas y de purificación de las almas, pues no ha desaparecido de nuestra cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención individual y colectiva por acción de la confesión, del sincero arrepentimiento de nuestras faltas, de la enmienda, así como del don de la divina gracia trascendente.
   Característica del hombre moderno-contemporáneo y su paradójica religión inmanentista es la preferencia impulsiva por los valores vitales inmediatos en detrimento de los valores espirituales, de más difícil consecución o logro. Max Scheler lo expresado mejor: los impulsos egoístas y materialistas son lo menos valioso, pero lo más potente, lo espiritual y sus ideales es lo más valioso, pero lo más impotente. Idea deprimente, que confirma esa visión pesimista, ese masoquismo metafísico trascendental que caracteriza al hombre moderno-contemporáneo.


XXVIII
   Por un lado, la huida, en nuestra época de masas, de comunitarismo, de sistemas socializantes, de la verdad personal, que es una de las consecuencias del descenso de la filosofía en la historia y aún en la política. Porque la verdad personal, alude, por paradójico que ello resulte, a la antigua universalidad perdida de la filosofía: a la fe y a la verdad de la razón trascendente, que se ayuda de la intuición analógica, ya que trata de suyo de realidades sobrenaturales que escapan a los sentidos, como el alma ontológica o Dios.
   Por el otro lado, deseo de huida de la soledad ontológica, capital, formal, a que conduce la soberbia de la razón autárquica, que se refugia compensatoriamente en la masa, en el gregarismo, en el erotismo, en el maquinismo y aún en el ciencismo. Porque el castigo para la soberbia es la caída: la ruptura con la comunidad de fe trascedente, conducente al confinamiento en el abismo solitario de sí mismo… y a la nada, pues el que cree ser algo no siendo nada a sí mismo se engaña. Enfrentamiento, pues, con la propia nada, con la propia nihilidad, con el propio vacío existencial y su falta de ser… con… con… con el pecado, con el primer pecado… que en su patente imperfección puede en cualquier momento acarrear al ser… para dejar de ser… Caída, pues, en el abismo sin fondo, desfondado, sin justificación práctica, de la reprobación, o en el abismo solitario del propio ser, de la propia existencia o cuyo fondo no es otro que ese angustiado sí mismo. Horror ante el cual la soberbia se refugia en otra comunidad de fe, ya no trascendente, sino meramente inmanente, por la necesidad de sociedad, de socios que lo saquen del horror del solipsismo –para negarles luego la sociedad.
   O bien, paradoja de la filosofía y de la soledad, cuando el filósofo está acompañado de todo, mediante el estudio y la reflexión en las categorías de la razón, resultando entonces el menos solitario de todos, en razón de humildad y obediencia ante la Totalidad y ante el misterio –pero también el más alejado de la verdad universal, por horror al gregarismo, que es la vivencia de la soledad intelectual y espiritual.
   En ambos casos se daría, sin embargo, la vivencia de la individualidad como forma categorial de la realidad universal, como a-priori de la sensibilidad, y la vivencia de la filosofía misma como forma de expresión de la individualidad singular que se abstrae de la totalidad del mundo en torno para abstraerse… en la totalidad de la realidad -viviendo por tanto con singular intensidad, en la experiencia de tal verdad personal, también el horro de ser individuo –separado, y afligido, precisamente de la totalidad. Que es la experiencia apical del horror de la soledad: la de ser individuo.
   La huida del horror de la soledad, de ser individuo, bien conocida, es la social, en el apelmazamiento de unos con otros en la masa, que socializa al hombre hasta el extremo de dejar de ser individuo, y que precisamente viene muy bien para sustituir la comunión religiosa –pues el gregarismo de la masa bien puede tener como imán el olvidarse de sí mismo para sentirse mejor. 
   La huida de la individualidad puede tener, sin embargo, otras motivaciones: el huir de la verdad personal, histórica, situacional –que a la vez que segrega de la grey, estrecha al sujeto contra sí mismo, pues sólo obliga al sujeto que la conoce o al que le es dada, teniendo que responder a ella con una responsabilidad absolutamente singular, que no es posible ni descargar ni compartir con nadie. Ante ello, en cambio, por horror a esa responsabilidad, a esa singularidad de la verdad, el hombre común prefiere sumirse en la masa lógica de las ideologías, en le gregarismo humano, en el rebaño, que salva de la soledad individual. Horror que es también un motivo secreto del atractivo e imperio de la ciencia y del ciencismo, pues a la verdades universales puede asentir y a-gregarse gregariamente el hombre en la congregación apretada del rebaño, cuando se socializa la ciencia por los terrores bimilenarios a la individuación.
   Mundo de socialización creciente, de masificación, pues, que llega a la academia, al arte, socializando al hombre mediante las vanguardias vertidas en la originalidad uniformada, o en la publicidad y las ideologías dominantes, impidiéndole entonces al individuo profundizar a fondo en su experiencia personal.  O en la universidad, donde la figura del versado o del docto o del individuo creador crecientemente desaparecen, sustituidos por el investigador positivista, enrolado en empresas colectivas.

   O bien volver, junto al examen y reconocimiento de la verdad personal, histórica, situacional, a una sociedad de fe trascendente, de real e íntima convivencia con un cuerpo de creyentes, no unidos tanto por la inteligencia, por la razón, sino por el sentimiento profundo del amor trascendente –frente a las potencias inmanentistas de nuestro mundo actual, de la publicidad, de la tecnocracia, de la socialización del hombre y del totalitarismo.