lunes, 20 de enero de 2014

V.- El Secreto… a Voces: la Vuelta del Paganismo o la Religión Moral Por Alberto Espinosa




   En nuestro vocabulario ordinario, de todos los días, se ha extendido una horrible confusión con la idea de "respeto", por una especie de igualitarismo de la opinión que resulta subrepticiamente acuñada por algún epígono de Poncio Pilatos, en una especie de lavado de manos que finge una imparcialidad que en realidad no existe, tomando la fórmula de: “todas las opiniones son igualmente respetables”.
   Lo que más bien parece evidente es que se trata de dos nociones muy diferentes de la idea de respeto; por una parte, la idea de respeto se refiere al derecho de cada quien expresar su opinión, lo que en el fondo entraña el respeto de que cada quien elija su propio camino, lo que a su vez implica el reconocimiento, en el fondo, del libre albedrío: de seguir el camino de una libertad ascendente, conforme a norma y a Ley (moral), o de seguir la particularidad de las rutas subjetivas, en casos descendentes, transgresoras de la Ley, de la norma moral, desviadas por tanto del viejo sendero. Dicho de otra forma: se trata de la cuestión de que no puede haber una libertad ascendente (o descendente) forzada, de que no puede haber una comunión obligatoria o por decreto -para eliminar con ello la peligrosísima soberbia de los teólogos, como la denomina correctamente Octavio Paz; pero también de los neógogos, que barrerían la distinción entre las dos posibilidades, mutilando por tanto la libertad misma o dejándolo entonces sin efecto –pues es claro que no puede existir la libertad si sólo existe un camino, una vía, una ruta, una posibilidad de acción, por más que ello se profite como un camino “revolucionario” o como “nuestro”, pues para que la libertad exista se requieren al menos dos posibilidades de acción.
   En un primer sentido de la voz "respeto", efectivamente, concerniente al principio, conforme a derecho, de la libre determinación. Pero en un sentido eminente la voz "respeto" está más bien ligada a las nociones de obediencia, de veneración y de subordinación, es decir de autoridad de una persona respecto a la consideración que se le debe, por su conducta justamente moral, por su altura o ejemplaridad, por ser modelo de pensamiento, palabra y acción o por su verticalidad: es decir, por aparecer ante nuestros ojos como algo elevado, merecedor de un nicho, al no estar manchada por el vicio, la culpa o la transgresión, por la incoherencia o la falsía, no siendo reprochable su conducta en una palabra, tal y como aparecen los hombres de verdadero espíritu. Y en este segundo nivel, como repito, eminente, ya no son todas las opiniones igualmente respetables, por no serlo las personas en el mismo grado o valoración -al entrañar un juicio moral la consideración de las personas por su acción y por sus juicios (los cuales están en estrecha relación, pues dependiendo del modo de pensar de los agentes su compartimento en la vida). Tal idea eminente del respeto es fundamental  para salvar el escollo del relativismo moral, pues tenemos una Ley que nos ayuda a discriminar lo blanco de lo negro, el hacer el bien del pecado, de la conducta reprobable, mala, finalmente insatisfactoria –lo cual conlleva consecuencias metafísicas, desde la perspectiva religiosa cristiana, además. Lo contrario, barrer del uso tal acepción de la voz respeto, sería por lo contrario abrir de par en par las puertas al relativismo moral, generalmente de carácter historicista, sociológico, motivado por las presiones de la época, y caer en el secularismo de nuestros tremendos días, que se ha visto como radicalmente desviado del núcleo de la moralidad tradicional -con un agravante que lleva al colmo todas las cosas: la intolerancia del paganismo, oscuro, de nuestro tiempo, que invierte todo el programa moral, dándose más bien el caso contrario de la exclusión, o el descarte como también se le llama hoy en día, de quienes hacen el bien, de quienes siguen en su vida los mandatos de la moralidad, es decir de los creyentes, en una especie de caza de la metafísica, muy acorde al materialismo y al positivismo contemporáneo -mientras que cínicamente, so capa del respeto, se da rienda suelta al libertinaje sexual, a la mística de la pseudotransa o abiertamente se premia el mal, el cual sale adelante victorioso, triunfante, impune: es decir, en un cuadro donde la virtud  no resulta premiada y el vicio no resulta castigado, sino inversamente, penada la virtud y recompensado el vicio.  
   Por lo que hay que insistir en que la trasgresión de la Ley, más allá de sus formulaciones dogmáticas o por mero hábito, entraña una especie de desarmonía de la personalidad, una insatisfacción que más que llamarla simplemente neurosis habría que caracterizar primero como una doblez del ánimo, que es el gran dato de la filosofía contemporánea: es decir, como una alienación o enajenación, la cual técnicamente puede describirse como una doble oscilación o desequilibrio onto-axiológico en el hombre, o ciclotímia; en una palabra, bipolaridad, como también se le conoce, y a lo que habría tal vez que llamar con su antiguo nombre: endemoniamiento, donde el hombre se ve esclavizado por la falta, por la culpa, por la transgresión; es decir, por el pecado, pues el vencido queda bajo el poder del que lo vence, obedeciendo así el alma superior, moral, digna de respeto y de consideración del hombre a los deseos del alma inferior,  elevando al esclavo por arriba del amo, el cual así obedece a tal espíritu menor e irrefrenablemente -con desmedro pues de la moralidad, de la norma, de la Ley. Así, cuando se da la ausencia de una política moral en una sociedad, se vive masivamente una profunda desorientación , al grado de hacer pasar de forma malamente ideológica tales faltas como convenciones relativas al tiempo, a la historia, como relativas a la época, e incluso como respetables tales conductas, en una palabra, y al hacerlas admisibles moralmente realizar la obra de la noche y de la lobreguez, donde todos los gatos resultan pardos… por encerrados en el oscurantismo…  y todas las ovejas negras... por prisioneras en el revuelto río de los cuerpos... Propuesta temerariamente ideológica, por lo demás, que tiene como coralario lógicamente necesario la exclusión social,  como repito, de aquellos que se salgan de tal norma de uniformidad  propuesta por tal permisivismo, creándose así una indistinción más bien despótica, niveladora hacia el extremo más opaco de los tonos grises... donde en el fondo se repudia el universalismo de la Ley moral para dar rienda suelta al particularismo introvertido de los hombres dormidos; es decir, para liberar el subjetivismo rampante que acosa y presiona tan pesada cuan tectónica y peligrosamente a nuestro tiempo -haciendo así creer que es neutral la conducta réproba, o deciduamente aplaudiendo o permitiendo la baja moral de las aberraciones de comportamiento  -ya sea de homosexuales, sodomitas o pederastas-, por no querer ver lo que tales costumbres tienen de enajenación, de falta o de transgresión de la Ley, es decir de actos vergonzosos y reprobables, social e incluso metafísicamente, sujetos por tanto a reprobación e incuso a castigo teológico. No es insólito que surjan airados defensores de una moral más permisiva, abierta, o como quieran llamarla, pero a la vez  injurgitando dentro de sus actitudes un ánimo también doble, por dubitativo, que quisiera curarse en salud, diciendo que tal tolerancia y permisivismo no los hace a ellos sodomitas u homosexuales... cosa que puede ser cierta... empero, se pude objetar, si nos los vuelve degenerados si en cambio los vuelve otra cosa: los vuelve tarugos, por hacerse vilmente patos...o mejor dicho, ciegos al hecho fundamental de tal empresa, pues lo que ahora se fragua abierta y masivamente es la idea de ir borrando la religión de las mentes y de la conducta de las personas, para ser sustituida por los falsos ídolos de nuestros días, por las místicas inferiores y por las falsas filosofías del éxito a expensas del prójimo y del triunfo del narcisismo individualista, omitiendo lo que la Ley señala: que lo contra-natura no significa otra cosa que la división o escisión de la naturaleza humana, poniendo en pugna partes de ella, creándose por tanto un desequilibro, una oscilación y desarmonía, una psicosis y una profunda insatisfacción en el infractor, íntima, secreta, de desprecio y odio a sí mismo… pero también a su derredor, cuya caracterización no sería otra que la del nihilismo, de temibles consecuencias sociales, en parte insospechadas... pero también metafísicas.
   A lo que se ocurre si puede ser la moral autónoma; quiero decir, fundada en la mera razón y sin apelar a la tradición.  El fundamento del juicio moral no puede ser otro que el suyo propio, el que le pertenece en propiedad y exclusivamente: el de poderosas tradiciones, que a la vez fundan sociedades de fe trascendente... en evidente choque con las sociedades modernas inmanentistas, forjadas por el ideal de progreso –y tan progresistas como decadentes y ateas, sin idea de Dios y de la metafísica o del más allá... pero no sin intuición de la ley moral. Porque la Ley moral es consustantiva al hombre por una exclusiva suya derivada de su esencia: la del homo religiuosus, esencialmente derivada del hecho de ser criatura y de su finitud, siempre presente de alguna manera, tanto en la cultura como en los sujetos individuales, aunque trastornada por las místicas inferiores y las disimuladas herejías contemporáneas -enmascaradas en nuestro tiempo bajo la forma del frenesí por la novedad que se desgasta en el instante efímero, o que vuelve a los cultos más cuestionables del paganismo arcaico.
   De acuerdo a la antropología filosófica, siguiendo las ideas morales de Einstein, puede decirse que las convicciones determinantes de nuestra conducta, que los fines fundamentales de la humanidad, difícilmente podrían fundamentarse solamente en la razón, sino que se derivan, cimientan y justifican no sólo cordialmente, sino apoyándose en poderosas tradiciones, como decía, que influyen directamente en las aspiraciones de los individuos y en las decisiones de los hombres; su razón de ser no viene así de una justificación racional, sino de la revelación intuitiva o del ejemplo dado por personalidades vigorosas o extraordinarias y más que pedir una justificación racional demandan que se intuya su naturaleza simple y claramente -lo que no implica que los principios éticos carezcan de un fundamento psicológico respecto de las relaciones que el sujeto tiene consigo mismo y con el prójimo, conocimiento y crítica que puede ayudar a mejorar las relaciones humanas, espiritualizando tanto los sentimientos éticos como la emoción religiosa auténtica y la vida social y la relación con la naturaleza en su conjunto.
   Se trataría así del valor práctico de la religiosidad ilustrada, cuyo propósito esencial sería liberar al sujeto de los deseos meramente egoístas, de los grilletes de las ambiciones y de la servidumbre de los deseos, dejando el campo abierto para que el individuo y la comunidad se entregue a pensamientos, sentimientos y aspiraciones más elevadas y de valor suprapersonal, que es justamente la participación en contenidos espirituales, y que están ahí, dados por la tradición, depositados en las obras de arte o en personalidades de excepción, que como faros marinos que iluminan el camino en la borrasca por la fuerza de su significación irresistible, por revelar y dar coherencia al universo como un todo armónico, como un orden sublime de significación maravillosa -contrarrestando así la decadencia moral en que estamos inmersos, sustituyendo así los principios humanitarios, la comunión en el sentimiento fraterno ante la alegría y la aflicción, al principio rector de nuestros días, derrotista, decadente y pesimista, que es el de la falsa filosofía del éxito y del triunfo individual a toda costa.
   Filosofía falsa, en efecto, pues lejos de estructurar a la sociedad como a una orquesta da pie más bien a enfilarla como un campo de batalla, donde se da una lucha implacable a expensas del prójimo, como algo que nace de la ambición personal y de las locuras cultivadas del consumo y del materialismo, actitudes motivadas tanto por el miedo al rechazo como por las presiones sociales de aprobación (todo lo cual se intenta justificar haciendo creer que tal situación es inherente a la agresividad innata del ser humano en su lucha por la vida, pero que en realidad presiona al individuo a una retrogradación donde imperan las fuerzas hostiles del alma inferior: el instinto, la tendencia o el mero impuso, egoísta, individual o gregario), lo cual lleva al predominio del innoble espíritu de competencia y a la destrucción de todos los sentimientos de cooperación y fraternidad, llevando al pensamiento mismo a un predominio de lo práctico utilitario (la eficiencia) y extendiéndose tal espíritu de manera asfixiante sobre el ambiente social, o como una terrible helada en la consideración mutua entre los hombres, dándose as{i el sólito fenómeno, hoy vuelto moneda corriente, del desconocimiento estimativo y práctico de la persona humana en cuanto tal.
   Todo lo cual expresaría el fondo del fondo de la crisis de nuestro tiempo: el no tener los valores morales de la tradición religiosa una operatividad real en nuestro tiempo, seguidos cuando lo son por mero habito y sin fe viva -y el no verse aún con claridad las personalidades vigorosas y ejemplares que vengan a recrear y a hacer presentes y vivos esos valores morales, trascendentes, intemporales y eternos.




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