viernes, 24 de enero de 2014

Humanismo o Guerra Por José Gaos



Texto de José Gaos[1]

   Es uno de los hechos característicos de estos nuestros tremendos días, no sólo el de la intervención de los intelectuales en la cosa pública, no sólo su dedicación a ella, su absorción por ella, sino el de proclamarse el deber de que están de hacerlo así. Por el movimiento fui arrastrado, por la proclama convencido también yo. A ello se debe mi transtierro a México -permítanme usar una vez más un término que se ha encontrado tan justo que ha hecho fortuna. No estoy en manera alguna arrepentido de una conducta que estimo como uno de los timbres de honor que me ha sido dado alcanzar en la vida, pero he llegado a pensar que se ha ido, que hemos ido demasiado lejos: simplemente esto, que hemos ido demasiado lejos, pero esto sí, resueltamente. Lo llegué a pensar el día en que creí darme cuenta de la razón profunda, y en parte no razón, sino sinrazón, del doble hecho a que me estoy refiriendo. ¿A qué se debe, en último y radical término, la intervención de los intelectuales el la cosa pública, su dedicación a ella, su absorción por ella, el proclamar como un deber el de hacerlo así? A una doble convicción, a una doble fe. Primero, a la convicción de un arreglo inminente y suficiente, si no definitivo o total, de la cosa pública, de las cosas humanas, si, y es lo segundo, interviene, coopera la razón, cuyo órgano sería la intelectualidad. Es decir, una fe, por una parte, milenarista, es decir, del tipo de la fe de los cristianos primitivos en la vuelta de Jesús dentro aún de la generación del presente, o de la fe de los hombres del milenio en la simultaneidad de éste y del fin del mundo, o de un cambio radical y decisivo en el curso del mundo. Y una fe, por otra parte, racionalista, o sea, todavía del tipo de la fe que animó la modernidad toda, a saber, la historia moderna desde sus orígenes en plena edad media hasta nuestros días, al parecer. Pues bien, menos que nadie el intelectual puede tener hoy ninguna de ambas fes, por paradójico que paresca. Porque si a alguna conclusión convincente ha llegado la historia de la propia intelectualidad moderna, es la doble conclusión de la perfectibilidad a lo sumo paulatina de lo humano, conclusión alcanzada ya por la sabiduría tradicional de la Humanidad antes del racionalismo moderno, y de los límites de la razón, conclusión peculiar del propio racionalismo moderno, que ha acabado, pues, en el reconocimiento de su autolimitación. Por eso he hablado de fe. En vista de esta doble conclusión, el intelectual no debe abandonar totalmente por lo público sus objetos privados, sino todo lo contrario: debe, en medio de las más tremendas convulsiones públicas, tener el heroísmo, peculiar a él, de no abandonar sus objetos privados. No es posible, es ingenuo, esperar a que las cosas se arreglen, para ponerse a trabajar o volver a trabajar. No, hay que seguir trabajando, aunque no se arreglen, aunque no hayan de arreglarse en los términos inminentes y decisivos que acabo de criticar. Después de todo, así es como parece que trabajaron los intelectuales de otros tiempos -y en la imaginación se enciende la figura de Arquímides, a quien el sitio de Siracusa y su intervención en él, no apartaron de la absorción en sus privados objetos, hasta el punto, de muerte, bien conocido. Sin que sea la única figura que en la imaginación se enciende. Los intelectuales de otros tiempos no esperaron a que las cosas se arreglasen. Si hubieran esperado, nada hubieran hecho, puesto que ya vemos cómo las cosas no se arreglaron. Los intelectuales de otros tiempos trabajaron en medio de las emigraciones causadas por el avance de Persia sobre Grecia, de la Guerra del peloponeso y de la decadencia de Atenas, de las invasiones de los bárbaros, de las guerras de religión, a la víspera y al pie de la guillotina. -Mas he aquí sobrevenido una vez más uno de esos entre dos guerras que jalonan de paz, tranquilidad, felicidad, progreso relativo la vida de la Humanidad sobre la Tierra. Ah, entonces se celebra a quienes en los días de los temores y temblores, superándolos, prepararon los ingredientes, desde los más egregios a los más humildes, de los días mejores, preferibles; verdaderamente justificados. No nos dejemos desconcertar, en suma, por los alaridos que puedan proferirse contra el entretenerse en caricias, o el perder el tiempo con el tiempo, cuando la vida es toda ella una pura aspereza, lo opuesto por excelencia a la caricia, o cuando los tiempos urgen -porque los tiempos urgen a otros en que quizá sea dable encontrar en la caricia una de las cosas que vuelvan a hacer la vida vivible, y entonces se volverá la vista con gratitud a quienes, en medio de las asperezas, prepararon el afecto y el goce de los nuevos días. Como los intelectuales cultivadores de las ciencias naturales no han dejado de buscar y encontrar las penicilinas a pesar del sinsentido momentáneo de esforzarse tras medios de vida en medio de semejante esfuerzo de muerte, los intelectuales cultivadores de las disciplinas del espíritu no deben dejar de esforzarse tras medios de hacer la vida más comprensiva, más suave, no digo más humana, porque tan humana pare la inhumanidad como la humanidad, y quizá todo el problema de la vida humana estribe en hacerla menos inhumana, haciéndola más humana, como quizá no dejemos de tener ocasión de comprobar en estas conferencias. Volvamos, pues, tranquilamente hacia su tema (y la 4a justificación).



[1] Apéndice a 2 exclusivas del hombre. Archivo José Gaos del IIF. Carpeta 99-A (folios 19632-19635). Para el Vol. III de O.C. . Fragmento.






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