miércoles, 2 de octubre de 2013

El Antiguo Camino del Comienzo Por Alberto Espinosa




   Tenemos que volver al camino del centro, que es la metafísica. El camino de la metafísica, en efecto, no es otro que aquel que se guiar por la certeza, avalada por la experiencia y la tradición, de la autonomía absoluta del alma humana –para lo cual hay que poner toda la atención en la verdadera libertad del espíritu. El desastre, el sufrimiento, el drama de la condición humana estriba en el olvido de que su alma es libre –pero el hombre no se da cuenta por distracción y por ignorancia, por una absurda amnesia que lo hace desconocer el valor y la situación real de de su alma, presada entre las redes del barro, del deseo, del las ilusiones y el olvido. Cuando se está en un estado de conciencia o de apertura, sin embargo, se revela prístinamente esa verdad: que el alma es libre, y que es el centro de la propia persona. La tarea de la mística como del arte auténtico es la de mostrarnos, la de hacernos descubrir, a través de concentración, de la contemplación o de la belleza, el centro del hombre, para así poder desarrollar a la vez la conciencia y la realidad original (la esencia).
   La condena de la condición humana es no acordarse de esa verdad, que es ignorar el propio centro, es no reconocer la propia alma –no me refiero al alma entendida en un sentido moderno, como la psique o la vida meramente psico-mental (a la manera de una sutil manifestación de la materia reductible a la mera sensibilidad), sino a lo que en realidad es: una entidad ontológica relaciona con el espíritu y, por consecuencia, autónoma respecto a todo lo demás. De ahí la capacidad de todo hombre de acordarse de la verdad, de reconocer su propia alma (puesta de manifiesto tanto en la técnica socrática de la mayéutica, como en los ejercicios de respiración en el taoísmo). Porque la verdad reside en el hombre, forma parte integral central de su ser, es esencial a su naturaleza. Porque el centro del hombre es su alma, ligada a su vez esencialmente a la realidad absoluta del espíritu. Es por ello que todos los caminos de la sabiduría confluyen en ser caminos de la libertad: llegar al centro del propio ser.
   Si para la religión y la vida religiosa el acto central es salir de una zona profana para entrar a una zona sagrada, salir del devenir, de lo transitorio, de lo temporal, de la historia, para entrar en un templo, en un altar (centro del mundo); para la mística y la metafísica, pero también para el arte, el acto fundamental es reconocer que el hombre tiene en su cuerpo un templo, y en el centro del templo un alma, que también es sagrada –y recordar que no nos pertenece, sino que somos más bien nosotros los que pertenecemos a ella. Así, el hombre tiene que reconocer lo sagrado fuera de sí, que es lo opuesto a lo profano, al devenir (non esse); pero simultáneamente tiene que descubrir y reconocer lo sagrado dentro de sí mismo: su alma, ligada esencialmente a un principio que nos precede y nos trasciende donde radica el espíritu y la realidad absoluta (esse).    
   Por el contrario, los caminos excéntricos y además extremosos, desequilibrados por necesidad, son los que llevan lejos de la propia alma, pero también de la verdad. Son los que nos ocultan a nosotros mismos, que nos hacen ajenos y ponen partes de la naturaleza humana en contra de sí misma, que escinden la propia naturaleza, ocultando de tal manera la vedad que reside en el centro de nosotros mismos, rompiendo por tanto también las relaciones sagradas del alma con la realidad absoluta o, si se prefiere, rompiendo el diálogo con lo santo, con los sagrado, e incluso trabando una enemistad abierta con Dios por la terquedad en que incurre la rebeldía, por la transgresión constante de una norma o de un mandato de la divinidad  (existencialismo).



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