jueves, 10 de octubre de 2013

¿Cultura Histórica o Cultura Geométrica? Alberto Espinosa



“Se conducen despiertos como gente dormida,
que mira cada uno su mundo personal, 
mientras que la gente despierta
sólo tiene un mundo, que les es común.”
Heráclito


I
   “Todo lo que puede ser dicho, pude ser dicho claramente; y lo que no puede ser dicho con claridad mas vale callarlo” -decía, pocas palabras o más o menos, el gran pensador austriaco del siglo pasado... y no me refiero a Segismundo Freud, ni a su joven vecino Karl R. Popper, mucho menos, ¡perdón por la obviedad!, al nacionalsocialista Adolfo Hitler, sino al excéntrico millonario, ingeniero y filósofo Ludovico Wittgenstein. En el fondo se trata de la reformulación de la gran enseñanza del clasicismo, del corolario de la gran lección clásica e intemporal: cumplir con la norma, con la obligación de entender y dar a entender al otro la forma de vida y de pensamiento que uno procura, que uno cultiva. Sóren Kierkegaard, el maestro sutilísimo, agregaba el requisito moderno de no sólo entender conscientemente lo que uno dice al decirlo, sino también entenderse a uno mismo en lo decible. En efecto, el misterio de la serenidad clásica difícilmente podría entenderse sin ese afán de transparencia, sin el valor de la claridad -único atmósfera en que puede acoger una comunidad los contenidos de la cultura sin superchería o puritanismo, único ámbito en el que pueden florecer o retoñar en el alma o en el espíritu, pues sólo en tal aire oxigenante pueden fundirse los espíritus en la tibia temperatura de la conversación concorde, para así animarse, acogerse y comprenderse mutuamente.
   De acuerdo con tal tradición todo lo que no puede ser formulado prístinamente queda excluido de escena, ya por pedestre o por perderse en el sin-sentido, ya por ajeno a la vida y su desarrollo -demeritado por ser un juego ocioso de trogloditas o por ser un interdicto, quedando excluido al caer fuera de la norma básica del arte de la conversación o de la sana convivencia inter-vivos. La guía, empero, es rigurosa y estricta: quien no entiende la formulación, quien de plano no "comprende" de que se esta hablando, quedando ajeno a su espíritu, cae irremediablemente fuera de la civilización, de la cultura del ciudadano que comparte una constelación o un corpus orgánico de valores, siendo por ello considerado como un bárbaro: como un hombre que tartamudea, que balbucea, que mascusa pobremente las palabras pero que propiamente no habla “la misma lengua”, como si fuera un extranjero, un arribista recién llegado a la cena de la tradición. Es el hombre cuya pauperización cultural o ideológica o por falta de espíritu no entiende ni coma de lo que se dice, o que cegado por el soberbio imperio de la noche abstracta es, lastimado por la acción y  la luz del espíritu.
   Bárbaro es así no sólo el hombre telegráfico o el que traspantoja el lenguaje hablando incorrectamente; sobre todo es el que es incapaz de hablar la “verdadera lengua", el que no pude seguir la cadena de oro, el que no sabe como navegar en el ancho río de la tradición y de la razón. El bárbaro habla una lengua -que duda cabe, siendo animal de razón, de palabra. Pero su lengua es vehículo tan solo de su minúscula vida ya no digamos habitual o sentimental, sino meramente instintiva: expresión de sus necesidades más apremiantes y demandantes, de sus rudimentarias emociones elementales. El bárbaro naufraga en conversaciones meramente relaciónales e inútiles o insustanciales, perdiéndose en diatribas y mitotes de lavanderas, en proyectiles verduleros, o en su extremo más ancho en el refinado arte del encaje, consistente en tejer la telaraña a vuelta y vuelta, ya para atrapar a la atolondrada mosca, ya para hacer que se fije la verdad de la mentira o de la calumnia, como quien remacha maniáticamente un clavo ya clavado, emparejando de pasadita con certero mazazo en la cabeza aquel otro que sobresaliendo rompe la homogeneidad legionaria del conjunto.
   El lenguaje bárbaro, bajo sus innumerables manifestaciones tartamudas o pedestres, ha sido catalogado por algún erudito en el casillero de la cultura vernácula, debido a ser depositario de las emociones y de la circunstancia inmediata y más apremiante del hablante. Otros, en cambio, prefieren inventariarlo en el cajón de la cultura histórica por ser su contenido meramente situacional, o relacional, en cualquier caso inmediato. Quizás sería mejor subsumirlo, como hace Mircea Eliade, en el viejo baúl de la cultura onírica, aquel arcón preferido por la gente adormilada de la caverna platónica (República, Libro VII) -a estas alturas de la marea histórica, saturada por los clientes de la materia consumista, vividores regordetes autoerigidos en parmenideo criterio de medida universal.
II
   Así, resulta imprescindible la defensa de las culturas de tipo geométrico contra las culturas de tipo histórico, la cultura de la gente despierta que tiene un solo mundo que les es común. Contra las culturas de la gente adormecida por sus deseos o aletargada por el consumo, las cuales resultan tan variopintas como los gethos rurales y tan angustiosas e impenetrables como las posibilidades de la angustia .
   A la cultura onírica (coloreada más que de tonos locales o de historia regional de meros fragmentos biográficos) se opone por naturaleza la verdadera cultura: a la cultura universal y a la cultura animi. El rasgo definitorio de la verdadera cultura no es sólo ser una cultura de verdad (formadora del hombre) sino ser una cultura de la verdad: una cultura objetiva que participa de una misma realidad, de una misma orientación y jerarquía de valores, ecuménica, única, universal. A su lado irremediablemente brota, como la mala hierva, la pluralidad de las culturas históricas con sus leyendas de café e infamias de alcoba. La cultura onírica da como resultado creaciones amorfas de seres oscuros e introvertidos, retorcidos o macilentos, cerrados y roídos por el diente del tedio, del aburrimiento o del adoctrinamiento, pero que en el fondo no hacen sino mirar dentro de sí mismos, ensimismados cada uno con el juguete de su mundo personal –como seres en el fondo aislados, dominados por su fuerte vida impulsiva y orgánica, pero que perciben y juzgan la realidad según criterios oníricos, que son los suyos y únicamente los suyos.
   Característica de toda cultura histórica es el sueño como símbolo de aislamiento, de coincidencia de los gruesos procesos orgánicos de trasformación y fermentación, también de regresión al estado prenatal y embrionario. El poder del sueño estriba, en efecto, en el retorno a la unidad biológica primordial, al estado paradisíaco de la creación sin conciencia, o al estado en que la vida no estaba separada de la conciencia, siendo por ello el símbolo máximo del recogimiento interior, de la autonomía y de la creación. Es cierto asimismo que en el sueño no existen propiamente ni libertad, ni drama, ni pecado –donde se es inocente bestia angélica o ser sin bautismo, como quería Rimbaud. También lo es que la hibernación y el sueño son experiencias estáticas o “en circuito cerrado” en que hay máxima economía o donde la vida ni se desperdicia, ni se desborda, ni se proyecta hacia fuera –siendo por ello para Occidente símbolo de pereza, de tontería o de esterilidad espiritual. Dormir entonces significa privación, pretender una vida regalada y hablar de oídas siguiendo el dictado de las voces: de las convenciones históricas. Es entonces estar en el error y lejos de la verdad ,  preso en el mundo rígido de los ritos o de los juguetes de cuerda –mientras que la vita nuova significa salir del sueño y de la muerte que implica por la virtud del amor. Porque el dormido desea, que duda cabe, pero propiamente no quiere al quedar anulado el poder actuante de la voluntad, y lo que desea no es amar, sino imperar –todo ello, por supuesto, en un mundo de fantasmas.
   La cultura de la vida es por lo contrario otra cosa: es el orbe de los “grandes despiertos”, de aquellos  hombres que no reptan por extraños y abigarrados pasadizos ni se aferran a su piedra con la angustia del molusco, sino que confiados conducen por entre la selva oscura de las apariencias hacia la luz del sol, donde existe un solo mundo, único y universal que le es común. Es por ello cultura universal o formadora de seres abiertos y extrovertidos, de mirada clara y siempre dispuesta a observar la misma luz y que por ello comparten los mismos valores, las mismas costumbres, que viven las mismas cosas y obedecen la misma ley,  por lo que son siempre de la misma manera, sustantes  y consistentes. El hombre de la cultura geométrica dirige por ello su mirada hacia fuera dando sentido a sus actos en algo más que la expresión auténtica de su psiquismo aletargado, sino referido a los otros. Tal mirada significa la ruptura con la muelle unidad embrionaria y demandante, también la pérdida de la inconciencia paradisíaca -siendo por ello la única capaz de predecir los grandes eventos históricos.
III
   En el espectro de la totalidad de la cultura, tanto la alta cultura como la cultura artesanal, representan los puntos medios estabilizadores del conjunto, que le dan vida y consistencia al todo orgánico, tensando polarmente el huevo de la totalidad  -geométricamente hablando- en una doble campana de Gauss imaginaria, siendo ellas las constituyentes de las comunidades sapienciales por excelencia. La prueba de su continuidad está dada por la comunicación profunda y personal que se da entre los dos focos de la elipse, entre los representantes individuales de los dos gremios: en el poeta que se delecta oyendo la voz del pueblo; en el artesano que se recoge contemplando las eternas catedrales de roca y tiempo o leyendo los cantos  de las nubes.
   En los extremos absolutos del tal huevo geométrico representante de la especie humana se encuentran las masas indiferenciadas de los hombres dormidos o aletargados por el consumo, la estupidez, la ignorancia o la falsía, llevados a la huerta por coyotes y zorras, por sicofantes y mistagogos de toda laya que se hacen pasar por la “voz del pueblo”. Sin embargo la “voz del sueño” interesa al pueblo tanto como la “Familia Peluche” o “Los Sánchez” que los caricaturizan, el cual en realidad empero va pugnando por ingresar en el proceso educativo y despertar del sopor de la materia. Cuando no, estallan oscuramente dentro las sombras resentidas, intentando imponer por la traición o la fuerza ya su abigarrado e ininteligible mundo personal, ya los grupos que consienten o fomentan sus mezquinos intereses o sus dudosas tendencias particulares. No el sueño plácido de la nube aventurera, sino el de la caída hacia atrás del evefrénico en que se proyecta la tendencia regresiva de la vida a la abyección o la quietud de lo larvario a lo momificado o a la arena -cuando no el pesado empacho de la roca fuerte que, sin embargo, esta en su precipitación rodando muerta. No el recogimiento de sí que pide la autonomía para la creación de la gente despierta  y de la edificación de la persona, sino la dispersión de quien ajeno al amor por la verdad a la vez desea con ligereza y teme con pesar descollar –pues no desea sólo el poder, sino ser su imagen, y simultáneamente tiembla en la escena, despojado de la armadura invisible de Marte en la que inconsciente soñaba sólo un mundo de espectros, de fantasmas o de muertos.
   Porque el olvido de la tradición es también la desatención del peso de la realidad y de la gravedad del que se entrega a los valores o del hombre de espíritu. La cultura onírica quisiera así borrar el hilo de oro del alma y del espíritu que sutura la contingencia de la Historia -para inventar otra historia: su historia onírica. Pero esa historia estaría inevitablemente roída de olvido, cual el queso gruyer roído por los roedores o carcomido de gusanos en sus horas inconfesas.
   Más allá de lo típico o del color local, el peligro de la cultura onírica atenta hoy contra la estabilidad de la cultura occidental misma, pues se trata del proyecto en curso y forma de la “Aldea Global”, en el que cada uno es rey en su rincón, aspirante a millonario, genio de cachucha no con que adornar la cabeza sino con que sostener el sombrero, futuro premio novel ignoto en su mísero rincón del cafetín rascuache -a costa de no contrastar su pobre embeleco náufrago con una imagen fiel del mundo, con la realidad ecuménica, con la cultura universal.
IV
   La humanidad a atravesado en otras horas periodos de oscuridad y de tiniebla por ese fenómeno de relativismo cultural, propiamente filisteo donde las cosas empiezan a dejar de valer por su valor objetivo y empiezan a valer por ser "mías". Principio de conveniencia que tras la máscara del nacionalismo, incluso de lo universal, exalta lo característico y lo particular, lo que tiene que ver con su estrecha persona, con sus intereses, con su fatuidad  –con lo que se opone a la tradición. Universalidad de lo inferior, humanidad de lo más bajo, donde empieza a valer lo que todos tienen, lo que no vale, incluso donde se valora lo execrable o lo puramente existencial, lo que no dura, lo que no será tradición -pues eso es lo que vale parra los incapaces, pretendiendo para lo temporal la categoría de lo eterno. Cultura onírica, donde no hay grandeza posible, ni majestad o magnitud espiritual que valga, ni centro de poder espiritual a que acogerse, ni verdad ecuménica a que atenerse. –pues todo se resuelve en cuento biográfico, en novela onírica o en componenda.. Donde vale menos la dorada memoria del león muerto que el baboso hocico rabioso del perro vivo. Cultura de desmemoriados que quisieran creer que el mundo empezó y terminará con ellos, grandioso Génesis personalizado, año cero, Big-Bang que empezó a explotar en la hora de su nacimiento.
   Movimiento que es sólo inercia de aceleración, caracterizable por su tendencia hacia los esquemas abstractos y los automatismos psicológicos -saturados de insidias de la mezquindad o de puyas de coprofílcos. Técnica de lo irreal, instrumentadora del aspecto más oscuro del idealismo, de su tendencia mágica: de la creencia que el hombre hace al mundo al hacer su pensamiento o su deseo, aunada a la ceerncia de que nada está dado del exterior o que carece de significado. Se trata del “hacerse ilusiones”, del mexicanismio “hacerse pato”, del voltear con desden hacia otro lado, del que en el fondo expresa la degradación de la conciencia mágica, la cual sugiere que el hombre puede hacer y ser cualquier cosa que desee mientras diimuladamente va por el mundo haciendose pendejo. Actividad popular y vulgar del idealismo que ante el fracaso concreto de la conciencia mágica (no apropiarse el mundo ni hacerlo en su deseo o en su pensamiento), se atrinchera en una pequeña parte del directorio del mundo en donde poder imperar, en donde ser auténtico y hacer mil cosas por la fuerza de su alma y de su mundo: es vivir, pues, en la “aldea global”.
   La cultura onírica está condenada a ser regional: a no trascender, a ser conformista. Amenazada de parkinsonismo y de alshaimer ese tipo de cultura, tan presta para olvidar lo que no le conviene, es en el fondo la cultura de la convivencia- -tan inconveniente generalmente a la sana convivencia. Es la cultura de Spreenfield, sobreambundante en el topismo de Norteamerica, saturado por los masivos Simples son, de Macondo donde no psa nada despues del hielo de Melquiades y de “Cien años de soledad”, de Comala, donde todo ha pasado ya o trascurre más en un impreciso Jalisco situado en el imperio del Mitlán el panteón Nahua. Es también la enrtraña de Durangehto, desde cuyo singular lomerío se ve chaparra a toda la gente, divisada de soslayo  por debajo del hombro, con la típica arrogancia de los dueños del viejo Rancho Chico. Cultura, pues, que no produce obras, sino sombras de hombres. Donde no hay hombres, sino restos fragmentarios de un mundo onírico en ruinas o sus sobras sin sentido. Más que cultura histórica, cultura biográfica, cultura onírica.
    El problema radical estriba en que sus convenientes convenciones tienden a deformar los símbolos, a enfermarlos y pervertirlos para que encajen en su ficción, para que se amolden a sus deseos. El bárbaro, en efecto, es el hombre que no entiende religión, es el incapacitado para entender la ley, el que no puede comprender la tradición, impotente para armonizarse con la naturaleza o el cosmos y que reclama o se abroga para si el derecho de estar fuera de norma –seres de excepción que cual modernos poetas se dan a la licencia de la ligereza del ser, a la pura existencia bruta del libertinaje o al no-ser.
    Solo resta una pregunta: ¿cómo es que la civilización moderna acabó por olvidar su proyecto universalista?; ¿cómo es que ahora el esperpéntico hermanote, el cocodrilo metido a redentor, el meloso alacrán de bonete y el burro pedagogo en su academia tomaron el lugar occidental que se había ideado para ser ocupado por el padre de los pueblos?; ¿cómo fue que se penetró tan terrible disminución, tan repelente litote?; ¿cómo, pues, se pudo ensalzar con tan grosera crema lo ya de suyo insípido, y queriendo hacer sosa hasta la sal? O mejor ¿cómo volver a la cultura universal?
                                                                                                                                                                                              
                                       



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