martes, 4 de febrero de 2014

Un Hombre; un Cuadro. Sobre JAVIER ARIZABALO Por Alberto Espinosa


Un Cuadro de JAVIER ARIZABALO

   El artista da razón de ser pintando. Sus obras son así argumentos visuales... cuando los tiene. Pensemos en José Clemente Orozco cuando habla, porque la pintura habla, de la justicia, en la Preparatoria de San Ildefonso (para no ir tan lejos como el Palacio de Justicia, cuyos murales están vedados, pues no se reproducen en las nuevas tecnologías, por otra parte). La justicia es arrastrada por un político borracho al lodazal de la juerga. La imagen dista de ser bella, es más bien una sátira, con lo cual nos habla más bien de una verdad que de un concepto estético: es una denuncia de la política nacional y una sangrienta crítica, un poco caricaturesca y un mucho cáustica, de la realidad social mexicana, de su profundo desorden e iniquidad. La pintura es así una crítica mordaz del poder judicial, habla de la corrupción del poder y todo ello es a su vez explicativo de la realidad nacional, de un país dolorido, enviciado, envilecido desde sus cúpulas. Es más un argumento de la verdad que de la belleza, una denuncia de la injusticia tan sólita de la sociedad moderno-contemporánea, pero con ello apunta, por negativamente que sea, a un ideal del bien, a una idea, a un valor restituir y por realizar.
   Algo similar sucede con el conmovedor oleo de Javier Arizabalo, cuyo hiperrealismo no lo vuelca a la unidimensionalidad del estilo, a la planicie fotográfica, sino que expresa con gran sensibilidad el dolor del ser humano desechado, por el rampante desconocimiento práctico de la persona humana que campea en nuestro tiempo de postmodernidad. El oleo nos habla de una sociedad indiferente, por razón de la dictadura del relativismo actual, donde todo se homologa, que igual tira a la basura chamarras de cuero y pantalones de pana que personas, las cuales van a dar al inmenso pudridero de las maravillas obsoletas, y el hombre cosificado, lastimado íntimamente, en su dignidad de persona, a rodar junto con ellas.
   Llama la atención las manos enlazadas del modelo, un inmigrante rumano, como encadenadas, como encandenándolo, por lo que se enfatiza que se trata de un desempleado, de un parado. La mirada y en general la expresión del rostro en su totalidad, dan idea de un sufrimiento que por más que quiere ser reflexivo, por más que profundiza en la propia culpa, en la propia falta, nada ve, nada resuelve, sumiéndose así en un doble desconsuelo. Habría que resaltar en la figura total del cuerpo humano una especie de presión que lo reduce, que lo enjuta, que lo oprime y estruja y lo angustia entero hasta encorvarlo. Ya no se trata de un esclavo que espera los sangrantes púas del feroz latigazo, sino del hombre humillado, excluido, desechado, reducido a mendigar, a medrar, a humillarse, a pedir limosna tal vez. Es la imagen sólita del hombre perdido en la jungla asfáltica de una gran metrópoli, abandonado a su mezquina suerte, a la deriva entre un mar de hombres encerrados, confinados en sí mismos, encerrados dentro de sus peculiares subjetividades, naufragado cada uno y en conjunto en el río más contaminado del mundo: el de las miradas, el río del tedio.
   Es el mundo de la sociedad postmoderna, nuestro mundo, donde el hombre no sólo ha descreído del hombre, del prójimo, sino hasta del destino mismo de la humanidad, que ya no cree en la especie humana como tal y ni propone ni visualiza una patria humana para el hombre. Sociedad dominada por lo numérico abstracto, por la ambición del número , de la cifra, del dígito que aumenta que engorda geométricamente al gran cero; por lo meramente cuantitativo de la vida, pues y su relación con las superficies sensibles, con las positivistas partículas de la impresión retiniana y sensible en general, que sobre ese campo verde de verdura y desnudez estrafalaria se atreve llanamente a desconocer a la persona humana, en un desconocimiento no sólo epistémico, teórico, sino fundamentalmente estimativo y práctico -pero ajena, en cambio, al número absoluto de la persona humana (o divina), que se realizaría en que cada uno sea sí mismo, sin residuos de enajenación, desesperación o desesperanza, y en el contar con uno, con uno u otro, con uno mismo o con el prójimo. Sociedad, pues, donde falla el prójimo, la gente, en una crisis que se expresa en los clamores, sordos, apagados, vencidos, de toda la realidad en torno.
   La obra del artista Javier Arizábalo siente, pero al hacerlo también nos hace sentir, ese desamparo del hombre contemporáneo, solitario, arrojado a su suerte como decimos, constituyendo el retrato una verdadera alegoría de la ceguera humana contemporánea en la sociedad postomodera. La mirada desolada, hueca, del modelo, nos hace sentir así una culpa ácida, ligada acaso al mismo pecado de haber nacido, a una culpa original; manifiesta entonces nuestra fragilidad, nuestra pequeñez. Pero ¿en relación a qué, si Dios ha sido jubilado de la conciencia moderna, si la conciencia moderna consiste muy precisamente en vivir de espaldas a Dios, en… en…. en haberlo matado, en haberle dado muerte con el puño ideicida del materialismo? En relación al hombre mismo, medida ahora de todas las cosas, donde el hombre es presa del hombre, donde el hombre en su mayor número ha sido vencido por la delirante predación de la eficiencia competitiva.
   El cuadro resuelve una imagen que mueve a indignación. No es bello, qué duda cabe, sino expresivo, expresante de un hecho nudo que es más verdadero que bello, que no es bello: de un hecho crudo de nuestra histórica condición humana, de nuestra miseria humana modelado por el tiempo de la postmodernidad. Expresa también la indignidad del modelo, no menos que su estupefacción ante el hecho crudo, nudo, brutal de la vida moderno-contemporánea… y ante el hombre, ante los otros, ante la sociedad misma. Todo lo cual se resuelve en la amargura del hombre moderno, que no tiene más el refugio de la trascendencia, la esperanza en algún dios salvador, redentor, en un más allá, en otra vida, ni tampoco utopía, otro mundo en el cual vivir -viniendo a ser con ello y en todo el hombre del existencialismo, el del ser arrojado ahí, el dashein, el ser que ya no tiene esencia humana, sino sólo historia, y que por tanto viene a ser una y la misma cosa que el ser… para la muerte. Por un lado, el hombre que vive de hecho, desplegándose y a sus anchas alegremente por el campo impoluto de la historia, sin apelar ya a la justificación de ninguna naturaleza, humana o incluso trascendente, ya dentro de la comunidad o de la historia, puramente de hecho, sin razón de ser, a quien le estorba toda esencia y toda naturaleza le parece extraña, odiador de las esencias, pues, y por tanto de la filosofía misma; por el otro lado, el hombre, pasto del hombre, que vive de hecho, frustrado de sus anhelos y aspiraciones, decepcionado de la vida y de su suerte ontológica, sin sentido y sin razón de ser.
   El cuadro así conmueve al espectador al contemplar la imagen del hombre afligido, profundamente acongojado, caduco, confundido hasta la médula, ciego, sin luz interior, y por su expresividad y pertinencia conmueve también nuestra idea de la sociedad global en que vivimos, conmoviendo con ello nuestras certezas sobre la sociedad de beneficio y el mismo ideal de los derechos humanos y de la justicia social, promovidos día con día por los medios masivos de comunicación en la sociedad postmoderna (que poco o nada hablan en cambio de la deuda social, de la hipoteca social que han contraído los hombres de las decisiones y de los privilegios, agravados en sus puestos por esa responsabilidad).
   Arte crítico, es cierto, que busca más la verdad que la belleza, verdades incómodas, punzantes, hirientes, incluso mórbidas –resuelto, sin embargo, en una especie de esteticismo apráctico, y que por ello resulta no más que una expresión más de la decadencia del tiempo, del generalizado caos y periclitar del mundo en torno. Pintura, pues, que perturba al espectador, que nos aflige, que nos preocupa, pero que nada propone como ideal a la bondad –esa forma cumplida, lograda, gloriosa, de la belleza.
Alegoría, pues, del hombre de nuestro tiempo; doblemente ciego, que no ve por donde va o que sabe que es lo mira; donde tanto modelo como espectador están arrojados fuera del centro auténtico de la persona, donde por la vertiginosa circulación de las mercancías, los bienes materiales y sus preciadas satisfacciones los hombres resultan incapacitados congénitamente, culturalmente, para dejar asentar el polvo cósmico nebuloso de las expresiones estéticas en una verdadera constelación de valores, donde no hay centro axiológico, sistema solar de valores, y donde el artista es sólo un intermediario más, sujeto a las especulaciones y tiranías del mercado, en esa rueda sin fin y sin sentido de las exhorbitaciones colectivas del consumo –en las variopintas e innúmeras formas de sus ídolos de barro, de riqueza, de poder, de placer efímero.
El cuadro de Arizabalo no explica nada, en cambio muestra, es una evidencia –de nuestro tiempo, del artista, de nosotros como contempladores. Pero aún así nos habla: habla del desconocimiento de la persona humana, no sólo en el sentido de no tener, ni querer tener nociones adecuadas de la persona, sino de su abierto desconocimiento, estimativo y práctico; también del arte como refugio, como un contraveneno que nos permite mirar e incluso admirar esa realidad, pero ya en un sentido no solamente apráctico, sino incluso mórbido de la expresión, que nos conmueve, es verdad, pero que a la vez sacraliza las formas simbólicas socialmente aceptadas de agresión al prójimo, que van de la soterrada burla, a la intimidación, pasando por el omnipresente chantaje.
   Ante todo lo cual la estética de las vanguardias modernas y sus estrambóticos refosiles conceptuales y realizativos circenses no sólo no explica, sino que tiene que ser explicado, pues no ha hecho sino inventar, muy a lo conceptualmente y a su subjetivísima manera, un endeble asidero: el de la “belleza convulsiva”. Una belleza degradada, pues, más una mera frivolidad que cualquier otra cosa, que aparejada, uncida al yugo de una verdad menor y sobre ello morbosa, envilecida, y de una bondad cercana al de insolentes fariseos que, escandalizados por el mosquito que cuelan, dejan pasar alegremente al camello, conforman malamente el mundo existencial de ese ser ahí, al que tal vez ya no se le pueda llamar hombre, dispensado de toda moral, de toda filosofía y hasta de toda estética.
   Porque no todo el arte tiene la intención ni de explicar ni de poder ser explicado. Ya el joven Picasso decía que el arte no era sino una cuestión de gusto, de mero gusto, como sucede con las almejas, que él no entendía, pero que… sin duda le gustaban -el joven y eterno de Picasso,… el viejo Picasso.

lunes, 29 de abril de 2013

JAVIER ARIZABALO, OLEO sobre lienzo, 65x81cm
MODELO, Nedelku-Marian



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