I
Rasgo de la edad contemporánea nuestra es su
formalismo. Regresión a las formas estéticas del clasicismo, que en su amor por
la forma de las apariencias sensibles es propenso a quedar por ello prendado de
la forma externa de las cosas, que en sus volúmenes ni emiten ni pueden irradiar
la luz interna propia de la vida. Por un lado, el formalismo contemporáneo se
condena a quedar confinado en la febril cristalería de los hechos, que reflejan
en su superficialidad al yo, como el río detenido por el mudo hielo convertido
en espejo del vacío abismado, donde el bizarro rostro de Narciso palidece y congela su sonrisa al descubrirse enamorado de si mismo. Por el otro lado, caída de bruces en la mundanidad, en
cuyo tobogán desfila la proyección sentimental del yo en un sin fin de múltiples
estatuas fantasmales, sin poderse asir a ninguna de ellas, rompiéndose en los fragmentos del instante, roído y corroído por el pasar vertiginoso del tiempo, quedando finalmente evaporado
y a merced del viento que en remolino lo eleva y lo disgrega entre la fugaz polvareda de
las sensaciones y la arenisca vacilantes de los hechos huecos.
II
La
petrificación del yo propia del arte clásico, que encuentra su mejor expresión
en la escultura, en la forma detenida en el especio que tiene como máxima
unidad cronológica al instante, compensa el temblor propio causado por el vacío
interior y la consecuente erosión y fisura de la propia imagen, arrojándose entonces el sujeto por
entero, por razón de su ligereza en el espacio creada por cercenación de esa raíz que es la memoria (individual y colectiva) , arrojándose, decía, a las aguas
fluctuantes de la exterioridad, encontrando su imantación y anclaje relativo en
el circulo periférico más exterior y extremoso de la persona: en el río
naufragado de los cuerpos, cuya nota sentimental sobresaliente no es otra que el sentimiento de zozobra.
Porque es carácter de la edad contemporánea el ser una vida sin interioridad,
sin pensamientos cardinales, ni pasiones profundas, ni sentimientos sinceros, donde se ha borrado
literalmente el centro o eje ordenador del espíritu, siendo por ello una vida
por completo carente de gravedad, de solemnidad, de jerarquía incluso, extraviada
en la dispersión de las cosas volátiles y sin trascendencia alguna –que va del
fondo de la laguna con sus aguas estancadas y putrefactas, oscilando del bochorno de la bestia echada del verano al viento paralítico del cierzo invernal -sitio de vendavales y tormentas donde las crudas
habladurías pulimentan la falsía artificial de sus diamantes, y en cuya
originalidad en masa y unánime discrepancia se encuentra el chocar vulgar, común y corriente, de su opaca pedrería.
III
La
interioridad infinita, carácter del arte romántico, queda así obliterada, presa
en el antro de fieras del inconsciente y por completo sin desarrollar. El espíritu,
la interioridad absoluta, polo de imantación que da su gravedad al tiempo y a
su significado, es entonces falseado innoblemente en su verdad histórica y
simbólica al ser impunemente sustituido por el formalismo inane de nuestro
tiempo, tomando comúnmente la forma frívolas del vanguardismo. Su divisa, así, no puede ser otra que la prioridad absoluta del significante, carente por completo de
contenido; arte abstracto o "conceptual" (puramente meta-lingüístico) que sólo puede repetir cacofónicamente su propia forma, a la manera del monótono vaivén
maquinal de la marea o del rumor que en eco rebota preso y ya sin voz reverberando
entre la rocosa mudez de los cañones.
7-9-2012
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