jueves, 13 de septiembre de 2012

Cultura o Mitificación por Alberto Espinosa Una de las cosas de las que habla el arte de todos los tiempos es que del mito, del relato mítico, simplemente no podemos escapar: si intentamos correrlo soberbiamente por la puerta de enfrente, se desliza subrepticiamente entonces por la puerta de atrás, en una vuelta de lo reprimido que resultará, entonces, peligrosísima, al deslizarse en la estructura del saber mismo ya sea bajo la forma de la verdad absoluta de esos sistemas a la vez denunciatorias e inquisitoriales, ya bajo la negra máscara del más sacrílego existencialismo, que se solaza en profanar todo aquello que en su momento se ha considerado sagrado para la tradición (que a fin de cuentes llega a ser el mundo entero). Porque el mito, ese límite último de la significación moral del hombre, ese marco último de referencia de las significaciones humanas, es también la condición de posibilidad del valor, el cual queda, por decir así, espolvoreado en todas las significaciones por medio de lo símbolos de nuestro lenguaje natural, de los cuales no podemos en modo alguno escapar al ser el horizonte final de la significación misma. Si se intenta dominarlo retorna insensiblemente siempre, como en el mito de Nietzsche, sólo que bajo la forma degradada de las místicas inferiores: de espiritualismos periclitados o de mímicas de la participación, en sus formas más crudas bajo la especia de la solidarización con las formas más bajas de la creación. Cuando el hombre creyó que había vencido al mito creó un poderoso mito más, terriblemente inconsciente: el mito de la victoria final sobre la naturaleza, sobre su propia naturaleza, lo cual lo ha llevado, experimentalmente y en su propio pellejo, a desnaturalizarlo todo, haciendo que toda esencia naturaleza y toda esencia le sea extraña, postulando entonces la amarga posibilidad de ser como “el enemigo”, de ser el enemigo, destruyéndolo todo en el consumo de fuerzas que lo exceden y desnaturalizándose en el camino profundamente a sí mismo –adoptando para ello en el camino. de inmediato y sin reflexión suficiente, doctrinas y saberes dogmáticos totalitarios que se lanzan más pronto que tarde a levantar iglesias y guillotinas. La idea en sí misma contradictoria de la victoria sobre el mito, puebla vagamente la mente del hombre contemporáneo, quien corre mecánicamente y no sin frivolidad a sustituir los grandes mitos por otros de menor fuste o altura, remedos que se parecen cada vez más a una parodia o a una sangrienta caricatura. Sean ellos el mito del evolucionismo ininterrumpido, de la conciencia social de la lucha sin clase, del cibernético progreso materialista o de la Guerra de las Galaxias. Empero, si algo es la religión, vista en su máxima generalidad de actitud social, eso es limitación del placer y limitación del poder. Sus contrarios, la religión del placer, el jardín de Epícuro, y la religión del poder, que va de ciertas formas agudas de narcicismo y de neurosis al existencialismo más degradante, resultan en lo social profundamente disolventes –por más que se embadurnen el rostro de vocabulario socialista. La pasión por dominar y la pasión por consumir, es cierto, frecuentemente van de la mano. Las filosofías que postulan tales actitudes impías, refugiadas durante mucho tiempo en un positivismo tan anárquico como antimetafísico, se han visto en los últimos tiempos inquietadas por un prurito metafísico, cayendo de bruces en un verdadero abanico de místicas inferiores que avaladas vagamente por las escrituras sagradas, particularmente por la Biblia, se dan a todo tipo de distorsiones simbólicas y extraños ritos, pensamiento mágico que bajo el disfraz de antiguas creencias prehispánicas (en la Europa Nazi se revistieron con el “mito” del Tercer Reich, cuyo imperio de mil años comenzó con la búsqueda no tanto de los lenguajes secretos del Antiguo Egipto, sino de sus tesoros, en la búsqueda del Santo Grial, para desembocar en el espiritismo y la quiromancia): creencias, decía, que no superan la escala de lo pagano, ni puede por tanto conducir a una verdadera participación con los espíritus superiores. En nuestras tierras es particularmente común ver como esa vuelta de lo reprimido asume formas cada vez mas grotescas, vulgares y… peligrosas, pues al adoptar creencias misceláneas y de todo tipo, muchas veces acuñadas en las cabezas calenturientas de timadores y engañadores, de farsantes y merolicos, se revela lo que hay en el fondo de esas apuestas simbólicas: el amor a los placeres, para la que nuestro cuerpo esta tan bien diseñado, y la ambición de poder y de dominio, con lo que hay en el de incito abuso de la autoridad por medio de los privilegios logrados –adoptando las formas sólitas del egoísmo feroz, la obnubilación mental, la licuefacción de significados mas abrumadora, la ligereza de cascos, la sexualidad no tradicional y más permisiva, hasta desembocar en la regresión a la animalidad, el cinismo o la confusión de los caminos. Tal degradación conduce a la vulgaridad del pendenciero y, ya entregados al espíritu del error y a las novedades de la herejía, a todo tipo de odios, discordias y celos, a fáciles enojos y exabruptos, a rivalidades y divisiones sin cuento, siendo su signo el ser retadores, envidiosos, groseros, promiscuos y frecuentemente borrachos. Pero si algún símbolo de luz tuvo la antigua cultura prehispánica ese fue el de Quetzlcoatl, sacerdote y héroe cultural quien abolió los sacrificios para instaurar la cultura del Toltecayotl, de cultura las flores y las fiestas, cuyo sentido profundo era el de una constante acción de gracias al Creador. Doctrina no ajena a la evangélica, al grado de que Fray Servando Teresa de Mier declaró en su momento la identidad de esa figura autóctona sacerdotal con el mismísimo apóstol Santo Tomás, quien habría llegado a nuestro continente en el siglo X para difundir la verdad del evangelio. El pueblo de los gentiles, conservando sus ceremonias de carácter iniciático, que manteniendo viva la experiencia de la participación amalgama al grupo dándole identidad y sentido de pertenencia, celebra conjuntamente con ello a la Virgen de Guadalupe, trasmutación simbólica de María madre de Dios. Porque si hemos de buscar nuevas formas de religión basta con el ejemplo de los santos de todos los tiempos y de los héroes culturales, tan sólitos, por otra parte, en nuestras adoloridas regiones geográficas. La naturaleza humana o esencia del hombre en la vida se revela en su constitución moral, que es propiamente hablando el interior del hombre o su corazón. El corazón es lo interior del hombre o su sentimiento moral, del que nace un abanico de diversos sentimientos, pensamientos, palabras y acciones y donde estas facultadas tienen propiamente su sede y constituyen la personalidad. El sentimiento moral se encuentra básicamente polarizado por la satisfacción y la insatisfacción moral, siendo la bondad y maldad la satisfacción y la insatisfacción mismas –las cuales están en relaciones de relatividad a los distintos sujetos, en el sentido de la superioridad o inferioridad de las actividades para unos u otros, y en relaciones en un mismo sujeto de compatibilidad o incompatibilidad de unas con otras. Es decir, la satisfacción de una actividad superior para un sujeto la hace incompatible con otra actividad inferior para él, y; una actividad buena o satisfactoria para unos resulta mala o insatisfactoria para otros. El corazón como centro de la vida moral tiene su más alta expresión en la vida mística o religiosa, pues un corazón limpio, recto, sencillo y puro, sin reserva, hipocresía o segundas intenciones, es el más grande tesoro para el hombre pues ilumina la conciencia al entrar en relación con Dios. Por lo contrario, quien no busca a Dios no puede encontrarlo en su corazón, el cual se ve entenebrecido afectando sus propias facultas espirituales o anulándolas, al grado que lo que resulta superior, dulce y satisfactorio para un hombre bueno puede parecerle fútil, amargo e insatisfactorio a un hombre insatisfactorio. 13-IX-2012


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